En un conocido pasaje de la película “El club de los poetas muertos” (1989), el profesor Keating pide a sus alumnos que se acerquen y proclama el valor central de la poesía en la vida humana. Reconociendo la dignidad que otorgan muchas otras disciplinas como el derecho, la medicina, el comercio o la ingeniería, explica que leemos poesía porque ella nos conecta con la pasión, aquella que anida en el corazón de lo que significa ser humano:
“No leemos y escribimos poesía porque es bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana. Y la raza humana está llena de pasión. La medicina, el derecho, el comercio y la ingeniería son carreras nobles y necesarias para dignificar la vida. Pero la poesía, la belleza, el romanticismo, el amor… son las cosas que nos mantienen vivos.
Hace unas semanas escribía acerca del bastión en el que durante mucho tiempo creo que aún nos refugiaremos del acoso y derribo que las capacidades emergentes de la Inteligencia Artificial están efectuando sobre nosotros.
Sabernos miserables, comprender que partimos de una íntima situación de precariedad que nos hermana a través de esa pasión y ese amor y desde los que nos lanzamos al mundo, es una experiencia subjetiva en última instancia inenarrable. Es, en buena medida, lo que nos hace sentir más vivos. Algo que permanecerá, por tanto, probablemente inexpugnable a pesar del prodigioso desempeño de la IA en múltiples campos. Sin embargo, esta semana hemos sabido de nuevos progresos de la IA que precisamente se abalanzan sobre esa esfera tan íntima y auténtica de la poesía que enseñaba el profesor Keating.
PoesIA
Un estudio reciente ha mostrado resultados en los que la IA ha vuelto a sorprendernos. En lo que a generación de texto se refiere, hace tiempo que la IA está observando al test de Turing por el retrovisor. Pero ese avance acelerado que hace de su producto algo cada vez más indistinguible del de cualquier mano humana, se ha extendido de forma empírica sobre los versos que penetran en ese corazón humano del que hablara el profesor Keating.
Parece que ya no es necesario experimentar esa pasión, ese romanticismo, esa belleza, ese amor… para ser capaces de escribir versos que nos conmuevan y estremezcan. En este estudio, se consultó a un grupo de lectores corrientes por distintos poemas sobre los que resultaron ser incapaces de diferenciar de manera confiable cuáles habían sido generados por IA y cuáles por poetas humanos. De hecho, los participantes en el experimento tenían más probabilidades de atribuir a los poemas generados por IA una autoría humana que los poemas auténticamente escritos por humanos. Los calificativos los premiaban más en aspectos como el ritmo y la belleza, en su capacidad para inspirar o su profundidad, incurriendo en el error:
Sus autores apuntan a que, acaso, es la mayor facilidad para entender esos textos generados por IA sin perder sutileza la que los ha hecho humanamente más apetecibles por los lectores. En un proceso semejante al de esos rostros generados artificialmente mediante superposición de rostros reales que, aproximándose más a la media, nos generan menos estridencias estéticas. En el estudio, los autores apuntan a que los versos semánticamente más enrevesados de la poesía generada por humanos eran malinterpretados como presuntas incoherencias y alucinaciones de la IA por parte de los participantes. Aunque en el experimento había muchos textos más o menos clásicos, los participantes contemporáneos quizá adolezcan de una circunstancia histórica relevante: Acaso el progreso de la IA en la creatividad artística que amenaza a los autores, después de haberse alimentado y entrenado con sus obras de forma no exenta de polémica, no sea el único culpable de este distanciamiento. Quizá el arte, desconectándose del gusto estético más popular, ha ido cavando su propia tumba.
Instinto estético
Regresando a nuestra película, el profesor Keating hace esa oda a la poesía tras renegar con una rebeldía indómita de la deshumanización que socava lo humano cuando se practican análisis de la poesía en términos matemáticos. Leyendo la introducción metodológica para entender la poesía del eminente doctor Evans Pritchard, califica de excremento toda esa perorata desnaturalizadora que pretende aplicar métricas a la poesía de perfección e importancia como si de un manual sobre tuberías se tratase:
Sin embargo, sin caer en los juegos del lenguaje más especulativos del profesor Pritchard, el profesor Keating no podría negar que preservar ese tronco natural de la poesía, irracional y pasional, y por extensión, de la expresión artística y de la sensibilidad estética universal de todos los humanos, pasa por reconocer que, de alguna forma increíble y misteriosa, este instinto estético está conectado con nuestra naturaleza. Y a estas alturas resultaría indefendible hablar de esa naturaleza sin apelar a los mecanismos sociobiológicos que la han perfilado.
Si tratásemos de analizar, por un instante, la experiencia estética en términos sencillos, podría decirse que consiste en la afectación de agrado o desagrado ante una serie de estímulos externos que impactan en nuestros sentidos, con un tipo de afectación especial, acaso menos burda o primaria de la que experimentamos cuando con sed miramos un vaso de agua, con hambre vemos un plato de comida, cuando nos alcanza el olor agradable de una flor o cuando es el nauseabundo hedor de un urinario. La experiencia estética se encuentra más transida de emociones complejas que de percepciones primarias, aunque algunos estetas rechacen este trasfondo1.
Sin embargo, cuesta no convenir, con otros autores, en que nuestra experiencia del arte es, en el fondo, la de hacernos sentir bien (feel good)2, aunque sea en un sentido más complejo y sofisticado. Esta idea ya estaba presente en Darwin y su obra El origen del hombre, donde especulaba con la idea de que el sentido de la belleza fuese de alguna forma compartido con otros animales, como las aves que parecen juguetear con objetos coloridos, o el evidente atractivo que algunos chimpancés parecen sentir por el pelaje colorido de sus parejas.
Este “instinto protoestético”, podríamos decir, como vector de ciertas apetencias y rechazos predispuestos en nuestros genes, constituiría la base a partir de la cual emergería de forma autoconsciente la experiencia estética humana. Una experiencia que por supuesto edificase un complejo entramado emocional, entretejido con pensamientos, percepciones y deseos mediados cultural y biográficamente anteriores al estímulo estético en cuestión. Al fin y al cabo, aunque transidas de una notable influencia cultural, esas complejas emociones han sido labradas por la evolución durante miles de generaciones, sirviéndonos de mecanismo para reaccionar ante el entorno y comunicar lo que nos disponemos a hacer. Siendo una fuente irrenunciable de nuestros criterios a la hora de elegir, de los que en última instancia depende nuestra supervivencia, la selección natural habría tenido que podar ciertos patrones comunes que hacen de la experiencia estética - como de la risa o de la ira - un universal humano.
De forma que, del mismo modo que nuestras categorías epistémicas o nuestras intuiciones morales han sido reinterpretadas en términos naturales de la psicología evolutiva3, bien podría entenderse que existe una intuición estética natural y universal que después es moldeada en la variopinta esfera cultural. Así, lo que históricamente hemos considerado bello nos ha debido de resultar en algún momento de nuestra historia evolutiva ventajoso para la supervivencia, quedando inscrito en nuestros genes. Y si la procreación o la salud son esenciales para su transmisión, son varios los ejemplos relacionados con nuestras armonías corporales los que pueden dar algunas pinceladas de ese sustrato biológico de la experiencia estética.
Armonías corporales
El papel del cuerpo humano ha sido siempre central en el mundo del arte. No es casual que, al decir de Goethe, la figura humana fuese la encarnación por antonomasia de la belleza. Pero su concepción ha sido muy diferente a lo largo de la historia. La idea de “belleza” de los cuerpos humanos ha sufrido enormes variaciones a lo largo de la historia. La delgadez y la tez morena, que hoy constituyen casi un imperativo estético omnipresente en el recurso publicitario, en otro tiempo eran denostadas frente a las curvas más voluptuosas y orondas, teñidas de una palidez sólo lograda por adecuados maquillajes e ingestas planificadas de vinagre4.
El gusto estético de cada época cribó las expresiones artísticas que fueron dignas de elogio según su marchamo. Una serie como la de Las tres gracias, símbolo de la belleza, atravesando la historia del arte resulta elocuente:
A pesar de este plural abanico, pueden sin embargo intuirse patrones comunes en esta misma serie que nos conducen hasta una raigambre biológica, a través de distintos rasgos, ya sean más obvios o más sutiles:
El desnudo: Quizá el rasgo más elemental, pues este atractivo innegable tiene una obvia inmediatez sexual y es recurrente en muchas de las manifestaciones que pretenden reflejar esa “belleza” del cuerpo. No sólo sirve de reclamo directo para la cópula, sino que muestra más abiertamente las características más prometedoras que el cuerpo del sexo contrario ofrece para contribuir con una ventajosa carga genética a la reproducción.
La juventud: Se aloja innegablemente en nuestra apreciación de la belleza corporal, hasta el punto de que en ocasiones sólo esta lozanía es capaz de sostener muchos otros caracteres más mediocres: y la motivación biológica para esta apetencia es clara, pues la fecundidad del sexo contrario así como la viabilidad de la prole aumentan con esta juventud fértil.
La fortaleza: dada la diferenciación sexual de nuestra especie, en el sexo masculino destaca especialmente este rasgo de forma transcultural y a lo largo de la historia. La motivación biológica para este atractivo resulta clara en la protección propia y de los descendientes que tanto interesa a nuestros genes. La fortaleza canónica del David de Miguel Ángel es paradigmática.
La voluptuosidad: De la mano de esta diferenciación sexual, esta vez por el lado femenino, aparecen los rasgos en múltiples vestigios artísticos desde que se tienen registros. La famosa Venus de Willendorf, más allá de su simbolismo mítico-religioso que sacraliza la vida, es ejemplo paradigmático de la belleza que se halla en senos prominentes y amplias caderas, como síntoma biológicamente relevante de fertilidad y capacidad de alimento para la prole.
La seducción: Incluso las expresiones que juegan a expresar de forma sutil los rasgos anteriores constituyen un rasgo en sí mismo: las ropas traslúcidas, las miradas de soslayo, la delicadeza en las posturas, los gestos de liberalidad… recogen también esa insinuación más sutil que constituye un síntoma de inteligencia y sofisticación, apetecible a nuestros genes para su transmisión a los descendientes como mejor dotación para su supervivencia.
Como estos, podrían identificarse muchos otros rasgos, que han sido conectados de forma más elaborada y, acaso, menos evidente con nuestra base biológica5. Pero si hay una forma objetiva de vincular nuestro sentimiento estético con la naturaleza es a través de las armonías matemáticas. La más simple es probablemente, nuestra predisposición hacia la simetría, como síntoma de salud, y por tanto de atractivo para la perpetuidad de la especie, asociándose incluso a la mayor presencia de ciertas hormonas como la estradiol (clave para la reproducción). Razonablemente simétricos son nuestros cuerpos (orejas, ojos, brazos, pechos, piernas…) y simétrica es nuestra percepción diádica del espacio (arriba/abajo, izquierda/derecha,…) y en general de la realidad que modelamos para hacerla más inteligible.
Otras armonías matemáticas apetecibles se hallan en los fractales tan relacionados con nuestros alimentos6 y algunas proporciones clave que parecen codificar la belleza en sus patrones matemáticos. Así escribí sobre la proporción áurea y la sucesión de Fibonacci, presentes tanto en el arte como en estructuras naturales, desde conchas marinas hasta girasoles, útiles para optimizar recursos y energía:
Transportada hacia el ámbito artístico, la proporción áurea permea todos los tiempos, lugares y obras: La Gran Pirámide de Gizeh, el Partenón de Atenas, la catedral de Notre Dame, la Torre Eiffel,… Se ha planteado incluso que esta proporción pudiera encontrarse en las estructuras profundas de algunas obras musicales de los mejores compositores de la historia. La percepción de la belleza mostraría un gradiente, de forma que aquello que matemáticamente más se aproxime a estas proporciones como la áurea, se percibiría como más bello y perfecto.
Pero esta dorada proporción no pertenece sólo al ámbito cultural perseverado por imitación a lo largo de los siglos, sino que la descubrimos a través del arte en las relaciones de aspecto de las armónicas figuras humanas retratadas por Miguel Ángel, Durero o Leonardo Da Vinci, con su particular hombre de Vitruvio o el rostro de la Mona Lisa. Y es que, efectivamente, en el cuerpo humano natural, la aproximación a esta proporción se halla en numerosas de sus partes7.
Así se hizo famoso S. Marquardt quien persiguió con ahínco patrones comunes a todas nuestras consideraciones sobre la belleza facial a lo ancho del planeta. Aunque de forma polémica por el sesgo de sus muestras, obtuvo interesantes resultados sobre la simetría y las proporciones faciales, que se decantaron en su famosa máscara, resultado de múltiples superposiciones de elementos áureos (pentágonos, triángulos áureos, rectángulos de oro,…). La correlación entre las caras más bellas reconocidas en el mundo mediático y dicha máscara se reveló como más que considerable. Indudablemente, el trabajo de Marquardt se restringió a una época y sus datos son incapaces de abarcar si quiera una parte ridícula de la amplitud de la historia evolutiva en la que los seres humanos hemos sostenido percepciones sobre lo bello. No obstante, su vínculo con la proporción áurea, tan naturalmente arraigada en la historia evolutiva, hace que su máscara sea al menos sospechosa de disponer de algún tipo de fundamento natural.
¿Acaso la IA, con su capacidad para identificar patrones inverosímiles en grandísimas cantidades de datos, está desnudando esta base fisiológica de nuestro gusto estético y apropiándosela? ¿o serán puramente anecdóticos estos casos que relacionan la predisposición genética y la experiencia estética y en realidad, como es constatable en la historia del arte, prime más la pluralidad abigarrada e inconexa de experiencias estéticas irregulares, inciertas y libres, absolutamente alejadas de patrones comunes que la IA pueda aprehender?
La dislocación estética
Podemos imaginar a un grupo de homínidos que, a cierta altura de su evolución, habría logrado mediante la cultura liberarse en alguna medida de su servidumbre natural. El despertar de la tecnología los habría elevado un tanto de la extrema dependencia codificada en sus genes. Esta liberación habría posibilitado el surgimiento de una esfera nueva, la cultural, en la que rasgos y capacidades ahora liberados serían reordenados y reconducidos a la luz de la misma selección natural mediada ahora por la cultura. Pero ¿esto habría supuesto una ruptura completa para la emergencia de la experiencia estética genuina independiente y la autonomía completa del arte?
Como resulta con otros rasgos vestigiales u otras exaptaciones, cabe pensar que la cultura provocó “de pronto” – en términos evolutivos – que los agrados y rechazos labrados en nuestro ADN durante miles de generaciones ganasen un cierto grado de autonomía con respecto a su función original. Pero el peso de la historia es determinante. Llevamos dos telediarios haciendo arte. Al menos con respecto a nuestra historia evolutiva. De forma que parece que más que una ruptura, el juego libre de los apetitos se habría dislocado de su origen. El término no es casual: cuando un miembro se disloca, como una articulación, obtiene una libertad de movimiento hasta ese momento imposible, completamente novedosa; pero al mismo tiempo sigue manteniendo cierta conexión, pues no se produce el desmembramiento completo. Su conexión natural es innegable.
De esta forma, los ojos que antes sólo habían observado los fenómenos amenazantes de la naturaleza como pavorosos, pasaron sin solución de continuidad a transformar aquellas montañas terribles y amenazantes en majestuosas y sublimes. Como la grandeza de aquellas imponentes montañas, nos habría inundado el sentimiento de la inmensidad de los océanos, el vértigo de las simas, el poderoso simbolismo del colorido del bosque,…
Este colorido habría aprovechado esta dislocación para proyectarse multiculturalmente en nuestra percepción del cromatismo, sin perder con ello cierta base transcultural natural. Basta pensar, con algunas excepciones culturales, cómo:
El color negro se asocia a la ausencia de luz y de la noche, cuando la vulnerabilidad del hombre limitado en sus sentidos se acentúa. Es el color que preside buena parte de nuestras representaciones ligadas al luto, al misterio – novela negra – al terror y a la muerte8.
El color blanco se asocia a la pureza, la inocencia y la seguridad, emparentado con la luz natural y la limpieza de la nieve recién caída que puede consumirse sin peligro de infección.
El color amarillo se asocia a la alegría y a la alteración, y a la imprescindible luz del sol para la actividad y la obtención del alimento.
El color rojo se asocia a la energía, la fuerza, la pasión y el peligro, vinculándose al color de la sangre, del fuego y del fruto maduro9.
El color azul se asocia a la estabilidad y la profundidad, a la tranquilidad y la relajación que provoca directamente en el metabolismo, engarzándose con el color del cielo despejado que no amenaza con tormentas y el color del mar en calma junto al cual la presión atmosférica es mayor, haciendo que la tensión sanguínea disminuya.
…
¿No son todos estos elementos estéticos y sensoriales enormes vectores de explotación publicitaria y manipulación psicológica? ¿No se aprovechan hilos musicales adecuados que valen tanto para hacer pastar placenteramente a las vacas y que den mejor carne como para hacernos comprar apaciblemente en las tiendas? ¿No se utilizan, por el contrario, estridentes melodías que retumban en nuestros tímpanos en las discotecas exacerbando la desinhibición y la liberación de hormonas para nuestra satisfacción, socialización y activación? ¿No habrá incluso en el gusto y el arte culinario más sofisticado cierta presencia de lo estético cuyo sustrato se halle ligado a la supervivencia, con el agrado por lo que alimenta, enriquece y proporciona reservas, y el desagrado por el rechazo del fruto malo que envenena y debilita? ¿Qué espacio queda para el arte? ¿Un espacio en el que, para distinguirse, todo sea relativo?
La ruptura: El relativismo contemporáneo de lo bello
Hay una ruptura que la IA en su avance está sabiendo aprovechar. Se trata de esa brecha entre el público y el artista que Ortega ya previno en La deshumanización del arte hace ahora un siglo, donde el arte de las minorías parecía que sólo pretendía epatar, hasta acabar volviéndose socialmente irrelevante. Y a la luz de lo expuesto, parece que, entre otros motivos, podría deberse al abandono progresivo de esta raigambre natural. En nuestros días postmodernos, permeados por el pensamiento líquido (Bauman) y débil (Vattimo), al relativismo de las posiciones éticas y políticas se suma el de las estéticas. En este supermercado de los valores, todo parece tan respetable como apreciable. Y gran parte del problema de la indeterminación de lo que es y no es arte (Duchamp), así como de la criticada desconexión entre el gusto popular y el del mundo de los entendidos en arte, proviene en buena medida de esta ruptura.
Desde tiempo inmemorial, la diversidad humana ha favorecido la innovación y esta ha premiado su protección proporcionando novedades culturales, tecnológicas y artísticas capaces de aumentar la productividad, la capacidad de adaptación y la de sugestión para la convivencia. Pero la excesiva diversidad ha mermado la cohesión de los grupos, encontrándose al final siempre un equilibrio entre ambos extremos. De ello hablé aquí:
El relativismo estético postmoderno habría compensando la uniformidad normativa canónica tradicional, del mismo modo que el movimiento romántico habría tratado de compensar la racionalidad neoclásica ilustrada. E hizo bien, en lo que a innovación se refiere. Pero la necesaria fisura en una concepción monolítica de la belleza como belleza objetiva habría sido, sin embargo, profundizada en exceso, al orillar por completo este instinto estético natural. Un instinto que, si bien no es capaz de permitirnos hablar de la objetividad de lo bello, sí refiere de forma más sutil la existencia de una intersubjetividad de lo humano, inherente a la especie o incluso al género. Desmitificado el carácter necesario de una belleza natural o positiva, o de una tradición estética a la que regresar, la contundencia de lo bello contaría con un poso contingente pero extremadamente longevo en nuestra historia evolutiva al que no se le puede dar la espalda. Por eso, resuena aquella expresión de Baudelaire según la cual las bellezas contienen algo de eterno y algo de transitorio, de absoluto y de particular.
Las súbitas y plurales revoluciones de las modas contemporáneas, además de responder a la voracidad del sistema que halla en el ciclo renovado de la innovación estética un sistema perfecto para mover la rueda del consumo, se llevan por delante afinidades estéticas y afianzan otras nuevas. Y en ese devenir atolondrado, las formas de arte habrían querido distinguirse de la estética industrializada de consumo propia de la publicidad y la mercadotecnia rompiendo por completo con su base más instintiva y humana, tratando de elevarse al plano más conceptual. La dislocación en la base del arte podría haber alcanzado un contorsionismo tan preocupante como para que la IA se asome amenazante a penetrar entre sus grietas.
El instinto estético conecta con lo más íntimo y arraigado de nuestra naturaleza. Olvidarlo supone abrir la puerta de par en par para que la IA fagocite la producción del artista, como un señor Pritchard que meticulosamente cuantifica los parámetros con los que caracterizar los versos de Byron y encima declame mejor que él. Además, si no quiere quedarse en el mero estímulo estético o los meros juegos del lenguaje privados, en palabras de Wittgenstein, el arte debe hacerse cargo de aquel papel emancipador que Adorno y Marcuse le requiriesen para dignificar la vida humana. Esa intencionalidad liberadora, inasible para una IA inconsciente y ciega, sería sin embargo aprovechable en un esquema en el que el ser humano y la máquina colaboraran para la creación conjunta.
Así por ejemplo George Dickie o Nelson Goodman se han mostrado reticentes a admitir la existencia de un trasfondo emocional común a la experiencia estética.
Así lo ha trabajado con profusión Ellen Dissanayake en su maravilloso libro Homo Aestheticus: Where Art Comes From and Why.
Suele decirse que las categorías y esquemas conceptuales cognitivos como los de causalidad o la temporalidad, a priori en palabras de Kant, han sido destrascendentalizados. Por no hablar de las enormes evidencias científicas que conectan nuestras valoraciones morales con nuestras emociones, y que han trenzado a favor de nuestra cooperación sentimientos y valoraciones bondadosos hacia la empatía o la compasión. Son muchos los estudios que han mostrado cómo la codificación moral de nuestras culturas surge a partir de los beneficios evolutivos que proporcionan las actitudes de reciprocidad y altruismo. En ese sentido, decía el último sucesor de Kant en la cátedra de Könisgberg, Konrad Lorenz, que los “a priori” kantianos no son más que “a posteriori” biológicos.
Las connotaciones del estatus social son innegables: la tez morena hoy se asocia al ocio vacacional de las clases pudientes, mientras que otrora tenía la negativa connotación de asociarse a quienes, como los campesinos, estaban obligados por el trabajo a exponerse más al sol.
Rasgos faciales, simetría, relación pierna-cuerpo, forma de las manos, estatura, relación cintura-pecho, abdomen plano, vello corporal y facial, línea de mandíbula, forma de los ojos, relación cintura-cadera, tamaño de los pies, cabello… Interesantísimo.
Los fractales son estructuras que reiteran un patrón geométrico de forma recursiva bajo un número de variaciones no entero, y su presencia en la naturaleza es más que notable en muchos ejemplos de la vegetación que nos alimentó durante cientos de miles de años.
La proporción áurea se da entre la distancia entre los ojos y la longitud de la nariz, entre el tamaño de los ojos y la altura de las cejas, entre el ancho de la boca y la distancia entre el labio superior y la barbilla,… también se halla en la razón entre la altura de nuestros dientes y su anchura, entre la altura de nuestros dientes y la anchura agregada de los dos incisivos principales,… también se halla en la proporción de nuestras falanges, la estatura frente a la extensión de hombro a dedos de la mano opuesta,…
Es interesante observar cómo la cultura japonesa invierte esta connotación en el caso de la muerte: Aunque también el blanco simboliza pureza, está asimismo asociado con la muerte. Los cadáveres se envuelven en kimonos blancos para simbolizar el regreso al estado puro antes del nacimiento.
Durante el proceso de hominización, parece que nuestros ancestros experimentaron una mutación de un gen para una proteína fotorreceptora que cambió su sensibilidad de la luz verde a la roja. Ese pequeño cambio, según algunos científicos, podría haber posibilitado una ventaja adaptativa clara en la identificación de alimentos, para seleccionar los más maduros y las hojas rojas más tiernas frente al follaje verdoso.
Me ha llevado una semana leer (y releer) tu texto para captar la cantidad de matices que has insertado en él. Así que, antes de nada, enhorabuena, una vez más, por brindarnos un artículo que genera tantas dudas como intuiciones.
En el terreno del arte y la IA, a mi juicio hay un elemento que suele dejarse de lado, y que tú apuntas en el tramo final: se trataría de la visión más personal del artista, de su idea del mundo. En este sentido, creo que el arte tiene como una de sus misiones el romper con lo establecido («dislocar», como dices) para generar nuevas formas de mirar, nuevas nociones que nos lleven a poner en tela de juicio lo que damos por sentado.
Quizá el posmodernismo y las corrientes que lo sucedieron ampliaron el terreno de juego artístico hasta el punto de difuminar (quizá en exceso) la línea que separa al artista del artesano, al creador del plagiado, al innovador del «mezclador». Pero en cualquier tiempo, incluso reciente, hay artistas que desafían el statu quo para generar esas nuevas formas que rompen con lo anterior, incluso a riesgo de no ser comprendidos en su propio tiempo.
La IA, al menos por ahora, no puede permitirse ese tipo de ruptura: como dice Ignacio, a lo sumo es capaz de replicar de forma muy certera estilos heredados, lo cual puede, en efecto, ser una vía de creación —o pseudocreación— hasta cierto punto válida en tanto sea aceptada por el consumidor.
El reto, desde mi punto de vista, es confiar en esa percepción del (verdadero) artista que genera una cesura con los modos anteriores y abre vías de expresión y comprensión diferentes. Si este puede ser ayudado de algún modo por la inteligencia artificial en ese proceso, quizá haya que acoger la herramienta como tal; pero no arrojarse a sus brazos con la esperanza o creencia de que generará esas rupturas estéticas que, de un modo u otro, han ido haciendo avanzar el arte.
Extraordinario. Millones de gracias.