Era algo tarde, casi de noche, pero había bastante luz, acaso algo deslumbrante. Sobre aquellas escalinatas se movían muchas caras conocidas. Todo flotaba con su rumor batiente como formando parte de un viejo sueño. El aire parecía algo irreal, una atmósfera cálida entre las manos temblorosas de un niño. Como si el tiempo y el espacio se hubieran doblado para reunir en un solo lugar a seres muy queridos y a personas a las que, aunque había admirado y respetado durante años, nunca antes había visto en persona. Había sonrisas por todas partes, miradas de complicidad y una calidez que me envolvía. Ese ambiente era como una corriente suave, casi palpable, que me daba la bienvenida y me sostenía.
Arrancaron con unas palabras sonrojantes, que me ardían un tanto bajo el pecho, sin que ese ardor fuera otra cosa que una satisfacción algo vergonzosa ante esa decorada descripción de mi camino hasta allí. Palabras que encomiaron mi empeño y esfuerzo, mi perseverancia y, sobre todo, el amor que me ha rodeado para hacerlo posible y que yo he intentado poner en cada paso de este recorrido, buscando siempre asomarme a curiosidades que me permitan otear desde nuevas atalayas, buscando acercar el conocimiento a quienes quieren entender el mundo y darle sentido. Al menos un sentido. En constante reconstrucción.
Entonces me lancé al micrófono, apartando la hoja que llevaba. El salto me pareció natural, estando en familia. Y noté desde el comienzo cómo la gente asentía, cómo en sus miradas se reflejaba esa conexión intangible que se da cuando compartimos ideas que nos tocan a todos, y cómo sonreían, sorprendentemente atentos a cada una de las palabras que, momentos atrás, había pensado que les podrían haber resultado densas y atragantantes. Quizá mi recuerdo de aquel ensueño ya ha empezado a emborronar dulcificador algún bostezo, alguna mirada perdida. Permítanme ignorarlo un poco. En un instante, doblé la hoja, anoté cuatro palabras. Y muy pronto sin regresar la vista a lo anotado, las palabras volvían a saltar solas, con esa claridad inesperada que aparece cuando sientes que te escuchan de cerca.
Hablamos de esa lucha esencial y silenciosa entre la vida, que se sostiene sobre la información, y el desafío constante de la entropía, esa fuerza que parece destinada a desbaratarlo todo. Desde corromper las estructuras más elementales hasta deshacer nuestras aspiraciones más íntimas condenadas al fracaso final. Reflexionamos sobre cómo la vida, desde sus inicios, se ha esforzado por extraer orden del caos, por codificar sus patrones en información, por aprender y evolucionar atesorándola. Con la convicción irresistible de ser, al final del todo, una causa perdida. Y a pesar de todo, perseverar transmitiendo esa información, aumentando su intercambio para la cooperación y supervivencia, el modo más efectivo que conocemos para superar colectivamente los obstáculos, construyendo vínculos invisibles que nos entretejen con palabras. Pronunciadas, escritas, tecleadas.
Se me encendía el estómago cuando compartía alguna de las historias que más me habían fascinado. Y que había resultado irresistible introducir entre las páginas hasta engordar el resultado. Como por ejemplo hablando de la tecnología como información fuera del cuerpo, como idea planificada y plasmada en la materia; o de algo tan denostado por asociarse a nuestra codicia o a nuestro frívolo apego material como el vil dinero, que estamos condenados a dejar atrás cuando la entropía finalmente venza. Porque el sayal de muerto no tiene bolsillos, que repetía mi abuela. Pero ese dinero no es, en esa historia genealógica tan fascinante, sino esa forma primigenia de codificar favores y obligaciones. Compromisos de alguna forma labrados en la materia para hacer perdurables nuestros acuerdos y relaciones. Una idea simple, pero poderosa, que permitió una forma de intercambio más duradera y expansiva. Una expresión de las más longevas de esa capacidad tan nuestra de orquestar aspiraciones colectivas, de organizarnos para lograr lo que ningún individuo podría hacer solo. Tecnología en mano. De piedra, de fuego, de información.
Pero no nos detuvimos ahí. Hablamos también de nuestra necesidad de construir relatos compartidos, historias al calor del fuego que cocina los alimentos para liberar la energía que requieren nuestros demandantes cerebros pero que también alarga poderosamente las horas del día. Las horas para compartir. Un calor a cuya sombra se proyectan narraciones que buscamos nos otorguen legitimidad y dirección, que den sentido a nuestros esfuerzos. De persuadir voluntades y crear misión colectiva, conexión intergeneracional con la tribu. Y, al mismo tiempo, de la capacidad de disidencia, de cuestionar esos relatos, de proponer otros nuevos que contrarresten, que corrijan, que contrapesen. Porque, al final, como en el dilema de Babel, buscamos tanto la pertenencia como la libertad, el arraigo en un proyecto común y la capacidad de pensar por cuenta propia. Saltando entre tradiciones y revoluciones. Sociales, religiosas, científicas, ideológicas, políticas. Comunidad y pensamiento crítico.
Fue inevitable asomarnos al futuro, divergente y convergente, utópico y distópico. Un futuro en el que, con la tecnología en la boca, nuestras vidas se alarguen, nuestras enfermedades se erradiquen, nuestras capacidades mejoren; y en el que, al mismo tiempo, nuestros círculos más íntimos se vean vulnerados, nuestras emociones más paleolíticas se vean hackeadas, nuestras conciencias sean de nuevo adoctrinadas. Un futuro en el que sintamos que progresar es deseable pero que siempre nos hace dejarnos algo en el camino. Como un Ícaro perdiendo plumas mientras alza el vuelo. Algo que va desdibujando el horizonte hasta estremecernos y generar extrañeza en quienes, contemporáneos en el hoy, empezamos a no sentirnos ya cómodos con un mundo al que cada vez perteneceremos menos.
Al terminar, entre algunas risas, se alzaron manos inquietas, agradecidas, que regaron con cariño y elogios exagerados nuevas reflexiones y preguntas, más retóricas que respondibles. Paladeamos unas pocas, sirviéndome para empezar ya, con nombres propios, a transmitir mi profundo agradecimiento a quienes me inspiraron y me entusiasmaron con su pasión, a quienes sembraron un camino del que luego he ido recolectando oportunamente, para pasar a quienes, en aquella misma sala en escalinata, todavía me inspiran, quieren y acompañan. Incluidos los que por unos motivos u otros, estaban ausentes. Fue imposible nombrarlos a todos.
Mientras la gente aplaudía, demasiado tiempo incluso, me di cuenta de que aquello había sido más que la simple presentación del libro que siempre quise encontrar en una librería, en una perdida y polvorienta biblioteca. Había sido un encuentro de ideas y aspiraciones entorno a aquel tocho de papeles como excusa y aquel intercambio de mucho más que palabras. Solo cuando, al bajar, la gente se me acercó, libro en mano al acecho de una dedicatoria, agradeciendo la oportunidad y el rato compartido, caí en la cuenta de que, en realidad, aquel pequeño homenaje me había dado la oportunidad de tocar a esa gente querida y agradecida con los esfuerzos y las horas del conticinio que durante años había ido inyectando en aquellas palabras escritas. Fue entonces cuando comprendí que esa sala llena de un centenar de miradas amigas, de personas queridas y de desconocidos admirados, no era un sueño. Era la vida, y estaba ahí, junto a ellos, compartiéndola, en el bello momento de presentar mi primer libro.
Gracias por leerme.
El placer fue nuestro, fue un chute de los buenos... de magníficas reflexiones.
Enhorabuena mozo, me alegro de que lo disfrutaras ;)