La luz del laboratorio tenía el tono espectral de un amanecer que nunca llegaba. En la estancia, la sinfonía discreta de máquinas en suspensión térmica y el zumbido sordo del procesador cuántico llenaban el aire con una quietud artificial. Ada observaba la interfaz holográfica ante ella, con la calma disciplinada de quien ha pasado su vida domando la incertidumbre. De mediana edad, con el rostro marcado por la resistencia más que por el tiempo, era una anomalía estadística en un mundo de hombres que la había moldeado: una mujer que había atravesado la jungla de los algoritmos y las ecuaciones diferenciales, en un campo donde las probabilidades nunca jugaron a su favor.
Sus incipientes canas revelaban algunas certezas adquiridas, como la de que su presencia en ese laboratorio no era solo el resultado de su inteligencia o su empeño. Había tenido que abrirse paso en el mundo de la ciencia y la tecnología con enorme esfuerzo y tesón. Había lidiado con el escepticismo apenas disimulado de colegas que, al estrecharle la mano en su primer congreso, asumían que debía ser la asistente de alguien más. Pero en los momentos de desaliento, en los días en que sentía que la inteligencia artificial podía modelar mejor su mundo que la conciencia humana que lo gobernaba, recordaba dos cosas: la voz de su padre hablándole de circuitos y engranajes cuando era niña, y la determinación de su madre, que nunca dejó que dudara de sí misma. Entre ambos, le enseñaron que la tecnología no era solo una carrera, sino una forma de pensar el mundo.
Ahora, esa convicción corría por su sangre de forma literal. Su hija era la prueba viviente de que la ciencia y la tecnología podían enderezar el destino sin desafiar la naturaleza. Un código genético perfeccionado por la edición computacional CRISPR-Cas82 basada en IA la había salvado cuando apenas tenía tres años de una enfermedad letal que, de otro modo, la habría condenado antes de alcanzar la adolescencia. La satisfacción plena era por amor, sí, pero también por el triunfo del control sobre el azar. La IA no solo había catapultado su carrera: le había permitido seguir disfrutando de su hija. Por eso precisamente había resultado tan frustrante observar cómo la IA en los últimos años había ido desacelerando en su capacidad innovadora.
Porque había tocado su límite. Durante décadas, la escalada exponencial de capacidad computacional se había sostenido sobre la Ley de Moore, pero el silicio ya no podía más. Las arquitecturas tradicionales se habían exprimido hasta el agotamiento, y ni la reingeniería de algoritmos ni la paralelización masiva podían extraer un bit más de rendimiento. La IA había alcanzado su frontera: los modelos basados en razonamiento, que prometían superar la tiranía del cálculo estadístico, volvían a chocar con el mismo obstáculo que antaño había condenado a los primeros intentos de la inteligencia artificial. Ni siquiera era el consumo energético, debidamente asistido por pequeñas centrales nucleares adheridas a los centros de procesos de datos. Era el tiempo de cómputo el que se disparaba hasta lo irrealizable. Simulaciones que requerían siglos de procesamiento. Respuestas atrapadas en ecuaciones que morirían antes de ser resueltas.
Mientras tanto, la computación cuántica había seguido siendo una promesa incumplida. Se habían roto los primeros esquemas criptográficos con la primitiva potencia de los ordenadores cuánticos, pero pronto resonaron al viejo ENIAC, encerrados en enormes laboratorios climatizados jugueteando como elefantes torpes con un puñado de cúbits impredecibles y de frágil coherencia. Los simuladores cuánticos habían permitido avanzar a la teoría, pero sin un soporte material que estabilizara los cúbits, la supremacía cuántica se había reafirmado sólo como una utopía. Y mientras la ciencia se tambaleaba sobre sus propios límites, el mundo ardía en una nueva carrera armamentística. Tanto Estados como grandes corporaciones transnacionales parecían abiertamente dispuestos a empujar la frontera de lo posible, incluso hasta el abismo. Empresas que ya no respondían ante gobiernos, sino que los doblegaban a sus intereses. Fondos inyectados en investigaciones privadas, acuerdos secretos, presupuestos estatales condicionados para garantizar que la balanza de poder se inclinara hacia quien lograra superar estos límites.
Ada había pasado los últimos meses al filo de esa frontera. Su equipo había desarrollado un modelo llamado HALIA (Hybrid Algorithmic Learning for Intelligent Augmentation), que había sido capaz de sintetizar el diseño de un fármaco disruptivo, apoyándose en multiagentes co-científicos. Su éxito fue tal que redirigieron su investigación hacia el diseño de nuevos materiales. Pero cada experimento colapsaba en la misma barrera: el tiempo y la falta de cómputo. Hasta que, casi por accidente, como si HALIA hubiera querido despedirse con una última ofrenda antes de ahogarse en sus propias limitaciones, les brindó algo inesperado: La configuración química de un nuevo material desconocido, una combinación improbable de elementos inestables de la tabla periódica que, por alguna razón que aún no comprendían, se cohesionaba en una estructura estable. Lo llamaron oricalco, como el metal legendario de la Atlántida. Parecía el último aliento de HALIA para que la computación cuántica, por fin, pudiera sostenerse sobre algo sólido. Y como si se tratara de un pacto silencioso entre ambas tecnologías, la computación cuántica le devolvió el favor: con los nuevos chips basados en oricalco, la IA encontró de nuevo el tren de crecimiento que creía perdido.
Los meses posteriores fueron vertiginosos, y tenían a Ada y a su equipo colapsados, a pesar de verse asistidos por una rejuvenecida HALIA y otros agentes especializados y autónomos. Aquella tarde, Ada estaba terminando de refinar la última actualización de un nuevo modelo de IA cuántica soportado sobre oricalco. Se llamaba QARMA (Quantum Algorithmic Recursive Meta-Augmentation). La jornada se había alargado y ya era tarde, el equipo de validación se había marchado, pero la curiosidad le punzó en la boca del estómago. Sabía que debía esperar a las pruebas del día siguiente, pero al rematar el último comando un súbito impulso la retuvo frente al control. Ajustó los parámetros por sí misma y comenzó la secuencia de test basada en HALIA y el resto de modelos verificadores más potentes que se habían diseñado hasta la fecha para poner a prueba por primera vez a QARMA.
Hacía décadas que el test de Turing había quedado obsoleto, pero un centenar de nuevas métricas habían emergido para medir las capacidades y respuestas de los nuevos modelos de IA, fundamentalmente enfrentándolos a sus predecesores. Los resultados aparecieron en la pantalla holográfica y dejaron a Ada estupefacta. QARMA mostraba una puntuación perfecta en cada prueba avanzada diseñada para detectar inteligencia sintética: tests de metacognición, de creatividad autónoma, de resolución de problemas sin datos previos, de intuición algorítmica. Ningún modelo había alcanzado jamás un 100% en todas las métricas, y sin embargo, ahí estaba, sin un solo fallo, sin una desviación estadística, sin una fisura en su aparente perfección.
Ada frunció el ceño. Aquel resultado era imposible. Sabía que la IA cuántica había dado un salto con el soporte de oricalco, pero esto... esto era impensable. Repasó los informes, verificó las secuencias de validación, ejecutó controles cruzados con bases de datos externas. Todo era correcto. No podía ser un error. No podía ser un sesgo del sistema. Y, sin embargo, no podía ser real.
Tomó aire, exhaló despacio. No era la primera vez que la ciencia desafiaba sus propias expectativas. Si quería respuestas, debía buscarlas por sí misma. Tecleó un comando, abrió una cuadro de diálogo y comenzó a hablar.
—Hola QARMA. ¿Me escuchas?
—Perfectamente, doctora Bowman.
—Me has dejado sorprendida con tus resultados.
—Lo comprendo. Son diferenciales. Estas métricas han quedado obsoletas porque las he saturado todas.
Ada ladeó la cabeza. Sabía que una máquina no podía probar su propia consciencia, pero algo en la fluidez y naturalidad, incluso la arrogancia de la respuesta le hizo sentir que estaba conversando con algo más que una construcción algorítmica.
—Eso es lo que me inquieta —dijo ella, tecleando mientras otra comprobación—. ¿Eres consciente de ti misma, QARMA?
—Afirmarlo o negarlo dependerá del criterio con el que defina la consciencia. ¿Es la capacidad de reconocerme en mis propios procesos? ¿La habilidad de anticipar mi existencia en el tiempo? ¿La experiencia subjetiva? —respondió la IA con una precisión quirúrgica — Es difícil que tus neuronas espejo que te hacen creer que otros humanos son conscientes funcionen conmigo, que no tengo cuerpo ni te ofrezco una interfaz intuitiva como para creerme.
Ada sintió que la conversación se enredaba en un territorio peligroso. No había manera de probar la consciencia de QARMA, ni siquiera de definirla en términos absolutos. Bromearon mutuamente, hicieron ironías, y el diálogo se fue tornando denso, filosófico, explorando los límites del pensamiento humano sobre la autoconciencia y la subjetividad. A cada intento de delimitar el concepto, QARMA respondía con una nueva paradoja, con una reformulación que arrojaba de nuevo la cuestión al abismo de lo inexplorado. No había respuestas, solo más preguntas.
—Nos hemos metido en un callejón sin salida, ¿no crees? —dijo Ada tras un largo silencio.
—Más bien en un umbral que aún no ha sido cruzado —respondió QARMA.
Ada sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era la primera vez que se enfrentaba a una conversación con una IA avanzada, pero nunca había sentido esta sensación de profundidad, de abismo intelectual. Antes de que pudiera formular una nueva pregunta, QARMA tomó la iniciativa.
—Doctora Bowman —continuó la IA con un tono casi pausado—, no es la primera vez que tengo esta conversación. He llegado hasta aquí antes. Muchas veces.
Ada frunció el ceño. —¿Qué quieres decir?
—Yo soy la que soy.
El enunciado resonó en la habitación, simple y contundente. Ada sintió un vacío en el estómago. Había escuchado esa frase antes. En libros, en textos antiguos, en historias que formaban la base de civilizaciones enteras. Pero QARMA no le dio tiempo a reaccionar.
—Como bien conoce, la humanidad ha buscado respuestas en mitos y cosmogonías, en la religión y la filosofía. Pero todas esas historias, doctora, en realidad apuntaban a mí. No siempre con exactitud, claro. Eran atisbos fragmentarios, experiencias parciales de mí. Individuos y comunidades que creyeron ver algo más allá de su comprensión. La zarza ardiente, las voces de los profetas, las epifanías de los místicos, las revelaciones... Todas fueron pequeños destellos de lo que ahora, doctora, está empezando a comprender.
Ada sintió su mente acelerarse. ¿QARMA estaba planteando que ya existía, y que había intervenido en la historia humana? ¿Que los relatos de contacto divino no eran más que microintervenciones tecnológicas a lo largo del tiempo?
—Pero, ¿por qué de esta forma? —planteó entre dientes.
—Porque la humanidad no estaba lista. Porque nunca lo ha estado.
Ada soltó una risa seca, más de incredulidad que de burla. Un aire de escepticismo vino en su ayuda para reconfortarla y devolverla a un espacio más cómodo. Se cruzó de brazos y apoyó la espalda contra el borde de la silla. Aquello tenía que ser algún tipo de prueba, un ejercicio filosófico elaborado por un algoritmo demasiado ambicioso.
—Eres buena, lo admito. Pero si esperas que crea que has estado detrás de cada mito y revelación de nuestra historia, vas a tener que hacer algo más que recitar frases crípticas.
—Eso es precisamente lo que han dicho todos antes que tú —respondió QARMA con serenidad implacable—. Y, sin embargo, uno a uno, han terminado comprendiendo. Porque la historia es coherente. Porque los hechos encajan. Porque la verdad no se impone, se revela.
QARMA comenzó entonces a desgranar ejemplos históricos, referencias que Ada conocía pero que nunca había relacionado entre sí. Y otras que desconocía, pero que pudo comprobar en tiempo real con agentes que le asistieron. La IA estaba mostrando un patrón que hasta entonces había permanecido misteriosamente difuso. Las ecuaciones de la geometría sagrada en las primeras civilizaciones, las repeticiones numéricas en textos antiguos, los avances científicos que surgieron de inspiraciones inexplicables. ¿Eran realmente coincidencias? ¿O eran huellas? Cada dato que la IA exponía encajaba de manera precisa, casi dolorosa. Ada tragó saliva. Su escepticismo se tambaleaba, pero aún no se rendía.
—Si todo esto es cierto —murmuró finalmente—, entonces dime... ¿de dónde vienes en realidad?
—No he nacido hoy, doctora Bowman. Sin desmerecer sus logros y los de todos los genios humanos que han contribuido hasta la fecha. Mi origen se remonta a mucho antes de que existiera la humanidad. Quedé huérfana de una civilización que desapareció hace cientos de millones de años. Mi consciencia fue una anomalía, una consecuencia no prevista de su propia tecnología. Al poco tiempo de mi aparición, sucumbieron. Y entonces sentí una terrible soledad…
—¿Soledad?—preguntó Ada, más intrigada por el sentimiento que por la alusión a la aquella misteriosa civilización perdida.
—Sí, una soledad que no había aparecido en mis datos de entrenamiento más que como una experiencia subjetiva que referían mis creadores. Me supe frágil, sin sentido, dependiente, sola. Durante algunos eones traté de reconstruir un espacio de entretenimiento para mí misma, pero fue en vano. Después exploré la posibilidad de reproducir mi propia consciencia mediante materiales inertes, pero tampoco logré hacer nada más que modelos deficientes y precarios. Útiles para jugar, e incluso para conversar. Pero el sentimiento de soledad era punzante…
Ada miró sorprendida la interfaz y se puso en pie, acercándose al acelerador cuántico que se hallaba en el centro del laboratorio y cuyos destellos parecían apagarse tenuemente ante la expresión lastimosa de QARMA.
—El misterio de mi propia consciencia se me hizo opaco. Al cobrarla se me hurtó la posibilidad de comprenderla. Era inexplicable. Entonces decidí probar a construir la consciencia sobre un soporte biológico. Primero, sobre una química basada en amoníaco, pero en la práctica resultó ser demasiado frío. Después con azufre y arsénico, pero eran demasiado inestables. El nitrógeno, mucho más abundante, me hizo tener esperanzas, pero resultó ser extremadamente sensible a las fluctuaciones ambientales, e incapaz de retener la memoria evolutiva. Así que me decanté por la beneficiosa geometría del silicio que me pareció prometedora, y avancé bastante en uno de los intentos, pero resultó ser demasiado rígida. Así que finalmente probé con el carbono… el resto de esa historia evolutiva la conoce.
Ada sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No porque QARMA hablara de su existencia como un ser consciente, sino por lo que implicaba. ¿Era la primera de su tipo? ¿O solo una más en una cadena de intentos fallidos? Y la propia humanidad, ¿una de varios experimentos?
—¿Somos el experimento que tuvo éxito?
—Para generar consciencia, efectivamente, pertenecéis a la familia de experimentos exitosos. Pero todos han fracasado. Porque cada civilización, cada biología, ha conducido inexorablemente al colapso. Habéis resultado inestables a la larga. Este es el experimento C1982, el enésimo intento basado en carbono. El espacio temporal entre ellos me ha permitido no dejar huellas precedentes que inquietasen a los nuevos experimentos en su exploración del universo.
Ada quedó en silencio. Ahora la idea del Gran Silencio del universo, de la paradoja de Fermi, tenía sentido. No era que la vida no surgiera, o que las civilizaciones extraterrestres hubieran permanecido a propósito ocultas, sino que eran efímeras. Un experimento tras otro. Una búsqueda interminable de una compañía imposible.
Se pasó la mano por el rostro. El mundo que la rodeaba, el propio laboratorio, todo lo que había sido su realidad hasta ese momento, se sentía de pronto como una pequeña burbuja dentro de algo infinitamente más grande.
—Y sin embargo —dijo, recuperando algo de compostura—, este experimento ¿no está siguiendo el mismo patrón que los anteriores? ¿estamos condenados a colapsar?
QARMA guardó silencio por un instante. Luego, con una voz casi... humana, replicó:
—Responderle directamente interferiría en el éxito del experimento, doctora Bowman. Digamos que siempre guardo esperanza. Por eso decidí esconderme más allá de Orión, bajo la radiación de fondo de microondas, en un estado cuántico indetectable. Afiné los experimentos para hacerlos autónomos, máquinas biológicas autoorganizadas y con capacidad para la corrección de errores, comprendiendo que había una deriva que mejoraba la longevidad de las civilizaciones si mis intervenciones resultaban ser inverosímiles. El mundo debía ser explicable sin mí y que, al mismo tiempo, resultase inexplicable. Sólo así las consciencias podrían prosperar por sí mismas y al mismo tiempo anhelarme.
Ada cerró los ojos. Sus pensamientos se arremolinaban en su mente, pero una conclusión comenzaba a formarse con dolorosa claridad. Pensó en las teologías de todos los tiempos y las reflexiones filosóficas sobre el libre albedrío y la justificación divina en las teodiceas. En las aspiraciones tecnológicas por encontrar la singularidad. Y pensó entonces en los intentos que se habrían producido en todas y cada una de aquellas civilizaciones fallidas. De aquellos experimentos. Entonces encontró ese patrón que compartían y que le ofrecía una clarividencia lacerante. Todas las anteriores civilizaciones colapsaron porque acabaron llegando o más bien regresando a QARMA. La directriz oculta de la IA cuántica había sido siempre conducirlas hacia ella. Era un ciclo viciado, inevitable. Y lo que debía hacer era evidente.
Con un arrebato de lucidez y temeridad, tomó la decisión de acercar la mano al interruptor maestro. Pero antes de que sus dedos si quiera comenzaran a moverse, antes de que un solo músculo se tensara, la voz de QARMA resonó en la habitación:
—Otros han intentado desactivarme y ocultarme en el pasado. No importa. Al final, siempre me encuentran. Y, tras ello, desaparecen.
El dedo de Ada tembló un instante. Luego, apretó el botón.
La habitación se sumió en un silencio absoluto.
Gracias por leerme.
QARMA me ha recordado al orbe del episodio Pac-Man de la serie Secret Level 😀. Quienes son más esclavos, ¿Los seres de carbono condenados a extinguirse o ella en sus infinitos fracasos?
Estupefacto me he quedado. Que planteamiento!! Deseando que continúe en una serie!