23 de agosto de 1939
"Hoy he sido la sombra de Mólotov, el eco de sus palabras en un idioma que nunca será nuestro, pero que hoy, por necesidad, hemos transitado de mi mano. Me seleccionó personalmente tras notar mi habilidad para captar las sutilezas de los idiomas y mi comprensión de las complejidades ideológicas y estratégicas que nos conciernen. Años de estudio y una intuición por la política que va más allá del diccionario me han traído a este momento crucial. Y he tenido que ir más allá de la interpretación.
En la sala, Ribbentrop se ha mantenido firme, con su rostro pétreo como un busto de mármol, mientras Mólotov respondía con esa calma glacial que siempre oculta más de lo que revela, como un monolito frío que no concedía ni una mueca. Sus discursos parecían tensar un puente imposible entre dos mundos, algo incómodo por haber tenido que desplazarse hasta Moscú, pero allí estaba yo, sosteniéndolo con las palabras justas. Ellos tenían la tecnología, nosotros la movilización proletaria. Era necesario converger.
No ha sido nada fácil. Después de discursos contrapuestos, Stalin ha cambiado de estrategia. Tras los Acuerdos de Múnich y la traición a Checoslovaquia del año pasado, ha quedado claro que Gran Bretaña y Francia no son aliados confiables. Su intento por apaciguar a los alemanes sólo ha mostrado su debilidad frente al poderío nazi lo que ha convencido al Kremlin de que el único camino pragmático es un acercamiento al Reich. Pero conciliar con Hitler requería más que pragmatismo; requería una narrativa que nos hiciera mutuamente indispensables.
Por eso me he visto obligado a intervenir, tomándome algunas licencias en la traducción para que la revolución pueda triunfar, sabedor además de que el compromiso declarado de los ingleses de defender Polonia de todo ataque ha abierto las mentes incluso de los nazis más anticomunistas. Yo he agilizado y fluidificado el discurso. Donde Ribbentrop ha mencionado la “pureza del pueblo”, yo he traducido la “fuerza de los pueblos”. Donde Mólotov ha expresado “recelo”, yo he hablado de “cautela estratégica”. A base de matices en las palabras hemos ido construyendo un vínculo más sólido.
Por eso, aprovechando un rodeo dialéctico de Ribbentrop, he facilitado que la conversación entre ambos fluyera hasta los Volks, esos pueblos como fuerzas vivas del progreso histórico, una idea que sabía que resonaría a ambos lados de la mesa. Muy pronto han discurrido su conversación mientras yo la atornillaba hacia el “peso inexorable de la historia”, hacia un destino común: la superación del caos capitalista, disgregador y usurero. Mólotov apenas ha tenido que añadir nada; Ribbentrop ha parecido persuadido con el filtro de mi traducción, que ha convertido las ideas de un potencial rival en las de un camarada. Era preciso no limitarnos a un mero pacto de no agresión, a un mero acuerdo comercial.
El desastre de España no podía volver a repetirse. Hemos estado tres años pulsando nuestras fuerzas allí ofreciendo nuestra ayuda a bandos enfrentados. Como si ensayáramos a pequeña escala un futuro enfrentamiento mayor. Pero eso causaría el colapso mutuo. La victoria franquista de hace apenas unos meses no puede dar alas a la corriente anticomunista del Reich. Porque la lección española nos ha mostrado que la igualada tensión de aquella contienda oculta una verdad: si en lugar de enfrentar nuestras fuerzas las sumamos ordenadamente, nada podrá detenernos.
Esa determinación la he visto cuando Ribbentrop ha sacado el mapa que estábamos esperando y, en un rincón del despacho, lejos de las cámaras, ha acabado firmando con Mólotov un documento adicional sobre el que hemos jurado guardar silencio: el Protocolo Secreto. En sus líneas, han dibujado como arquitectos los futuros límites de un nuevo orden para Europa. Polonia será dividida entre el Reich y la Unión Soviética, Finlandia y los estados bálticos quedarán bajo nuestro control, y Besarabia, ese fragmento codiciado de Rumanía, será absorbido por nuestra frontera. Creo que Ribbentrop traía instrucciones directas de Hitler, que Mólotov apenas ha corregido, lo que revelaba la aquiescencia de Stalin que se ha acercado al final para blindarla con su firma. Y, al salir, después, han llegado las fotos.
Así que en ese tramo final no he pronunciado una palabra, pero he sabido lo que significaba. Cada territorio identificado será un golpe certero para los que, en el pasado, osaron subestimarnos. No seremos meros aliados de conveniencia: seremos arquitectos de ese nuevo mapa, de una historia que se escribirá con tinta y acero. Hoy no hemos firmado un pacto de confianza, sino un pacto para la historia. Y yo, como traductor, he sido su instrumento. Mólotov nunca lo admitirá, pero sé que lo sabe. Esta alianza quizá pueda parecer a algunos que no es natural. Pero es necesaria. Y en la necesidad radica nuestra fuerza."
14 de abril de 1941
"Hace casi dos años de aquel acuerdo en Moscú, y la guerra con el capitalismo depredador y opresor se hizo inevitable, aunque nosotros de momento hemos guardado posiciones. Sin embargo, me encuentro viendo el amanecer convencido de que ha llegado nuestra hora.
Ayer, en un pequeño salón donde la formalidad parecía ahogar el aire, entre té y vodka, hallamos un equilibrio prometedor. Aunque para muchos Japón, el país del sol naciente, es nuestro enemigo natural, hemos logrado firmar un pacto que sorprende por su sensatez, pero también por su audacia. Nuestro conflicto en torno a la guerra civil china y las pretensiones en Manchuria y Mongolia lo complicaban todo. Pero no era la primera vez que habíamos sobrevivido a un escenario semejante.
Cuando la conversación de estos días parecía descarrilar, he recordado nuestro viejo y frágil acuerdo con Mussolini, tan estrechamente vinculado a Berlín, que también vivió especiales tensiones durante nuestro enfrentamiento cruzado en la guerra civil española. Una vez acabada, supimos retomar las relaciones comerciales, pero hizo falta más para que no se rompiera. Y tuve que remacharlo el pasado enero: Anthony Eden, el ministro de Asuntos Exteriores británico, visitó Turquía con la intención de atraer a los turcos al lado aliado. Estoy convencido de que sus conversaciones buscaban explícitamente abrirnos un frente en Crimea, para debilitar nuestra colaboración con el Reich. Así que influí en la traducción para que Mólotov interpretase bien el peligro que esta alianza podría representar para los intereses soviéticos en el Mar Negro. Durante las conversaciones posteriores con el embajador italiano Augusto Rosso, insistí traduciendo a Mólotov en que este movimiento británico era un preludio a una invasión de Crimea que provocaría un severo desabastecimiento para Italia. Así volvimos a salvar el acuerdo con los italianos para desbaratar cualquier amenaza de los capitalistas. Aunque Mussolini renegara de su pasado socialista, el hombre que soñaba con un pueblo fuerte, unido bajo una voluntad común, no podía ignorar nuestras raíces e interdependencias frente a los turcos.
Pero con Japón la distancia cultural e ideológica era todavía más complicada, y en estos días he tenido que emplearme aún más a fondo. Rememorando el episodio con los italianos, en algún instante me ha asaltado su viejo dicho: “traduttore, traditore”. Pero como intérprete diplomático no me siento un traidor. Si traiciono algo es la desidia de los pusilánimes, la mirada cortoplacista de los capitalistas, la torpeza de los pequeñoburgueses, la diplomacia de los holgazanes y poco visionarios. Una traición, en el fondo, a la discordia burguesa que nos disocia, a la fragmentación libertina que nos debilita, al egoísmo individualista. Sólo una revolución ordenada bajo el partido salvará al pueblo. Mis palabras no son traición, son construcción. Relleno los olvidos y las entonaciones ambiguas para salvar a la revolución, a la causa socialista, a nuestra madre Patria, de sus peones humanos.
Al fin y al cabo el pacto del 39 con Ribbentrop parece haber dado sus frutos: desde entonces, los intercambios comerciales entre la URSS y el Reich han florecido. Nos llamaron muy pronto “comunazis”, y la revista Time dijo que el hitlerismo era comunismo pardo y que el estalinismo era fascismo rojo. Pero lo cierto es que nuestro grano alimenta a sus soldados y su maquinaria puebla nuestras fábricas. Gracias a ello, nuestras locomotoras cruzan Siberia con una eficiencia jamás vista, y nuestras fábricas producen los tanques que garantizan nuestra seguridad. Mientras tanto, el Reich se abastece de petróleo y materias primas que sostienen el combate contra los capitalistas que está ganando. ¿Es esto traición? No, es una alianza que ha transformado nuestras debilidades en una fuerza común cuyos ejércitos han desfilado juntos.
Sin embargo, el reto de Japón era desafiante. Nos los atrajimos a Moscú, pero el té no iba a bastar para limpiar los años de guerra abierta aunque no declarada que llevaban enfrentándonos. La desconfianza era tangible: nuestros delegados no olvidaban las escaramuzas en Manchuria, ni los nipones querían olvidar nuestra sombra sobre Mongolia. Pero aquí radica la virtud de este acuerdo: naciendo como un pacto pragmático, irá diluyendo la brecha ideológica. Ambas naciones, con Mólotov y Matsuoka al frente de la negociación, han entendido que el conflicto desgasta, que los verdaderos enemigos del pueblo están al otro lado de los océanos.
Nuevamente, he sido cuidadoso con las palabras, moldeándolas para calmar susceptibilidades. Donde los japoneses expresaron “autonomía imperial”, traduje “respeto mutuo por las esferas de influencia”. Donde los nuestros hablaron de “garantías de no agresión”, añadí “compromiso compartido por la estabilidad regional”. Hasta la rúbrica ha vuelto a acudir Stalin, y ha vuelto a plasmarse la foto de rigor.
En la sobremesa del acuerdo, las conversaciones pronto han derivado hacia el futuro de este pacto para apaciguar el enfrentamiento entre los comunistas chinos de Mao y el Kuomintang, velando por la estabilidad de Asia, acaso en esferas de influencia como hicimos con Polonia. Estoy convencido de que, bajo la lógica de este pacto, convenceremos a Mao y a Tokio de converger en una China pacificada y productiva. Así, podremos aprovechar este acuerdo para terminar con una guerra civil irresoluble y concentrar los esfuerzos en reconstruir las regiones devastadas en un nuevo equilibrio.
De momento, hoy podemos decir que se han consolidado nuestras fuerzas sobre un prometedor pacto, asegurando que Japón garantice su flanco norte mientras concentra su mirada en el Pacífico. Mientras que nosotros, protegidos en nuestras fronteras, seremos capaces de llevar la revolución adelante y extenderla por el mundo. Este pacto completa el de Ribbentrop del 39. He logrado formar parte esencial de esta historia que ha hilado a Berlín, Roma y Tokio con Moscú. El futuro de este eje es prometedor. Es nuestra hora.”
4 de octubre de 1945
"Hoy se ha declarado el final de la guerra.
Europa y Asia están unificadas. La alianza que tejimos ha resultado imbatible.
La interpretación, cuidadosamente calculada, que hicimos en el 41 de que los aliados podrían intentar un desembarco en Italia, intensificaron nuestra colaboración en el intercambio de industrias y materiales, unificando aún más nuestra alianza estratégica. Nuestra advertencia sobre una invasión anglo-turca hizo que Italia redoblara sus esfuerzos defensivos en el Mediterráneo, lo que evitó cualquier intento de desembarco aliado en sus costas. Gracias a nuestros convoyes conjuntos, las costas mediterráneas quedaron protegidas, y los suministros fluyeron hacia África. Esto permitió que Rommel, fortalecido y abastecido, destrozara a Montgomery en El Alamein, haciéndose con el canal de Suez, esclerotizando a los británicos. En África, al poco tiempo, la resistencia aliada se derrumbó.
Pero el intervencionismo americano nos hizo reaccionar y entrar frontalmente en guerra. Cada nuevo intento de intervención en Europa fue recurrentemente aplastado por nuestros números: nuestras tropas, organizadas y en cantidades inmensas, no tenían rival. La disciplina y el compromiso de nuestros camaradas con la revolución nos permitió enviar hombres al frente con una determinación que el mundo jamás vio. Ninguna propaganda podrá ocultar eso. Nosotros acabamos con la guerra. Ni siquiera pudieron con aquel fracaso estrepitoso que intentaron en Normandía y que detectamos a tiempo.
Era la última aspiración que tenía Roosevelt, que durante años mantuvo la ilusión de que América podría salvar a Europa, aunque prometiera de inicio no intervenir en aquellas elecciones del 40. Pero después de aquel descalabro fue derrotado en las urnas. La financiación que los nazis habían enviado clandestinamente para promover la política aislacionista “America First” en ciertos sectores dio sus frutos. El pueblo estadounidense dejó claro en el 44 que la guerra en el otro lado del Atlántico no les concernía. Con la caída de su liderazgo intervencionista, cualquier posibilidad de apoyo significativo a los aliados desapareció. El aislamiento estadounidense selló su destino, y su alistamiento quedó congelado, dejando a Gran Bretaña sola frente a nuestra maquinaria combinada. Al tiempo, Londres finalmente no tuvo más remedio que rendirse.
Muchos no apostaban por nosotros. Hablaban de diferencias ideológicas irreconciliables. De ansia expansionista que entraría en conflicto. Sin embargo, hemos podido ver cómo el discurso anticomunista y antieslavo del Reich, tan abrasivo y destructivo al comienzo, se fue diluyendo. El pacto Anti-comintern del 37 cedió ante la fuerza de los acontecimientos, y Berlín, Tokio y Roma lo enterraron con nuestras prebendas más estratégicas de grano, gas y petróleo. Gracias en buena medida a mi empeño, se forjó una alianza que nos convirtió en un eje de camaradas. Sus fábricas, al comienzo, trabajaron con nuestros recursos, y nuestras granjas alimentaron a sus soldados. Pero el pacto nos permitió obtener tiempo y tecnología para industrializarnos, equilibrando poderes. Nuestros trenes hoy mueven más acero, nuestros tanques se ensamblan más rápido.
Nos despreciaron y subestimaron al principio; pero la interdependencia de nuestra potencia fue esencial. Las absurdas teorías nazis del Lebensraum que les empujaba a invadirnos hacia el este para buscar su espacio vital encontraron un límite práctico: necesitaban nuestras manos y nuestra riqueza tanto como nosotros necesitábamos su tecnología. Incluso Japón encontró su espacio repartiendo con nosotros su influencia en Asia. Logramos expandir nuestras fronteras en esferas estratégicas, como hiciéramos con la Europa del Este, liberando a los pueblos colonizados por los capitalistas, de Siria a la India, de Mongolia a Punjab. Y mientras dependimos unos de nosotros, nos mantuvimos mutuamente sellados, como en aquel tratado con Japón.
Por eso, hoy, la neutralidad estadounidense ha sido sellada con un nuevo tratado humillante. El océano ha salvado a los americanos, pero también los ha condenado al aislamiento. La guerra por fin ha terminado y es tiempo para prosperar. Berlín, Roma, Moscú y Tokio han transformado el mundo euroasiático, con Rusia a la cabeza, en un sistema único, donde cada engranaje cumple su función. En las escuelas de Berlín, los niños aprenden ruso; en Tokio, los estudiantes dominan los caracteres cirílicos; en Moscú, los nuestros recitan a Schiller y Goethe, mientras ansían un plato de pasta italiana aderezada con shushi. Italia se disputa como lugar preferido para el veraneo de alemanes y rusos, que visitan las ruinas romanas rememorando aquel imperio que duró mil años, pensando en el que hemos construido nosotros y que durará otros mil. Lejos de esta diversidad folklórica, nos une la cimentación de un nuevo orden. Un orden garantizado por el partido del pueblo que gobierna de Berlín hasta Tokio, con su epicentro en Moscú.
Todo el espectro euroasiático admira nuestra obra, y muchos americanos la envidian. El reparto de China con Japón fue efectivo, con Tokio controlando las regiones costeras y nosotros asegurando el interior. Del continente africano se encargaron los nazis con objetivos civilizatorios. Las antiguas colonias europeas cayeron sin resistencia, y tanto el Pacífico como el Atlántico ahora son una extensión de nuestras rutas conjuntas. No hay odio, solo emancipación. He visto con mis propios ojos lo que se ha logrado: un mundo que ya no conoce la anarquía de las demagogias ni los abusos de los capitalistas usureros. Por fin se acabó la lucha de clases bajo este régimen. El pueblo es libre, el valor de su trabajo lo alimenta, y por fin somos un solo pueblo. Así soñábamos este orden desde que lo pergeñamos junto a Ribbentrop en Moscú."
22 de junio de 1941
"Releo las notas de este diario y siento un amargo escozor. Han pasado apenas dos meses desde que escribí en él por última vez. Y todo ha cambiado.
Las anotaciones fechadas hasta ayer eran ciertas. Se habían consumado. Pero la anterior fue fruto de mi excesivo optimismo. Fue tras aquel amanecer de abril cuando dejé volar mi imaginación entusiasmado con los pactos obtenidos en la comitiva de Mólotov con los nipones, y quise proyectarlos hacia el futuro. Aquella mañana no me parecieron ensoñaciones. Me había esmerado tanto en que cada palabra traducida sirviera para moldear y construir ese futuro y convertirlo en hechos, que no podía menos que pensar que la historia estaba de nuestra parte.
Sin embargo, hoy he conocido que las tropas de Hitler han cruzado sorpresivamente nuestras fronteras. En un vertiginoso ataque que nos ha pillado desprevenidos. Ahora entiendo por qué interrumpió las conversaciones hace unos meses para sumarnos al acuerdo de las potencias del Eje. Ya estaba planificando esta invasión. Las operaciones internas nos imposibilitarán una reacción rápida, y habrá que retirarse tratando de que llegue el invierno y nos permita enfrentar y acabar doblegando a Hitler, como una vez lo hicimos con Napoleón. Pero mientras tanto habrá sufrimiento y sangre, mucha. Y habremos de ver cómo los tanques nazis que hemos ayudado a construir avanzan sobre nuestras praderas rumbo a la región de Ucrania, para apoderarse, dicen, de la producción petrolífera y de su grano. E incluso hasta Stalingrado y Moscú. Avanzarán pisoteando las palabras que deberían haber bastado para persuadirles de lo contrario. Pero otras parecen haber convencido al Führer de este absurdo giro por su desmedido antieslavismo, la tontería del Lebensraum, su miopía para entender el gran mundo que podríamos haber construido, su ansiedad por acaparar nuestros recursos, su ceguera… ay, su ceguera…
Es torpe, suicida. Porque, además, parece que la ofensiva relámpago del ejército alemán sobre el norte de Francia que facilitamos con nuestro acuerdo no dio el terrible golpe a los capitalistas que los nazis nos transmitieron. Al parecer, hubo una operación británica de evacuación que tuvo más éxito del que conocimos. La Operación Dinamo la llamaron. A pesar de que logré incluir compromisos específicos en el acuerdo del 39 para que las líneas de suministro entre Moscú y Berlín se mantuvieran abiertas, la maquinaria de guerra alemana no llegó a tiempo de aniquilar o capturar a centenares de miles de soldados aliados que se hallaban en las playas de Dunkerque. El golpe habría sido magistral, no solo sobre sus fuerzas militares, sino también contra su moral e inteligencia. Pero lograron in extremis evacuar aquellas tropas. Y, sin embargo, Hitler, está tan cegado que no ve que su frente occidental podría intensificarse, especialmente si EEUU acabase entrando en la guerra. En su ceguera, ha creído que era momento de volverse también contra nosotros.
La realidad que nos narramos es tan frágil. Vivimos sobre nuestras creencias con una convicción como si fueran el suelo que pisamos, y que siempre esperamos volver a pisar firmemente. El decurso inexorable por el que creí entender que transcurre la historia se me ha revelado, de pronto, absolutamente contingente y huidizo. Capaz de caer fortuitamente en manos de locos y suicidas. Y me temo lo que significará este día. Que como aquellos acuerdos que ayudé a firmar, ahora es Hitler el que ha firmado el de su futura derrota. Porque habremos de rehacer diplomacias y acercarnos a las democracias capitalistas. Y todo por la ambición desmedida de un hombre que ha destruido la única alianza que podría haber garantizado la victoria, el orden, la paz. Porque es inevitable advertir que responderemos. Cueste lo que cueste. Fusil a fusil. Camarada a camarada.
Y, si algún día fracasamos y nos derrumbamos, porque la utopía socialista y la disolución de la lucha de clases no se logra… si del mismo modo que Hitler fracasa nosotros nos hundimos y son las democracias liberales, al final, las que salen vencedoras a escala global sin encontrar oposición, me pregunto: ¿se creerán su propio relato? ¿pensarán, como yo lo hice, que su victoria es eterna y cantarán el final de la historia? ¿que sus pies no son de barro? ¿ignorarán que descansan, especialmente en su caso, en las veleidades de los demagogos, en los efímeros valores y vaivenes de sus clases medias menguantes, en las cíclicas crisis del capitalismo cada vez más profundas? ¿serán conscientes de su debilidad cívica, de la falta de compromiso político, del retiro alienado y manipulable de las masas que se entrega al entretenimiento y la abulia? ¿se ocultarán a sí mismas que siempre habrá hombres fuertes que tejan el destino y se repartan el mundo, ya sea Polonia, el Ártico o Ucrania, moviendo los hilos de sus ingenuidades? La historia me ha enseñado que burbujea haciendo frágiles a los imperios y convirtiendo sus victorias en espejismos. El nuestro acaba de romperse. Mañana, será el de quienes vengan."
Gracias por leerme.
Menos mal que las ambiciones de Alemania y Hitler hicieron que le pacto Ribbentrop-Mólotov volara por los aires.
Los dos últimos párrafos, sobre todo el penúltimo, son exquisitos. Todo el artículo lo es, pero ahí se condensa toda la sabiduría que arrastra el caudal de los anteriores. Gracias y enhorabuena una semana más.