En los recientes debates a propósito de las elecciones europeas, la inmigración ha tenido un papel protagonista, que se ha ido engordando a través de los últimos años. Pero la inmigración no es una cuestión nueva. Definió el continente en sucesivas oleadas de entrada y salida según los avatares históricos, y su papel será clave en la sostenibilidad demográfica, económica y cultural de Europa.
Aunque la complejidad y los matices del asunto requerirían una extensión inabarcable para esta publicación, el asunto de la inmigración ha cobrado especial protagonismo con el auge de los partidos de extrema derecha en todo el continente, que han capitalizado el creciente sentimiento antiinmigración, prometiendo políticas más restrictivas y una mayor protección de las fronteras. Merece ofrecer una mirada reflexiva bajo distintas perspectivas para tratar de iluminar modestamente este fenómeno complejo desde su historia hacia el futuro.
Desde la historia
Europa ha sido históricamente una fuente de emigración masiva. Su proyección colonial en todo el mundo ha dejado una huella significativa en la demografía y la cultura de numerosas regiones del mundo. Durante el siglo XIX, millones de irlandeses emigraron a América debido a la Gran Hambruna, y en el siglo XX, marcado por sus grandes conflictos que se elevaron a escala planetaria, muchos europeos emigraron dejando atrás su tierra arrasada. Casi cuatro millones de españoles emigraron en la primera mitad del siglo XX, por un motivo principalmente económico, aunque también en calidad de refugiados, dirigiéndose fundamentalmente hacia América (particularmente Argentina, Cuba, México y Venezuela) y, en menor medida, Europa. Las tasas de emigraciones en algunos momentos fueron singularmente altas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, muchos países europeos acogieron a inmigrantes para reconstruir sus economías devastadas. Las infraestructuras estaban destruidas y había una grave escasez de mano de obra debido a las pérdidas humanas y al desplazamiento masivo de población. Para la reconstrucción, muchos países europeos recurrieron a la inmigración, con políticas favorables y acuerdos bilaterales para atraer trabajadores extranjeros. Alemania, por ejemplo, firmó acuerdos con Italia, Turquía, Grecia y otros países para traer trabajadores temporales, conocidos como "Gastarbeiter" (trabajadores invitados), cruciales para la reconstrucción de la industria alemana. El Reino Unido o Francia también recurrieron a la inmigración, procedente en su mayoría de antiguas colonias en el Caribe, África y Asia, para reconstruir sus infraestructuras, sus fábricas, sus servicios de salud y de transporte. Italia o los Países Bajos también experimentaron una afluencia de inmigrantes en las décadas posteriores a la guerra. España, con su entrada en la comunidad europea y el repunte económico de principios de siglo XXI, alcanzaría su máximo histórico recibiendo la inmigración de los países hispanoamericanos con los que mantiene fuertes vínculos culturales hasta superar los 5 millones de habitantes, .
En definitiva, la llegada de inmigrantes desempeñó un papel esencial en la rápida recuperación económica de Europa en el periodo de posguerra. Estos trabajadores no solo proporcionaron la mano de obra necesaria, sino que también contribuyeron a la diversificación cultural y económica de las naciones europeas. La inmigración ayudó a mitigar los efectos de la escasez de mano de obra y a impulsar el crecimiento económico, estableciendo las bases para la prosperidad que muchos países europeos disfrutarían en las siguientes décadas. Sin embargo, en las últimas décadas, el escenario ha cambiado drásticamente.
Las turbulencias más recientes
Desde la crisis financiera de 2008, Europa ha enfrentado una serie de desafíos económicos que han afectado profundamente a sus ciudadanos. La recesión económica, la austeridad y el lento crecimiento han creado un ambiente de incertidumbre y ansiedad. El desempleo, especialmente entre los jóvenes, ha alcanzado niveles alarmantes en algunos países.
La globalización y la automatización también han transformado el mercado laboral europeo. Muchos trabajos industriales han desaparecido o se han trasladado a países con costes laborales más bajos, mientras que los nuevos empleos en el sector tecnológico y de servicios a menudo requieren habilidades que no todos los trabajadores poseen. El vértigo del desempleo tecnológico regresa una y otra vez, como sucede últimamente a propósito de la irrupción de la IA. Todo ello ha alimentado el descontento y la percepción de que los inmigrantes compiten por los escasos recursos y empleos disponibles.
Además, las políticas de austeridad implementadas en muchos países europeos para hacer frente a la crisis financiera mermaron los servicios públicos y el bienestar social, incrementando la precariedad de los sectores más vulnerables. En este contexto, los inmigrantes son a menudo vistos como una carga adicional para los sistemas de bienestar y servicios públicos, alimentando el resentimiento y las percepciones negativas. La idea de que los inmigrantes reciben más beneficios sociales o tienen acceso prioritario a los servicios públicos es un mito común, pero persistente, que se ha arraigado en muchos sectores de la sociedad europea. Este sentimiento se ve exacerbado por discursos políticos populistas que utilizan la inmigración como chivo expiatorio para problemas económicos más amplios. La envejecida Europa se encuentra un tanto arrinconada en el tablero geopolítico global, ejerciendo un rol como regulador burocrático primordial que no le ofrece especiales ventajas competitivas frente a la pujanza de estadounidenses y chinos.
Por otra parte, en la última década, Europa ha enfrentado una serie de desafíos singulares en materia de inmigración. En 2015, se produjo la mayor crisis migratoria desde la Segunda Guerra Mundial. Conflictos en el Medio Oriente, especialmente la guerra civil en Siria, y en varias regiones de África, llevaron a un éxodo masivo de refugiados que buscaron asilo en Europa. Este lamentable récord ha vuelto a batirse con la emigración provocada por la guerra en Ucrania.
La llegada masiva de refugiados generó reacciones mixtas en Europa. Por un lado, hubo un gran esfuerzo humanitario para acoger y asistir a los refugiados, especialmente en países como Alemania y Suecia, y particularmente con los de nacionalidad ucraniana. Sin embargo, la crisis también desató un aumento del sentimiento antiinmigración. La percepción de que los refugiados podrían representar una carga para los sistemas de bienestar social, competir por empleos y aumentar la inseguridad, fue explotada por partidos populistas y de extrema derecha, que aprovecharon la crisis para ganar apoyo electoral. La retórica antiinmigración, que presenta a los refugiados como una amenaza a la seguridad y la identidad nacional, resonó con una parte significativa de la población. Los medios de comunicación también jugaron un papel crucial al hacer sensacionalismo con ciertos eventos relacionados con la crisis, lo que contribuyó a la polarización y al aumento del sentimiento antiinmigración.
La pandemia de COVID-19, que comenzó a principios de 2020, agregó una nueva capa de complejidad a la situación migratoria en Europa. La pandemia exacerbó las tensiones existentes y creó nuevas preocupaciones relacionadas con la inmigración. Su impacto devastador para las economías europeas hizo que la percepción de los inmigrantes como competidores por empleos y recursos se intensificara. Además, las restricciones de movilidad y las medidas de confinamiento alimentaron el aislamiento y el miedo a lo desconocido, lo que exacerbó los sentimientos de xenofobia y desconfianza hacia los inmigrantes. La preocupación por la propagación del virus llevó a algunos a culpar a los inmigrantes y refugiados, considerándolos vectores de la enfermedad.
Todo ello ha distorsionado la percepción pública que sobreestima sistemáticamente el volumen de la inmigración frente al real. Ello ha impulsado el apoyo popular a políticas más restrictivas y controles fronterizos más estrictos. Esto incluye la implementación de acuerdos para devolver a los refugiados a terceros países, avalar las devoluciones en caliente, y realizar un escrutinio más riguroso de las solicitudes de asilo.
Como cabía esperar, el aumento del sentimiento antiinmigración ha contribuido a la polarización social en Europa. Las comunidades inmigrantes se han enfrentado a una creciente discriminación y exclusión, lo que ha afectado a la cohesión social. La narrativa del "nosotros y ellos" ha alimentado divisiones profundas en la sociedad europea, dificultando la integración y el entendimiento mutuo.
Capital humano y la divisa de la fraternidad
La cuestión de la inmigración es sin duda compleja, y no bastan estas líneas para analizar todos sus matices. Pero pueden al menos bosquejarse dos perspectivas para iluminarla, comenzando por identificar el perfil de la población migrante. Europa recibe una inmigración diversa, con distintas motivaciones y circunstancias. Cualquier aproximación sensata no debería obviar las particularidades. Pero a grandes rasgos, por un lado, encontramos a los inmigrantes económicos, que se trasladan en busca de mejores oportunidades laborales y una vida más próspera. Estos inmigrantes provienen de diversas regiones del mundo, incluyendo África, Asia e Hispanoamérica. A menudo son atraídos por la estabilidad económica, las oportunidades de empleo y los sistemas de bienestar social de los países europeos. Los inmigrantes económicos pueden ser tanto trabajadores cualificados, que aportan habilidades técnicas y profesionales a sectores necesitados, como trabajadores no cualificados, que ocupan empleos en industrias como la construcción, la agricultura y los servicios. Además, se incluyen a estudiantes internacionales que buscan educación superior en universidades europeas, esperando mejores perspectivas laborales tras su graduación.
Por otro lado, están los refugiados y solicitantes de asilo que huyen de conflictos armados, persecuciones políticas, violaciones de derechos humanos y desastres naturales en sus países de origen. Estos individuos, provenientes de regiones como Siria, Afganistán, Somalia, Gaza o Sudán del Sur, buscan seguridad y protección internacional. Al llegar a Europa, solicitan asilo en virtud de tratados internacionales como la Convención de Ginebra de 1951. Su llegada es a menudo desesperada y arriesgada, en cayucos y pateras, ya que muchos atraviesan rutas peligrosas y dependen de traficantes de personas para llegar a suelo europeo.
Capital humano
La primera de las perspectivas sobre la inmigración descansa en la consideración del papel del capital humano. El interés europeo no puede ignorar que el crecimiento económico está ligado a su captación, como se ha comprobado desde los albores de la Revolución Industrial. La concentración de inmigrantes pertenecientes a la cola superior por su nivel de cualificación correlaciona de forma muy significativa con el crecimiento económico. El ejemplo del propio desarrollo de una de las vacunas del COVID gracias al trabajo de inmigrantes turcos en Alemania es buena prueba de ello1. A la captación de capital humano y su relación con la difusión de la imprenta hasta provocar la Revolución Industrial le dedicaré una publicación. Hoy debemos admitir que los inmigrantes desempeñan un papel crucial en la geografía histórica del conocimiento y por tanto del bienestar. Seguimos comprobando cómo la probabilidad de que una región europea innove crece con la presencia de inmigrantes con conocimientos. De esto han sido siempre particularmente conscientes en países como EEUU o Australia.
La divisa de la fraternidad
La otra dimensión es moral y política. Las raíces de la reflexión filosófica podrían adentrarnos en el significado de la condición del migrante y en particular del refugiado. Ya Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), analizaba cómo los apátridas y refugiados eran despojados de sus derechos, reducidos a "parias de la Tierra", sin una trama social que los sostuviera. Denunciaba así la palmaria insuficiencia de reconocer la dignidad humana únicamente por la mera concesión de la ciudadanía política. Giorgio Agamben, más recientemente, ha señalado cómo la vida del refugiado es subyugada por la falta de reconocimiento político y jurídico, exponiendo las contradicciones de un sistema globalizado que excluye y margina.
Al margen de las creencias individuales sobre la dignidad humana y nuestra obligación para responder de forma solidaria ante catástrofes humanitarias2, lo cierto es que desde un punto de vista meramente interesado, el viejo continente europeo tiene con la inmigración una oportunidad de legitimación. Es difícil negar que Europa es corresponsable de la situación de buena parte de los países que expulsan a sus migrantes y refugiados. A pesar de la innegable contribución civilizadora que los países europeos pudieron efectuar por todo el mundo, las huellas del imperialismo, los procesos de descolonización, la histórica explotación de sus recursos y personas y las consecuencias climáticas del crecimiento industrial desaforado liderado por occidente ha hecho que nuestro bienestar descanse en buena medida en una injusticia histórica global. Que el reconocimiento de Europa desde el interior y el exterior sea débil hoy no solo es culpa del interesado discurso antiimperialista que otras potencias arguyen contra Europa, ni de los discursos indigenistas de tintes nacionalistas que sacan rédito electoral entorno a la deuda histórica occidental. A Europa le interesaría abanderar otra respuesta que aumentase su legitimidad que no se limitase a entonar una mera disculpa, en cierto modo injusta y fútil.
La crisis de nuestras democracias, después de décadas sin conflictos abiertos que refresquen la memoria histórica sobre las virtudes democráticas, podrían verse mitigadas por una apertura diferencial hacia la inmigración. Europa, sin ingenuidades, podría recuperar parte de su credibilidad y ganar atractivo como bastión de derechos y deberes democráticos: más allá de la libertad - que enarbolan los norteamericanos - o la igualdad - que predican los chinos - Europa podría ser referente de fraternidad. Y podría aprovechar esta divisa si supiera gestionar la inmigración para la construcción de una identidad europea semejante a la que Estados Unidos fraguó recibiendo inmigrantes prendados del sueño americano. Porque los fundamentos económicos son esenciales, pero la capacidad de sugestión del proyecto en común, como diría Ortega y Gasset, de persuasión y credibilidad, es central en la convivencia humana.
La obsolescencia de los Estados-nación y al mismo tiempo la persistencia de los relatos nacionales urge a esta construcción. Los pequeños países europeos, también plagados de la ola reaccionaria neonacionalista, se enfrentan al reto de amalgamarse en una organización supraestatal afectivamente más atractiva, capaz de lidiar con el complejo mundo global de las compañías transnacionales y el mundo multipolar en el que pujan otras grandes superpotencias regionales. A los enemigos de Europa les interesa una Europa dividida y enzarzada. Repudiar indiscriminadamente la inmigración o culpabilizarla con simplismos pueriles deslegitima aún más el proyecto europeo. Pero eso no quiere decir que para la edificación de la identidad europea la inmigración sea una materia prima perfectamente refinada para garantizar la cohesión social. Es siempre necesario un equilibrio.
El óptimo en la diversidad
La inmigración ha transformado la composición social y cultural de Europa, generando tanto oportunidades como tensiones. Las comunidades inmigrantes enfrentan barreras para la integración, mientras que las sociedades receptoras luchan por mantener la cohesión social. Las segundas generaciones de inmigrantes se integran incluso menos que la de sus padres en países como Francia. Al igual que en tantos equilibrios biológicos, las culturas humanas son sistemas abiertos que deben buscar un óptimo en su diversidad, en un equilibrio entre la homogeneidad y la heterogeneidad.
En este contexto, la inmigración puede verse como una fuente de enriquecimiento cultural, pero también como un desafío para la cohesión social. La diversidad aumenta la capacidad de adaptación e innovación, pero también puede generar conflictos y tensiones. Un nivel óptimo de diversidad es crucial para el desarrollo económico sostenible, tal y como Oded Galor explora en su obra El viaje de la humanidad sobre distintas sociedades a lo largo de la historia.
La inmigración puede tener beneficios económicos significativos, como la introducción de nuevas habilidades y enfoques para la resolución de problemas. Sin embargo, también puede generar tensiones aunque sólo sea por una mala gestión en la percepción social sobre su impacto en asuntos tan delicados como la competencia laboral o la sostenibilidad de los servicios públicos. Encontrar un equilibrio óptimo, que además es móvil, es crucial.
A futuro
Además, no debe perderse de vista que la inmigración va a jugar un papel determinante en el futuro de Europa. Los países europeos figuran entre aquellos que tienen las tasas de fecundidad más bajas de todo el mundo. Esta depresión demográfica limita la capacidad innovadora europea. Por otra parte, la cuestión de la sostenibilidad económica de los sistemas de pensiones y de salud nos urge al mismo tiempo que observamos la evidencia de que Europa está perdiendo muchos trenes en la competencia global por la innovación tecnológica y el aumento de la productividad tan necesaria. La apelación simplista a que la inmigración podría suplir los hijos que no tenemos suele ignorar que, a falta de mejor cualificación, la inmigración podrá a corto plazo proporcionar base laboral para sostener el sistema, pero a la larga engordará el problema porque los inmigrantes también envejecerán y serán merecedores del mismo reconocimiento.
Si además el discurso sigue enconando la percepción pública empujándola a creer que los inmigrantes están cambiando y degenerando rápidamente el tejido cultural de las comunidades, ello generará aún mayores temores y resentimientos. Y las migraciones de tipo medioambiental no han hecho más que comenzar. Debidamente explotados, estos sentimientos están aupando de forma preocupante a partidos políticos de extrema derecha que con ellos movilizan a sus bases y ganan apoyo electoral. Su auge es tanto una causa como una consecuencia de los cambios en la percepción pública de la inmigración. La narrativa de que los inmigrantes representan una amenaza a la seguridad, la identidad cultural y el bienestar económico de las naciones europeas, siendo necesario recuperar la soberanía nacional, ha ganado tracción en el discurso público y pone en riesgo el propio proyecto europeo. Urge una reflexión equilibrada, multifactorial y sensata sobre el asunto. Nos jugamos en buena medida nuestro futuro y el de nuestros hijos.
La vacuna contra el COVID-19 desarrollada por BioNTech en colaboración con Pfizer es un ejemplo destacado del impacto positivo de la inmigración en la ciencia, gracias a los cofundadores Ugur Sahin y Özlem Türeci, científicos de origen turco en Alemania. Sahin y Türeci, expertos en inmunología y tecnología de ARN mensajero, fundaron BioNTech en 2008 con el objetivo inicial de desarrollar terapias contra el cáncer. Su experiencia les permitió crear rápidamente una vacuna altamente efectiva contra el COVID-19, salvando millones de vidas y destacando la importancia de la diversidad y la colaboración internacional en la investigación científica.
Hegel caracterizaba a la filosofía como una lechuza que sobrevuela siempre al atardecer, cuando ya no hay nada que hacer, justificando el curso de la historia apelando a la astucia de la razón. No es casualidad que de la crítica que Marx le hizo brotara la famosa undécima tesis sobre Feuerbach: Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kömmt drauf an, sie zu verändern (Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo). Más allá del análisis, probablemente sea la praxis, la práctica, la que nos retrate como humanidad. Cuando los hijos de nuestros hijos crezcan no nos preguntarán por qué sentimientos tuvimos o a qué reflexiones nos llevaron las desgraciadas vidas de los migrantes que llaman a nuestra puerta, sino que nos preguntarán sobre lo que hicimos cuando, por ejemplo, penetraron nuestra retina imágenes como la del pequeño Aylan Kurdi.
Muy buen artículo y muy pertinente. Es evidente que no nos encontramos meramente ante una crisis económica con sus pertinentes cambios sociales. Estamos entrando en la fase final de la crisis civilizatoria en la que lleva sumida Europa desde la Gran Guerra
Me parece evidente una creciente ola reaccionaria en Europa. Las malas políticas de las elites auspician estos movimientos, que aprovechan críticas fundamentadas (antibelicistas, por ejemplo) con otros aspectos dentro de un paquete ideológico simplón, con un enemigo externo como la inmigración.
La situación, salvando las distancias, recuerda a la Alemania pre-nazi. Es preocupante. Si además, las elites actuales demonizan estos movimientos sin reconocer sus críticas legítimas, avivan más la mecha que tarde o temprano prenderá.
La necesidad de población es innegable para Europa, y esta debe venir por huevos de fuera. Pueden hacer llamados a la natalidad e incentivarla, pero es insuficiente. Si la gente no quiere quitarse la venda de los ojos, seguirán sin ver la cruda realidad. Con respecto al "choque cultural", a mí, que los valores del Islam me repugnan, me parece una soplapollez. Me parece más un caso de profecía autocumplida y prejuicios ideológicos que otra cosa.
Europa, señores, está moribunda. Una vieja dama aristócrata que no acepta su lugar, y por ello, pelea contra las nuevas clases ascendentes (China, por favor, deja de producir y liderar en todos los campos). ¿Podría haberse evitado? Sí, mirando atrás se ven los errores: ausencia de autonomía estratégica; falta de verdadera Unión Europea política y democrática, no tecnócrata sierva a otros intereses; y falta de prospectiva tecnológica y comercial (lo qué han hecho con las políticas verdes y las industrias punteras europeas es absurdo, nos han destruido). Los nacionalismos volverán a prender en un "sálvese quien pueda", o adoptarán mecanismos para nada democráticos forzados por la dependencia de los distintos países del BCE y regulaciones varias. Una retroalimentación que veremos para donde se decanta.
Yo no veo solución, de verdad que no la veo. Afortunadamente, tenemos patrimonio cultural y podremos vivir (no sólo España) del turismo y de ciertas mercancías culturales que aún son apreciadas a nivel mundial. Si somos listos, aún podemos evitar la catástrofe, haciendo las paces con los nuevos (algunos de ellos viejísimos) poderes y buscando ciertos nichos que explotar. Si a los aristócratas les quedaba el estatus, a nosotros nos queda algo parecido.
Espero que estos miserables no busquen escudarse en enemigos externos para parapetarse en su posición de liderazgo y poder. Aún estamos a tiempo de no caer de forma brusca, de suavizar la caída y adaptarnos a la nueva realidad. La anomalía histórica que fue la supremacía europea vuelve a su cauce habitual, supeditado a la geografía y la demografía.