Escaquearse o tirar del carro
Burros, hormigas, pereza social, reconocimiento y compromiso
Maximilian Ringelmann no era psicólogo, sino ingeniero agrónomo, y sin embargo dejó una de las observaciones más agudas sobre la psicología humana del trabajo en grupo. En 1913, mientras estudiaba el rendimiento de los animales de tiro en tareas agrícolas, descubrió que dos burros no tiraban con el doble de fuerza que uno, sino algo menos. Y no importaba que los azuzaran con un palo, en seguida la pareja regresaba a ese régimen estacionario. Intrigado, se preguntó si esa merma de esfuerzo colectivo era una propiedad exclusiva de los cuadrúpedos… o si también los bípedos racionales estábamos hechos del mismo barro perezoso. Decidió entonces aplicar el método experimental a sus semejantes. Y los resultados fueron sorprendentes.
Diseñó una prueba simple: varias personas, una a una y luego en grupo, debían tirar de una cuerda unida a un dinamómetro. El aparato medía la fuerza que ejercía cada individuo, tanto en solitario como en equipo. El resultado le descolocó: Cuando dos personas tiraban juntas, cada una aplicaba solo el 93 % de la fuerza que mostraban individualmente. Con tres personas, el esfuerzo individual descendía al 85 %. Y en grupos de ocho, apenas se alcanzaba el 49 % del rendimiento esperado. A mayor número, menor esfuerzo por cabeza.
Este fenómeno se conoce desde entonces como el “efecto Ringelmann”, y sugiere que al formar parte de un grupo tendemos a reducir nuestra implicación individual, en parte porque sentimos que otros se harán cargo, diluyendo nuestra corresponsabilidad en el conjunto. Los esfuerzos se amortiguan entre sí, produciendo una especie de entropía social que dispersa ineficazmente nuestro potencial. La sociedad entera, extrapolaba Ringelmann, corre el riesgo de tirar con una fuerza que, paradójicamente, tiende asintóticamente a cero.
Esta intuición, aunque expresada en términos físicos y agrícolas, apunta a un rasgo persistente de la condición humana. Nos gusta pensar que juntos somos más fuertes, pero no en cualquier circunstancia. El anonimato del grupo nos ofrece una oportunidad para escondernos detrás de los demás, relajando nuestro compromiso. Y no son menores las consecuencias a largo plazo de este déficit silencioso.
El efecto Ringelmann ha sido replicado de forma notablemente consistente en términos no físicos. Psicólogos sociales como Bibb Latané y otros investigadores han confirmado que el esfuerzo individual decrece conforme aumenta el tamaño del grupo, por ejemplo aplaudiendo o gritando. Probablemente no lo hace de forma lineal y se atempera conforme el grupo se vuelve suficientemente grande. Este efecto muestra que el colectivo en lugar de estimularla, merma la motivación y la implicación. Incluso si la creencia es falsa e inducida, por ejemplo haciendo creer a los participantes que están actuando con otros, aunque no sea el caso. Ante la expectativa de actuar en grupo, nuestra mente infiere que no es necesario darlo todo. Esta predisposición automática parece estar incrustada en nuestro cableado evolutivo, tal vez como una estrategia de ahorro energético en entornos sociales donde la cooperación distribuida era la norma. Desde el punto de vista biológico, minimizar el gasto de energía - vaguear o escaquearse - es una estrategia natural de supervivencia en contextos de escasez. Si otros miembros del grupo cazan, recolectan o defienden, la posibilidad de ahorrar fuerzas sin poner en peligro el bienestar individual se convierte en una ventaja.
En su forma más extrema, este fenómeno roza la parálisis colectiva. Y sirve para alimentar el discurso más individualista, liberal y favorable a la iniciativa privada: nadie cuida lo colectivo como lo propio. Y puede herir peligrosamente la respuesta a emergencias, el activismo político o la participación ciudadana. La famosa “tragedia de los comunes” se apoya en esta misma lógica: si el pasto es de todos, nadie lo cuida; si el aire es de todos, nadie lo limpia. Lo que parece al principio una ventaja cooperativa —la posibilidad de repartir la carga— se convierte, si no hay mecanismos de contrapeso, en una excusa para la inacción.
Cuantos más somos, más probable es que sintamos que nuestra aportación es prescindible. Bien lo sabemos desde nuestra etapa como estudiantes en los trabajos en grupo, en los que siempre surgen compañeros que se escaquean recibiendo la misma calificación que el resto, a pesar de que la carga recaiga en quienes sienten más responsabilidad o temor al fracaso. O ya de adultos en las reuniones laborales, especialmente las que agrupan a muchos participantes, que suelen convertirse en el paraíso de la dispersión. Cuanto mayor es el número de asistentes, mayor es la duración, y a pesar de ello, más fácil es esconderse entre la multitud de cámaras apagadas o voces enmudecidas. Convocadas esas reuniones a menudo en nombre de la colaboración, en realidad terminan siendo un mecanismo de dilución del compromiso.
Y a niveles más amplios, el fenómeno indudablemente afecta a la participación electoral, o al propio compromiso y acción política. Y además la tecnología nos brinda una falsa sensación de contribución: El mundo digital ha favorecido la pereza social bajo el “activismo simbólico”. Compartir un hashtag, dar “me gusta” a una causa o firmar una petición online produce una satisfacción moral momentánea, pero no implica una acción real. Este fenómeno, conocido como slacktivism o activismo perezoso, permite a los individuos sentir que están “haciendo algo” sin alterar su rutina. Aunque la visibilidad de ciertas causas puede beneficiarse de estas acciones simbólicas, también existe el riesgo de que sustituyan el compromiso profundo por un gesto superficial. Cuando muchos creen que con un clic basta, la movilización auténtica se debilita. Pero nuestra especie - y otras sociales - encuentran mejores formas de cooperación que revierten este efecto.
Reconocimiento, pertenencia y compromiso
Para evitar el efecto Ringelmann, para empezar, los grupos necesitan estructura, roles y reconocimiento individual. Lo experimentó de hecho Köhler pocos años después: conocido como el anti-Ringelmann, este efecto describe cómo los individuos menos competentes o físicamente más débiles aumentan su esfuerzo al trabajar en grupo, especialmente cuando perciben que su bajo rendimiento podría perjudicar al conjunto. Lejos de escaquearse, se motivan por no ser el “eslabón débil”, en una comparación social ascendente que busca la conformidad a través de un compromiso emocional. Esto los lleva a rendir por encima de su nivel habitual. Este efecto se refuerza cuando el grupo tiene objetivos comunes claros, existe cierta presión social positiva y se percibe la aportación individual como relevante. De hecho, esa atención social al individuo es la que funciona como principal mecanismo de prima. Por ejemplo, junto a la retribución dineraria, el factor más determinante de la satisfacción laboral es probablemente el reconocimiento, incluso por encima de lo gratificante o estimulante que resulte el trabajo en sí.
La fórmula de supervisión que mejor funciona no suele ser coercitiva sino centrada en la recompensa. Frecuentemente las zanahorias ganan a los palos. La atención del colectivo gana más cuando se enfoca no tanto en vigilar y fiscalizar a cada individuo para que al menos aporte lo convenido, sino para estimular en él un afán por hacer significativa su aportación. Pero no tanto por destacar sino por que nuestra participación tenga sentido e identidad dentro del colectivo. En el fondo es la otra cara del sesgo de conformidad: solemos ajustar nuestro nivel de esfuerzo al que percibimos en los demás.
Entonces el efecto Ringelmann se revierte, y emergen capacidades colectivas que no se explican desde la individualidad. Surge el excedente por encima de la suma de las contribuciones en solitario. Así lo hacen, por ejemplo, las hormigas, que construyen estructuras colectivas como balsas, vivacs y puentes que sufren el efecto Ringelmann y que lo mitigan precisamente aprovechando el efecto red: al sumar más individuos se establecen exponencialmente más vínculos que “curan” estas debilidades.
La experiencia de participar de una acción colectiva más exitosa que la que habríamos generado con nuestra propias fuerzas genera un sentimiento de pertenencia que puede hacer innecesario el reconocimiento explícito del resto del grupo. Ahí es donde surge el compromiso colectivo. La militancia. Ahí es donde el discurso más colectivista y favorable a la iniciativa pública gana fuerza.
No me resisto a rescatar aquel pequeño relato que hace mucho dejé caer por estas cartas hablando sobre cooperación y competencia, a propósito del burro Ceferino:
Cuentan la historia del burro Ceferino, al que su dueño trataba de vender. Para probar su valía ante la mirada inquisitiva de un interesado comprador, su dueño le puso a tirar de un carro, mientras le gritaba:
- ¡Vamos, Ceferino! ¡Vamos, Rucio! ¡Venga, Parche!
Extrañado, el posible comprador volvió a preguntar:
- ¿Pero no me había dicho que se llamaba Ceferino?.
- Así es - le respondió - lo que no le había dicho es que Ceferino es ciego. Y cuando oye los nombres de sus antiguos compañeros y cree que le acompañan tirando de la carga es capaz de sacar esta fuerza tremenda.
Tan tierna como reveladora, esta fábula ofrece un contrapunto luminoso al fenómeno de la pereza social y del efecto Ringelmann. Ceferino, ciego y aparentemente limitado, demostraba una fuerza sorprendente cuando oía los nombres de sus antiguos compañeros. Su dueño sabía que, al hacerle creer que no tiraba solo, despertaba en él una energía latente. La presencia simbólica del grupo al que Ceferino sentía pertenecer desde su individualidad tenía un efecto real y cuantificable en su comportamiento. En este sentido, la fuerza del grupo no siempre inhibe: también puede espolear.
Cuando las tareas están bien delimitadas, los roles son claros y el grupo genera un clima de reconocimiento mutuo, la presencia del otro no diluye la responsabilidad, sino que la potencia. Uno quiere estar a la altura del equipo, aportar su parte, no defraudar. El grupo deja de ser una masa amorfa y se convierte en una red de expectativas y aliento compartido. Y esto, evidentemente, funciona mejor cuando los equipos mantienen estructuras pequeñas, de tribu, donde el compromiso a aportar y no defraudar se cimenta en vínculos interpersonales.
Más que huir del grupo o perseguirlo a toda costa, acaso debamos velar por que la cooperación se estructure, y se articule en ella un reconocimiento que estimule el compromiso basado en la pertenencia significativa. Cuando los valores compartidos premian el compromiso, la autonomía y la colaboración sincera, los comportamientos evasivos tienden a disminuir. Valores que deben perpetuarse como una red de ejemplos cotidianos y no como una mera lista de palabras en un documento de cultura organizativa. Si el ejemplo dominante es el de “tirar del carro” aun cuando nadie mira, ese gesto se convierte en una norma silenciosa que otros imitan.
Vivimos en una época en la que lo colectivo ha adquirido un protagonismo indiscutible: trabajamos en equipo, decidimos en comunidad, compartimos espacios físicos y virtuales con miles de personas. Y, sin embargo, esa misma densidad humana puede conducirnos a una paradoja inquietante: cuanto más grande es el grupo, más fácil es desaparecer en él. El riesgo no está en la cooperación en sí, sino en la forma en que diluimos nuestra responsabilidad creyendo que hay otros mejor preparados, más disponibles o simplemente más obligados. Así, el ideal de compartir se deforma en la práctica del desentenderse.
Pero la historia de Ceferino y la experiencia cotidiana de quienes lideran desde el ejemplo nos recuerdan algo crucial: no todo está perdido en el magma colectivo. A veces, basta con que una persona tire de la cuerda con convicción - ejerza un liderazgo - para que otros se animen. Los comportamientos se contagian, para bien o para mal, y una chispa de compromiso puede prender una cadena de responsabilidad.
En este sentido, sin ingenuidades, asumir una carga puede ser un acto de afirmación. En espacios en los que tantos esperan que alguien más se encargue, levantar la mano y decir “yo lo hago” es casi revolucionario. No por vanidad ni por heroísmo, sino por interés en disparar la creación de círculos virtuosos, que reviertan el efecto Ringelmann que suele erosionarlos hacia círculos viciosos. De ahí esa llamada que suelen atribuirle a Gandhi:
Sé el cambio que quieres ver en el mundo
Quizá no podamos cambiar de inmediato las dinámicas sociales que invitan a la pasividad, pero sí podemos cambiar nuestra forma de estar en ellas. Podemos dejar de mirar la cuerda, esperar que se tense por arte de magia, y decidir empuñarla. Aunque tiremos poco, aunque tiremos solos —o creamos que tiramos solos—, ese gesto tiene un eco. Porque en el fondo, como Ceferino, todos respondemos a la voz de los que creemos que aún siguen tirando con nosotros.
Gracias por leerme.
Precioso, Javier. Me gusta mucho cómo le has dado un giro final positivo a la carta, tras analizar el tema del compromiso y el esfuerzo colectivo desde varios ángulos. Un análisis muy bueno, profundo y neutral, que da para pensar. Muchas gracias!
Hola Javier
Como siempre maravilloso y lleno de aprendizajes. Como sabes soy seguidor de Asimov, quien en uno de sus libros sobre la Fundación imaginaba un mundo (Solaris, creo) en el que predominaba el individualismo más absoluto.
Evidentemente que no llegaremos hasta esos extremos porque sería una desnaturalización de nuestra biología. Pero sí opino que la marcha hacia el individualismo (tendencia que viene ya desde el siglo XX y aún diría que antes) se ha acentuado en este XXI. No sé si, a la hora de la verdad (en una crisis, en un proyecto colectivo importante), los mecanismos culturales o psicológicos que mencionas nos son innatos y casi imborrables, o la impronta solipsista con la que nos marcan las redes sociales pueden llegar, si no a destruirlos, sí a erosionarlos.
Con una cosa sí me quedo: aprovechando el eco de la muerte de José Mujica, qué bien nos hemos sentido todos elogiando a un personaje maravilloso pero cuyo ejemplo no somos capaces de seguir. Nuestros mecanismos de autoconfort siguen ahí.
Gracias por escribir