Decía Voltaire que si uno quiere aburrir a la gente, lo que debe hacer es contarlo todo de sí mismo. Y todo, todo, no voy a contarlo. Pero no se me ha ocurrido mejor manera de estrenar este medio que compartiendo la andadura que me ha traído hasta aquí.
De niño siempre cacharreé por casa con los aparatos de mi padre, y me entretuve absorto mirando sus reparaciones caseras. Mi memoria juguetea aún con su caja de herramientas abarrotada y el misterioso polímetro que se había pagado con el dinero del viaje fin de carrera que no pudo hacer por la mili. También mis recuerdos siguen trasteando con las teclas y los leds de aquel procesador en un maletín que usaba para impartir sus clases de electrónica y que hacían la delicia de mi imaginación. Allá donde una pantalla o un teclado se dejaban ver corría yo a pulsarlos jugando con ellos, aun cuando estuvieran apagados. En la Expo del 92 en Sevilla recuerdo saltar de pabellón en pabellón admirado por las proezas humanas que se exponían a través de todo tipo de medios audiovisuales e interactivos. Yo también quería algún día contribuir con mi granito al conocimiento humano. Y si había botones de por medio, tanto mejor.
Pero junto a las teclas, en mis recuerdos también hay viejos mapas, y estanterías repletas de miles de libros desgastados, de un ocre antediluviano que puede masticarse al leer entre sus letras. Buceo rememorando y me encuentro atento y ávido escuchando con perpleja atención las historias de mi abuelo, que era capaz de hilar las hazañas más grandes con las anécdotas más curiosas, expandiendo las hebras ramificadas e interconectadas de las humanidades y transmitiendo que la historia y las historias eran la auténtica pasión que movía su vocación periodística. Solo con los años creo que he sabido comprender que una de las cosas más importantes que mi familia y mi entorno alimentaron en mí fue esta curiosidad insaciable que aspira a la totalidad. Lo mejor de las anécdotas es a qué atalayas nos elevan.
En los últimos años del colegio pude comenzar a encandilarme con ese saber totalizador de la mano de la filosofía en la que los claretianos me introdujeron. Tanto que, cuando, siguiendo la andadura de mi padre, opté por estudiar la Ingeniería de Telecomunicaciones en la Universidad Politécnica de Madrid, nunca descansé satisfecho entre la frialdad del cálculo de ondas electromagnéticas, los circuitos resonantes, y la programación orientada a objetos. Me sentía un ingeniero de letras, como nos confesábamos unos pocos compañeros, híbridos insatisfechos.
Por eso, más allá de asomarme con entusiasmo a las asignaturas más heterodoxas del plan de estudios, mi inquietud sobrepasó las paredes de la Escuela. Ahondando en viejas tentaciones, más de una vez, antes de terminar la carrera, acabé saltándome alguna que otra clase para cruzar el Paraninfo del Campus de la Universidad Complutense y colarme en las clases de la Facultad de Filosofía que se encontraba en frente y que degusté con entusiasmo. Trataba de apurar las últimas asignaturas de la ingeniería mientras devoraba en el metro mis lecturas de Nietzsche, Camus, Ortega y Aristóteles. Antes de finalizar todas mis asignaturas y con el Proyecto Fin de Carrera todavía en progreso, comencé a cursar por simultaneidad de estudios la carrera de Filosofía por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Hice a tiro de Internet buenos amigos. Cofundé la asociación Arjaí para el fomento de la filosofía, y creamos espacios como el foro (filosofiauned.es) y el blog (arjai.es) que miles de usuarios hoy siguen aprovechando. Me licencié, pero seguí apilando libros en esa torre de pendientes que nunca decrece.
Aunque al acabar la ingeniería me tentaron con hacer el doctorado en la Escuela, pragmáticamente opté por aventurarme en el mundo de la empresa en el que, tras un breve paso por el ámbito de la consultoría, he desarrollado mi carrera profesional trabajando en el sector de la integración de redes de comunicaciones, manteniendo viva mi conexión con la innovación tecnológica. No obstante, rechazar la oportunidad del doctorado a tiempo completo no me dejó indemne. La curiosidad siguió azuzándome y por eso, me embarqué en el largo viaje del doctorado en Economía, bajo un programa multidisciplinar sobre política de las telecomunicaciones y desarrollo de la Sociedad de la Información. Más allá de los cálculos econométricos de rigor, por fin pude sentarme a escribir la tesis que yo quería escribir. Y fue sobre “La inevitabilidad histórica de la Sociedad de la Información”. El libro llegará pronto.
Conciliar la vida profesional, la familiar y las inquietudes no es tarea fácil. Soy un privilegiado que ha tenido la suerte de contar con una familia increíble y unos amigos envidiables que me han ayudado a llegar donde estoy. Aun así, la única forma posible ha tenido que ver, como decía mi abuelo citando a Marañón, con ser trapero del tiempo, arañando ratos bajo las piedras, en el conticinio de la noche, leyendo, escudriñando y deliberando sobre muy diversos temas. Y sigo inquieto. Y así llego, aquí, con muchas ganas de seguir encaramándome a nuevas atalayas.
Hay un libro muy divertido, Los años extraordinarios, en los que cuenta el protagonista que en su pueblo a los que se dedicaban a las ciencias les obligaban a estudiar música para que su espíritu no se volviera oscuro del todo... (más o menos eso decía). A ti no hace falta que te obliguen a nada, ya por tu cuenta te metes en todas partes y si es donde no te llaman, mejor. Un saludo, Javier.
Un placer tenerte por aquí, y muchas ganas de empezar a leer mucho de lo que tienes que contar.