En Alemania, hay ecos que siguen hibridando ciencia, tecnología y poder. Pero hay en ella también otra inclinación anticientífica histórica, simultánea, capaz de legitimar alternativas a la razón tecnocientífica. Una pulsión capaz del asesinato, revestida de irracionalismo poético, oscuro, emocional y evocador. Un romanticismo sugestivo y refractario al racionalismo técnico que resultó maléfico cuando se adueñó de él.
El olvido técnico del ser y la persuasión emocional
La tierra alemana es inspiradora. Fría, húmeda, contundente, como cargada de un aire compacto y algo perturbador. Sus densos bosques, como el de la Selva Negra, crean atmósferas mágicas, cargadas de colores pardos y mil verdes distintos, con los que parecen jugar las bajas nieblas algodonadas. No es de extrañar que sus parajes inocularan inspiración e hicieran fluir el genio por las venas de sus habitantes. Bach elevó con sus fugas el orden al plano divino, mientras los versos de Hölderlin se quebraban buscando lo sagrado. Beethoven llevó esa búsqueda ardiente al límite sonoro, mientras Friedrich pintaba el silencio infinito de quien se estremece mirando en su alma. Entrando ya en el siglo XX, perduró esa enigmática tensión vibrante en las formas del adoptivo Kandinsky, o en la convivencia que Rilke encontró en la lengua alemana para el ángel y la herida. Exiliado, Thomas Mann narró con lucidez cómo esa misma cultura que rozó lo sublime también era capaz de descender hacia su propia sombra. No son vestigios desaparecidos. Aún se sienten. Las tumbas de Hegel o de Fichte se encuentran como una más en el Dorotheenstadt de Berlín, acompañando a las más recientes de quienes acaban de dejar la ciudad:

Pero en esa tradición, que aún tiene ecos en el siglo XXI, hay también resonancias románticas de un magnetismo oscuro. Tribalismos que siguen evocando el mito del pueblo germánico ancestral, la recreación medieval que se mira en los Nibelungos, incluso en la pulsión más punitiva del pietismo luterano, en el éxtasis de Goethe y la exaltación de Wagner, en la versión interesada del superhombre de Nietzsche. Cosmovisiones que apelan e incluso veneran, en un espectro complejo, una forma de ser, una raza, un espíritu sugestivo, fundacional, esencial, propiamente alemán. En ellas anida una querencia que en ocasiones se nutre de tintes esotéricos, neopaganos, que selectivamente se apalancó en su historia para edificar su nacionalismo, y que acabó volviéndose totalitario. Un sentir que incluso ahora no sabe bien cómo reconciliarse con ese avispero de presupuestos irracionales que se yerguen como sombras y tienen ecos en sus urnas electorales actuales.
El que ha sido bautizado por muchos como el filósofo más potente del siglo XX, el alemán Martin Heidegger, a pesar de hacer piruetas enormemente creativas desde la razón filosófica, no pudo evitar reflexionar en cierta forma desde aquellas coordenadas hace ahora un siglo. Y lo hizo precisamente arremetiendo contra la imposición - Gestell - de la racionalidad técnica-instrumental y contra la metafísica tradicional. Para ello, según dijo, solo el alemán, junto al griego, eran idiomas con los que se pudiera hacer filosofía en puridad. Y para él, había mucho que enmendar. Era preciso remontarse al oscuro Heráclito, a los presocráticos de los que apenas nos quedan meros fragmentos rozando lo apócrifo. El opaco terreno para la edificación era tentador.
Paseando y meditando por su querida Selva Negra, como refugio poético y filosófico, Heidegger cuestionó el imperdonable olvido de la pregunta fundamental por el Ser, esa desatención a la facticidad opaca de lo cotidiano, esa falta de cuidado sobre la misteriosa densidad de la existencia que debe contemplarse desde la lentitud, como disidencia frente al ritmo de la máquina. Pero su quirúrgico y enriquecedor análisis no pudo evitar que acabara recurriendo, en palabras de Hanna Arendt, a “conceptos mitologizantes” como los de “pueblo” o “tierra”. Y que acabara conectando con ellos con el ascendente nacionalsocialismo.
La relación entre la propuesta filosófica de Heidegger y el nazismo ha sido compleja, ambigua y profundamente debatida. Hay quienes han querido salvar su pensamiento de aquella afiliación explícita al partido nazi, de la que nunca renegó abiertamente a pesar del distanciamiento. Es posible que existan complejidades de la especulación metafísica de Heidegger que se nos ocultan. Pero en el fondo de esa oscuridad se respiran formas del mismo irracionalismo emocional que alimentaron el ascenso del nazismo, particularmente el modo en que Hitler conectó con las masas no a través de argumentos, sino de símbolos, emociones y mitos arcaicos.
La trayectoria ascendente del Führer fue un ejemplo paradigmático de nuestra vulnerabilidad a la retórica más emocional en tiempos turbulentos. Los medidos discursos de Hitler, que hoy nos resultan algo cómicos a la luz de la imitación de Chaplin, fueron prototípicos para la propaganda, diseñados por Goebbels como apuntador. Fue emblemático el descaro desenfadado con el que dio la vuelta al juicio que lo encausó por alta traición tras el intento fallido del golpe de Estado de 19231: en lugar de excusarse, asumió con arrogancia la entera culpa para volverse acusador contra el Estado, contra los traidores de noviembre, los de la puñalada por la espalda. Aunque condenado, popularmente salió victorioso. Con un victimismo que acabó siendo victimario. Estremece recordarlo por los ecos que hoy resuenan en los discursos y procederes de nuestros políticos2.
En el cautiverio, escribió el grueso de Mein Kampf, y en cuanto salió, comenzó a aprovechar la labia encendida que había ido cultivando y depurando en las tabernas de Múnich3. En los calculados y medidos actos en memoria de los “mártires de sangre” del partido que habían caído en el fallido intento de golpe de Estado, se convenció de que el próximo intento para tomar el poder debía llegar por la persuasión y no por la violencia. Así los actos y los discursos de Hitler fueron adoptando cada vez la forma de una comunión con el público, que él mismo asimiló como un acto carnal. Su vía hacia el poder.
Con los baños de masas se resarcía poco a poco de haber sido excluido de la alta sociedad vienesa y muniquesa y su ocio cultural y artístico, rechazadas sus reiteradas solicitudes como estudiante de bellas artes. En su desazón, Hitler se encastilló, prendado por las óperas de Wagner que lo evadían de su triste realidad, y lo reafirmaban trasladándole a un mundo ficticio. Ahí es donde se sentía la supremacía, decía. Esa mezcla de resentimiento y anhelo de notoriedad lo fecundaron, y le brindaron potentes imágenes con las que sugestionar a la masa.
Cuando el partido llegó al poder en 1933, a la par que comenzaba la apertura de campos de concentración, se impulsaban en las ciudades y pueblos alemanes las comidas comunales, para incentivar la cohesión social, y los campamentos marciales, que alimentaban la mentalidad romántica y la avidez por la pertenencia de las juventudes hitlerianas. Y, por supuesto, las grandes manifestaciones públicas, pensadas como experiencias emocionales y sensoriales estimulantes, con sentidos y ardientes discursos y gestos. Una masa cada vez más enfervorizada veneraba exultante las proclamas del líder. El individuo se diluía y no era nada; el colectivo lo era todo. El régimen jamás aprendió a conmemorar la vida, pero en el culto a los muertos, a los caídos, siempre supo ofrecer nuevas fascinaciones, ceremonias tumultuosas que ligaban el poder, el orden y la majestuosidad que en el fondo reflejaban esa insignificancia del individuo aislado.
Sobre esto había reflexionado Heidegger antes, como entre nosotros haría Ortega y Gasset, pensando en esta rebelión de las masas, asaltándole una preocupación central por la autenticidad del ser humano frente a la inercia de lo impersonal (das Man). Ese nocivo imperativo del se dice, se hace, se lleva, se piensa. Pero incluso su reflexión en aquellos paseos solitarios cerca de su cabaña se vio arrastrada por la atracción del partido, del discurso, del Führer. Del poder. Progresivamente, Heidegger fue alejándose del análisis existencial para abrazar una visión más poética, mítica y arcaica del pensamiento, donde el lenguaje y la tradición jugaban un papel casi sacro. Junto a él, muchos alemanes simpatizaron con la idea autosuficiente de un pueblo monolítico enraizado en su lenguaje, su historia y su suelo. En su famoso discurso rectoral de 1933, en la Universidad de Friburgo, el profesor llamó a la autoafirmación de la universidad alemana alineada con el destino espiritual del pueblo alemán. A la par que se afiliaba al partido y ascendía al rectorado, su maestro y mentor Edmund Husserl, padre de la fenomenología, y de ascendencia judía, era defenestrado.

En su afán por destruir la racionalidad moderna, Heidegger regresó de nuevo al mito, y apeló a la comunidad orgánica, a lo originario, a lo nacional, a lo propio. Entusiasmado por la prometida reforma cultural y universitaria, conectó con el discurso de Hitler, abonado al irracionalismo emocional: mística del pueblo, destino histórico, odio visceral al intelectualismo judío, culto a la tierra y la sangre (Blut und Boden). Ese antiintelectualismo prendió bien incluso entre los estudiantes, muchos de los cuales arrojaron por la borda el ideal de educación cívica integral de Humboldt y se entregaron a la mezcla de técnica e idolatría. El poeta y dramaturgo alemán Heinrich Heine, a propósito de un libro en el contexto de la Reconquista española4, dejó escrito:
Allí donde se queman libros, se acaba por quemar también a los hombres.
Hablaba de la quema de libros del Corán en la Granada del siglo XV, alimentando el mito negrolegendario sobre la Inquisición española. Pero, irónicamente, esta sentencia premonitoria cuajó especialmente en su tierra alemana, que tantas brujas había visto quemar en el pasado5, y que un siglo después se volvería brutalmente mortífero con el ascenso del nazismo: de forma emblemática pero no única, el 10 de mayo de 1933, un grupo de universitarios nazis6 organizaron quemas públicas de libros en toda Alemania, incluyendo obras del propio Heine, de Freud, Marx, Brecht, Mann, Kafka, Zweig y muchos otros. Y lo hicieron en la que por este motivo hoy se conoce como la Bebelplatz - la plaza de los libros - justo en frente de la Universidad Humboldt. Allí, una placa conmemorativa recoge precisamente esa frase de Heine, junto a un monumento soterrado con estanterías blancas y vacías que se dejan ver por un ventanuco en el suelo.

En las calles alemanas hoy se pueden ver los carteles de la AfD, ese partido que reverdece los discursos más extremos y que está obteniendo resultados democráticos peculiarmente exitosos en el Este. Ahí resuenan los ecos de aquel clima intelectual que en su día hizo posible el delirio ideológico nazi. Heidegger nunca pidió perdón ni revisó críticamente su implicación. Aunque distara del irracionalismo nazi, abrazó el nazismo y no se desprendió de él abiertamente en toda su vida. En el fondo, su pensamiento brotó de un mismo suelo de desencanto y decepción con el progreso, que recurrió a los arcanos míticos para tratar de atajar una crisis espiritual que rebasó límites éticos inverosímiles. La historia no se repite, pero a veces sus ecos estremecen.
El contexto alemán que reverbera con esa crítica al progreso tecnocientífico no lo marca solo el discurso unidimensional y simplificador de la AfD. También lo nutren planteamientos críticos con el capitalismo digital, como el del mismo Byung Chul Han. Sin embargo, estos mismos discursos acaban coqueteando con el retorno místico por la tradición y al ritual, desde una postura tecnorreticente, apoyándose de nuevo en eslóganes evocadores y ambiguos, equívocos aforismos oscuros por los que - al margen de la filias y fobias de cada pensador - pueden encontrar resquicios y sustento los discursos más extremos.
Sin embargo, no perdura en Alemania solo una simple dicotomía entre razón tecnocientífica e irracionalismo romántico. Uno puede hallar muchos otros ecos. Por ejemplo los que pugnan entre el riguroso e irreflexivo compromiso con el deber y la capacidad crítica emancipatoria para disentir y rebelarse. Muchos alemanes lo encarnaron. Y sus ecos aún perduran. Os los contaré, ya para finalizar, la semana que viene.
Gracias por leerme.
El Putsch de Múnich, también conocido como el golpe de Estado de la cervecería, se produjo en noviembre de 1923 en la capital bávara. Inspirado por el ascenso de Mussolini en Italia y su marcha sobre Roma, Hitler quiso tomar el poder en Baviera como primer paso para derrocar al gobierno de la República de Weimar. En la cervecería Bürgerbräukeller, que hoy ya no existe, Hitler y sus seguidores secuestraron a las autoridades bávaras. Sin embargo, al día siguiente, al marchar hacia el centro de Múnich, las fuerzas golpistas fueron repelidas por la policía; hubo muertos y heridos, y Hitler fue arrestado. Aunque el golpe fracasó, el juicio que siguió le permitió a Hitler difundir su ideología.
El victimismo da rédito político, como con humor siempre fino contaba hace poco Ignacio. Pero no produce risa sino inquietud, salvando las distancias, observar el patrón: un contexto de incertidumbre postpandemia, un fallido golpe de Estado, una declarada política de desinformación y propaganda, una victoria electoral, una represión a medios no afines. Es la Alemania de aquellos años, y en buena medida, los EEUU de hoy.
En la segunda planta de otra cervecería, la Hofbräuhaus (HB) que aún hoy se puede visitar, expusieron y firmaron Adolf Hiler y Antón Drexler los 25 puntos fundacionales que hicieron que el NSDAP dejara de ser desde 1920 un grupúsculo y comenzase a ser un partido que acabaría ganando unas elecciones.
Almansor (1821)
Alemania fue el epicentro europeo de las persecuciones de brujas: se calcula que alrededor del 40% de todas las ejecuciones por brujería en Europa se concentraron en sus tierras.
La universidad suele inducir la peligrosa creencia de creer que uno sabe.
Una segunda parte increíble, a la altura de la primera y deseando leer la siguiente etapa de este viaje. En el delirio nazi, la parte económica fue fundamental para entender por qué el pueblo alemán decidió agarrarse a tales discursos. La desesperación del que tiene dificultades para comer es combustible para que estos discursos calen, y la búsqueda de enemigos externos venía excusada por las fuertes imposiciones del Tratado de Versalles. Keynes lo explica muy bien en una de sus mejores obras. Por lo tanto, del conjunto de circunstancias que deben mantenerse en un orden adecuado para evitar que se repliquen estas situaciones, debemos prestar atención a las condiciones económicas. Por eso es tan importante la buena toma de decisiones en cuanto a política económica se refiere. Aprendamos que las decisiones en este ámbito no son inocuas.