Tanto tiempo había pasado que Tántalo apenas recordaba qué pecados había cometido para merecer ese suplicio. Llevaba ya media eternidad sostenido en un pulso insoportable. Cuando tenía sed, miraba hacia sus pies y contemplaba el agua que los remozaba, pero al tratar de alcanzarla con ansia tremenda no era capaz de que sus labios la acariciasen. Y, cuando desesperado de hambre miraba a lo alto, veía colgando frondosos y rellenos racimos de uvas y otros frutos, jugosamente apetecibles que, en cuanto estiraba el cuello para alcanzarlos, se retiraban burlones, haciendo castañetear sus dientes en el vacío.
Andaba en una de estas idas y venidas desesperadas cuando, aquel día, rompiendo su rutina, oyó un estruendo, un derrumbe, que se le aproximaba. Era una gran roca que se había precipitado por la ladera del monte, Fue rodando hasta él, frenando su ímpetu hasta que se detuvo a su vera. Oteó entonces el horizonte, tras la roca, y vio cómo la seguía, caminando ladera abajo, un viejo apático, con los hombros caídos, las manos sueltas y los pies arrastrados.
Cuando el caminante se aproximó a la charca de Tántalo bajo aquel árbol escurridizo en busca de la roca, advirtió su presencia y se le quedó mirando. Ambos sostuvieron la mirada, penetrante, desconsolada, inquieta.
- ¿Eres tú otro de los condenados del averno? - le preguntó Tántalo.
- Imagino. Ya no recuerdo - mintió - La eternidad lo borra todo.
- ¿Y cuál es tu nombre? - inquirió.
- Sísifo. Eso sí lo recuerdo. ¿Acaso tú has olvidado el tuyo?
- Es lo único que me queda - mintió a su vez. Al margen de un vago recuerdo de atrocidades y descaros que había cometido y que la eternidad se había ido encargando de desdibujar, en realidad, lo que recordaba era su nombre - Soy Tántalo, preso en este lugar sin cielo.
- ¿Cuál es tu penuria? - se lanzó a preguntar Sísifo, escéptico de verle plácidamente bajo el árbol y sobre la charca.
Virando la mirada hasta dejarla perdida, Tántalo se encogió de hombros y contestó:
- No alcanzo, no llego. Muero de hambre rodeado de la abundancia de estos frutos sonrosados que brillan de dulzor y de ternura. Apenas mi boca puede acariciarlos, pues se retiran en cuanto trato de apresarlos con el aullido de mi estómago. Pero también muero de sed, rodeado de fresca agua, cuando en vano intento inclinarme y aproximarla a mis labios. Muero de hambre y de sed, pero no muero. Nada me satisface, sólo el ansia contenida es mi alimento, soy deseo eterno preso en esta quietud.
Sísifo, horrorizado con una mueca desencajada, apoyó su desgastada mano sobre la gran roca y dijo a su vez:
- No desearía tu lugar. Pero tampoco te entregaría el mío: yo empujo tensionado esta ingente roca colina arriba. Mi cuerpo magullado se esfuerza para subirla por esta pendiente siempre recomenzada. Pego mi mejilla contra la piedra, apoyo el hombro sobre la greda y la calzo con un pie cuesta arriba. La empujo con sudor y tensión agotadora, sorteando mil amagos en los que la piedra amenaza con caerse y aplastarme. Y cuando al final de este prolongado esfuerzo, bajo este espacio sin cielo y este tiempo sin profundidad, llego a lo alto de la colina, a la meta, contemplo entonces cómo la piedra, ella sola, se impulsa y rueda camino abajo hacia el llano, bramando mi nombre para que vuelva a buscarla.
Sísifo, sin embargo, también había mentido. Aún recordaba la falta final que lo había condenado. A pesar de que con su astucia y sus pocos escrúpulos había cometido diversas fechorías a lo largo de su vida, los dioses lo habían condenado con gusto sibarita a semejante pena por haber engañado a Tánatos —la muerte— apresándolo durante un tiempo. Durante aquel breve secuestro, nadie pereció gracias a la captura de Sísifo. El sinsentido que dejan a su paso las fauces de Tánatos, que todo lo devoran y consumen, fue suspendido durante un momento. La gente dejó de morir. Pero ese fue un efímero instante. Y la venganza de los dioses, terrible. Sísifo fue condenado a vivir eternamente su suplicio, y el sinsentido de Tanatos volvió a azotar y a dar equilibrio a los nuevos nacimientos. De la cuna a la tumba.
Tántalo abrió los ojos con firmeza, penetrando el rostro pétreo de Sísifo, y le dijo:
- ¿Qué habremos hecho a los dioses para merecer estos tormentos? ¿Qué sentido tiene esta tortura? ¿A qué morirse deseando, sin llegar a morir?
- … ¿A qué esforzarse sin logro duradero? ¿A qué empezar si todo ha de acabarse? - completó Sísifo.
Unos instantes de silencio los arrullaron. Tántalo, por un momento, olvidó su hambre y su sed, mientras observaba a Sísifo, quieto, sin empujar ni perseguir su roca. Sísifo, con la mirada desviada, observaba en realidad a Tántalo en el reflejo de la charca, dejando de sentir por un momento el roce de la roca que su mano acariciaba, relajando el cuello, su espalda y sus brazos, rendidos por un instante al paisaje como si no existiera. Un súbito impulso en el encuentro arrancó la garganta seca de Tántalo que exclamó:
- Cuando abandonas la cima, amigo Sísifo, y regresas hacia el valle sin arrastrar los pies, ni descolgar los brazos, te yergues superior a tu destino, eres más fuerte que tu roca. Si eres consciente del absurdo de tu esfuerzo, de tu desesperanza, tienes la rebeldía en tu mano, y ésta consuma tu victoria. Regresar afirmativo al llano clama contra la ira excesivamente injusta de los dioses. Los envilece, los retrata. Un descenso con gozo y desprecio los desafía. Haces de la roca tu casa, tu empeño se hace dueño de su propio valor, sin esperar nada. Si es esta nada lo que nos espera, amigo Sísifo, hagamos que sea algo injusto a ojos de cualquiera.
Sísifo levantó la vista, y percibió con ternura la clarividencia de Tántalo, crucificado invisible bajo aquel árbol. Entonces, le correspondió:
- Tú, amigo Tántalo, juzga en tu absurdo que todo está bien. Tu hambre y tu sed te revelan vivo, tu insatisfacción permanente enseña que no todo está agotado, que hay camino y que tu destino, al contrario de lo que pueda parecer, es tuyo. Tuya es la sed, tuya el hambre. Contémplate y goza de tu angustia, pues con ella acallas a todos los ídolos que quisieran valer para aplacarla, pues ninguno es digno ni capaz. Eres un pozo insondable. En el silencio de tu charca resuena la voz de tu estómago y de tu garganta que dicen sí, rompiéndolo, como el grito solitario que alumbra el Universo infinito, vacío y oscuro. Eres el ciego que desea ver, pero al saber que la noche no tiene fin, toma consciencia de que con su voz puede desnudar que el árbol y la charca no son fútiles simulacros, que son tu mundo, que lo has hecho tuyo, para colmo de los dioses.
Tántalo y Sísifo se quedaron entonces en silencio, mirándose. En el fondo, por más que rebuscaron, ninguno de los dos encontró fuerzas suficientes como para abrazarse confiado al discurso que el otro le había regalado. Como una rebeldía autónoma y afirmativa, sonaba bien. Cada arenga habría servido para hacerles resistir un tiempo más en sus iteraciones eternas. Pero, al fin, habrían vuelto a sucumbir al tedio y al hastío, al sufrimiento y al cansancio, privados, sin embargo, de poder morir. Tánatos jamás los visitaría.
No obstante, al mirarse, hallaron con sorpresa algo inesperado y extrañamente reconfortante: una firme voluntad parecía brillar bajo el resplandor de aquellas otras pupilas que se inclinaban misericordiosamente sobre su propia soledad. Un lazo invisible se tejía desde lo más profundo de sus ojos, reconociendo el esfuerzo que cada uno había hecho por construir una esperanza al otro. Dos soledades condenadas habían conectado.
Por eso, aquel encuentro, pequeña piedad de los dioses, permitió que los dos asintieran, con una tenue sonrisa monalisa, y reemprendiesen el camino. Tántalo volviendo a ansiar, como deseo siempre insatisfecho, su agua y sus frutos, sin que estos acaparasen por completo ya su mente. Sísifo, retomando el peso de su descomunal roca ladera arriba, sin que su tarea lo ocupase plenamente. Al menos, al llegar a la cima y contemplar un nuevo descenso de su maldita piedra, podría procurar orientar su caída para que acabase visitando, de nuevo, la charca de Tántalo. Él, oteando entre los racimos, la buscaría.
Gracias por leerme.
¿Y si la verdadera maldición es saciarse y dejar de tener objetivos?
Compañía de calidad mítica. Muchas gracias.