Varios son los mitos arcaicos de las culturas del Creciente Fértil que se recogen en el Génesis, el primero de los libros de la Biblia1. Entre ellos, sin duda, destaca el mito de la Torre de Babel. En un denso y breve fragmento se narra aquella conocida historia:
Toda la Tierra hablaba una misma lengua y usaba las mismas palabras. Al emigrar los hombres desde Oriente, encontraron una llanura en la región de Senaar y se establecieron allí. Y se dijeron unos a otros: «Hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego». Emplearon ladrillos en lugar de piedras y betún en lugar de argamasa; y dijeron: «Edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo. Hagámonos así famosos y no andemos más dispersos sobre la faz de la Tierra». Pero Yahveh descendió para ver la ciudad y la torre que los hombres estaban edificando y dijo: «He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua; siendo este el principio de sus empresas, ahora nada les será imposible. Pues bien, descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros»
Así, Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó Babel, porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie.
La interpretación tradicional más literal nos enseña que Yahveh, al ver la desmedida ambición de los constructores, decidió intervenir. Para limitar su ambición, confundió sus lenguas, haciendo imposible que se entendieran entre sí. Esto llevó a la dispersión de la humanidad por toda la Tierra y al abandono del proyecto, dando origen al nombre "Babel", símbolo de confusión y diversidad lingüística. Pero no todo es tan sencillo.
Límite, unidad y diferencia
A lo largo de la historia, el mito de Babel ha suscitado múltiples interpretaciones que reflejan las preocupaciones y perspectivas de distintas épocas y tradiciones. Su interpretación más literal es la de una narración mítica que pretende explicar la diversidad de lenguas de los pueblos. Sobre esta, la exégesis religiosa más tradicional se ha limitado a leer un castigo divino a la soberbia humana. Pero Babel es un mito denso y rico, con múltiples capas interpretativas.
Grandes pensadores han explorado desde la antigüedad hasta nuestros días muchas más lecturas. Desde las tentaciones de la arrogancia hasta las promesas y los peligros de la innovación tecnológica. Algunas lo consideran una celebración de la diversidad cultural y lingüística. Para la filosofía, Babel ha servido como símbolo para explorar la naturaleza fragmentaria del lenguaje, la comunicación y los límites de la comprensión, y la condición humana y su anhelo de trascendencia.
Walter Benjamin, por ejemplo, ve en Babel una alegoría de la pérdida de la lengua pura, un lenguaje originario que no solo comunicaba, sino que revelaba la esencia de las cosas. La dispersión de las lenguas humanas simboliza una fractura espiritual, pero también una oportunidad para emprender un viaje hacia la redención. La tarea del traductor, en este contexto, no es simplemente trasladar palabras de un idioma a otro, sino intentar recuperar fragmentos de esa verdad perdida que subyace a todas las lenguas. Aunque esta recuperación nunca será completa, la traducción es un acto poético y espiritual que nos acerca a una comunicación más profunda. Así, el mito no solo señala una caída, sino una promesa: el lenguaje humano, aunque fragmentado, conserva ecos de humanidad, y cada acto de traducción o interpretación contribuye a tejer los hilos dispersos de esa unidad perdida.
Derrida, sin embargo, interpreta el mito de Babel como una poderosa metáfora sobre los límites y las posibilidades del lenguaje. Para él, la confusión de las lenguas no es un castigo divino, sino una condición inherente al acto de comunicar. El lenguaje, según Derrida, nunca puede ser transparente ni universal; siempre está atravesado por diferencias y significados desplazados, lo que él denomina différance. En esta línea, la caída de Babel simboliza el fracaso inevitable de cualquier intento de construir un sistema lingüístico unificado y cerrado, revelando que toda comunicación es provisional y abierta a reinterpretaciones. Este carácter fragmentario, sin embargo, no es una carencia, sino la esencia misma del lenguaje, que nos invita a abrazar la multiplicidad y la indeterminación. La traducción evidencia esta imposibilidad y resulta ser siempre un acto creativo, que puede convertirse en traicionero2, pero que abre nuevas posibilidades de significado.
La traducción tiene el encomiable reto de retejer esos hilos que nos conectan para Benjamin, aunque pueda estar condenada de raíz como en Babel, para Derrida. Personalmente he vivido esa desazón al experimentar que, incluso absolutamente inmerso en una cultura idiomática distinta y tratando de ceñirme a la traducción de una expresión lo más simple y cotidiana posible, siempre existe un último matiz intraducible. Algo que siempre se nos resistirá. Una inconmensurabilidad entre los lenguajes, si empleamos la expresión de la filosofía de la ciencia. Un cierre lingüístico que se manifiesta en la hipótesis de Sapir-Whorf, a saber: que un determinado idioma, con sus estructuras gramaticales y su léxico, determina la visión del mundo que tiene la correspondiente comunidad lingüística que lo emplea. Y que es en última instancia incomunicable.
La tecnología, sin embargo, sale en nuestra ayuda. Y en nuestra era tecnológica, el mito reverdece. La globalización es articulada por las TIC y la lengua franca del inglés3 fluye por sus arterias, con la traducción que teje los esfuerzos diplomáticos y los acuerdos comerciales transnacionales. La IA además está revolucionando con sus capacidades la traducción instantánea, aunque también esté sufriendo su particular efecto Sapir-Whorf asimilando las diferencias culturales con sus datos de entrenamiento.
Pero a un nivel brutalmente funcional, comienza a hacernos pensar que puede que no tenga sentido para el común de los mortales aprender hoy otro idioma que el materno, porque cada vez más dispositivos y aplicaciones no sólo traducen los textos a golpe de un clic, sino que van incorporando en tiempo real las voces de nuestros interlocutores en nuestra propia lengua materna, como ciertos tipos de auriculares o aplicaciones de videoconferencia. Un avance colosal para derribar la desigualdad estructural entre el mundo angloparlante y el resto del planeta, y para fluidificar la capacidad del talento humano para abrirse paso sobre las barreras idiomáticas.
Sin embargo, hay quienes observan en esta nueva aspiración global y colectiva de los humanos una nueva torre de Babel, que al encerrar en su corazón las ambiciones desmedidas, insostenibles y uniformizadoras propias del capitalismo o del imperialismo geopolítico, se ha topado en los últimos años con nuevo castigos babélicos.
Babel, Internet y las redes sociales
El conocido psicólogo social Jonathan Haidt se ha servido en diversas ocasiones de este mito para tratar de iluminar lo que nos ha sucedido a propósito del impacto de las redes sociales con la discordia y la polarización que han generado. Si os interesa profundizar, aquí tenéis un artículo completo de hace un par de años.
Para Haidt, la emergencia de Internet de principios de siglo llevó a un optimismo tecnológico de la cooperación a gran escala facilitada por la red. El comercio global fluía mucho mejor, y parecía alejarse toda tentación de que un dictador pudiera imponer su voluntad a una ciudadanía cada vez más interconectada e informada. Este optimismo alcanzó probablemente su cénit en 2011, que comenzó con la Primavera Árabe y terminó con el movimiento Global Occupy, inspirado para muchos por el 15M español que tuvo una innegable repercusión mundial. En aquel año, Google Translate se incorporaba a todos los smartphone del mundo facilitando el entendimiento entre lenguas. Por fin la Globalización, más allá de los masivos intercambios económicos posibilitados tras la caída del muro, comenzaba a adquirir un sentido cosmopolita unificador.
Pero el proyecto de esta nueva Babel ha ido en la última década derruyéndose, profundizando en la discordia desintegradora, como apunta Haidt. Una fuerza espontánea desmorona todo intento de construcción y de orden, a saber, el crecimiento inexorable de la entropía en el universo. Pero otras fuerzas obsesionadas por maximizar su rentabilidad han dañado gravemente la convivencia social y la democracia través de las redes sociales. Y lo han hecho atacando, precisamente, a la confianza en las tres fuerzas principales que unen a las democracias contemporáneas: el capital social, las instituciones sólidas y las historias compartidas. El poder de las redes sociales ha actuado como un auténtico disolvente universal de esa confianza.
Tras entrenar a los usuarios a pasar más tiempo actuando y menos tiempo conectándose entre sí, las redes sociales transformaron su dinámica inicial, y la viralidad fue servida en bandeja para maximizar nuestra atención y capitalizarla. De la acumulación cronológica de contenidos publicados por nuestros contactos, los algoritmos pasaron a priorizar contenidos que nos engancharan y estimularan, primando particularmente aquellos que nos enardecen, indignan, encolerizan y dividen. Las publicaciones nos adentraron en el pernicioso juego de ansiar la fama a través de la viralidad, al coste de sufrir cada vez con mayor frecuencia la ignominia del escarnio público. Muy pronto, los likes y los retweets fueron creando cámaras de eco personalizadas que alimentan nuestro sesgo de confirmación, de forma que la fragmentación cuajó y la polarización nos ha dispersado, bajo la seria amenaza de provocar auténticas fracturas sociales y políticas a múltiples niveles. La pesadilla de James Madison parece volver a hacerse realidad4. El castigo de Babel, en esencia.
De hecho, las aspiraciones de cambio de los movimientos indignados tras la Gran Recesión de 2008 se diluyeron atomizados en los entresijos de estas mismas redes. Pretendían refundar el capitalismo - Sarkozy dixit - y a la misma democracia para hacerla real, por haberse mostrado incapaz de evitar ni de mitigar los devastadores efectos de la crisis provocada por la especulación financiera desregulada, la corrupción política y económica de las élites, la insostenibilidad ecológica y la competencia geopolítica. Sin embargo, volátiles como el pensamiento líquido al que apuntara Bauman, estos movimientos sin relato propio acabaron disolviéndose en las propias redes. Para Haidt, la era de Trump habría irrumpido precisamente aprovechando la nueva dinámica en la que la fragmentación y la erosión de la confianza han permitido que la mentira no pase factura, que los escándalos no se traduzcan en castigo electoral, que la posverdad se imponga, y que el cabreo - en ocasiones contra enemigos imaginarios y teorías de la conspiración peregrinas - vote por nosotros. Acabamos de reeditarlo.
Aunque las redes sociales han seguido posibilitando mecanismos positivos de cooperación y denuncia, como los del #Metoo, para Haidt parecen ganar por goleada los que, con tal de aumentar su estatus y monetizar la atención captada, viven de la confrontación y la agresión. Porque incluso cuando son minoría, los trolls acaparan el discurso e intoxican la conversación pública. Y los moderados son expulsados del debate, encapsulando la discordia de forma irreconciliable. Y sucede a ambos lados del espectro ideológico, entre los guardianes morales de lo políticamente correcto y quienes se hartan hasta la sordidez de tanta dictadura moral y arremeten violentamente contra ella. Las redes son el espacio en el que reviven los tribunales inquisitoriales digitales, la presunción de inocencia desaparece, y el otro es a la mínima convertido en un enemigo acérrimo. Lo que además nos vuelve colectivamente más estúpidos, porque dejamos de compartir opiniones contrarias y conocimiento por miedo a que cualquier atisbo de disidencia acabe por merecer la represalia pública. Que se lo digan a las universidades americanas. El castigo de Babel a rienda suelta.
Pero Haidt no es el único autor de origen judío - en este caso ateo - que regresa a este mito para renovar su lectura. Otros han querido volver a profundizar en su significado remontando sus raíces semitas.
Un rabino en redes
El rabino Ari Lamm, un conocido intelectual judío que se prodiga en redes sociales y medios, propuso hace un par de años un nuevo análisis del mito bíblico tratando de entender cuál fue el verdadero pecado de los constructores. A través de un curioso análisis lingüístico del hebreo original, Lamm conecta esta narrativa con otros pasajes bíblicos que resulta iluminadora.
Lamm comienza advirtiendo que, tras el diluvio narrado en el Génesis, los descendientes de Noé se habían extendido “por sus tierras, cada uno con su propia lengua…”. Obedecían así de nuevo al mandato originario de “creced y multiplicaos”. Sin embargo, en el inicio del relato de Babel, se describe inexplicablemente el proyecto emprendido por un solo pueblo. Sospechosamente, “toda la Tierra hablaba una misma lengua”.
Su análisis comienza centrándose en la expresión “Vamos, hagamos ladrillos". Esta exhortación se confronta en el texto para hacerlos “en lugar de piedras”. El doble empleo de la raíz hebrea para “hacer” y “ladrillo” sólo se localiza en otro pasaje bíblico: el del Éxodo donde el faraón ordena que los israelitas fabriquen ladrillos, dentro de su régimen de esclavitud y la explotación. Esta conexión sugiere que la construcción de la torre en Babel no era solo un acto creativo, sino la consecución de un mandato opresivo basado en el trabajo forzado.
Por otro lado, ese “vamos” o “venid”, enunciado en el hebreo havah, parece ser una palabra muy poco común en el texto bíblico que precisamente se repite en el mismo libro del Éxodo, cuando el faraón intriga para someter a los israelitas, exclamando “Venid, procedamos astutamente con ellos" . La convocatoria de havah implica una acción calculada y organizada para consolidar poder a costa de otros. En Babel, esto refuerza la idea de que la construcción de la torre tenía fines coercitivos.
En tercer lugar, la constatación de Yahveh de que “todos forman un solo pueblo” resulta equívoca. Aunque esa supuesta armonía humana parecería positiva, la expresión se vuelve intrigante cuando se observa que coincide en su raíz semántica con la empleada en el episodio en el que los hijos de Jacob se ven invitados a formar “un solo pueblo” por parte del clan de Siquem. Sin embargo, esa fusión por encima de las diferencias escondía una trampa: los hijos de Jacob conversaban bajo presión. Siquem había violado y mantenido cautiva a su hermana Dina, de manera que la propuesta de formar “un solo pueblo” trataba de encubrir con esa uniformidad las fechorías y agresiones que habían cometido. En Babel, ser "un solo pueblo" no celebra la cooperación humana, sino la imposición de una uniformidad forzada que pretende eclipsar los abusos y las afrentas.
Por último, Lamm se centra en la expresión "Ahora nada les será imposible" por la que Yahveh decide intervenir. Pareciera que Dios constreñía las engreídas aspiraciones humanas. Sin embargo, esa expresión traducida como “imposible” se encuentra en su raíz ligada al verbo yibbatzer que significa "fortificar" o "cerrar”, empleado en una cuarentena de otros pasajes bíblicos, para describir las ciudades fortificadas mesopotámicas, como sería la de la Babilonia del exilio judío, centralizadoras del poder y protegidas de las amenazas externas. En Babel, la "fortificación" no sería solo física, sino cultural y simbólica: representa un sistema cerrado, el primer imperio, que busca controlar todos los aspectos de la sociedad para acaparar y en su caso sofocar la creatividad y la libertad mediante la uniformidad.
La lectura de Lamm es, pues, una oda a la diversidad querida por Dios, y nos conduce a interpretar su castigo bajo una nueva óptica: la confusión de las lenguas destruye esta “fortificación”, se enfrenta a la opresión que uniformiza culturalmente, alumbra la verdad de las tropelías cometidas y restaura la diversidad y la pluralidad en la humanidad de acuerdo al acto creador primigenio. Babel no representa una época dorada de inteligibilidad mutua, sino una aspiración a ese tipo de universalismo que nos empobrece y devalúa, que en última instancia considera que todos somos iguales en el sentido de reemplazables, en palabras de Lamm. La dispersión divina sería una bendición que libera a los humanos de esa constante tentación por el imperio, tanto por el embriagador poder de gobernar a los demás, como por el sueño de una hermandad universal totalitaria.
Bajo todas estas lecturas creo que puede hallarse otra acaso más profunda, de corte sociobiológico, y que subyace a este mito. Una lectura que observe el dilema que afronta la vida queriendo mantener el orden y viéndose obligada a explorar innovaciones adaptativas para afrontar el cambio. Un dilema que aflora entre el intento de construcción cooperativa que pone orden y la riqueza de la pluralidad. Una lectura que también observe el dilema entre los riesgos del totalitarismo homogeneizador y los riesgos de la disolución entrópica.
Un dilema que en el fondo sirve para explicar la tensión permanente que anida detrás de toda cultura humana. Un equilibrio entre las virtudes de la tradición y las del progreso. Entre las del orden que conserva y ritualiza y las de la innovación que desordena y mejora. Un equilibrio que rehuye de una homogeneidad excesiva y de una diversidad extralimitada. Un dilema que se ha manifestado recurrentemente en la historia en el equilibrio en el eje político entre las posiciones de izquierda y de derecha, a pesar de que muchos las hayan dado por muertas como categorías políticas. Un eje persistente a pesar de los múltiples avatares históricos y sus transformaciones. Un dilema al que un día, quizá, dedique un libro. Porque el mito de Babel sigue siendo inspirador.
Además del de Babel, hay múltiples ejemplos de mitos que recrean estructuras, temas o ideas presentes en otras civilizaciones como la de los sumerios o los egipcios. Por ejemplo, el propio relato de la creación del mundo, el Jardín del Edén, la Caída o el Paraíso perdido, el diluvio universal o la lucha fratricida entre Caín y Abel.
Así reza una famosa expresión italiana: traduttore, traditore, es decir, traductor, traidor.
Es inevitable hacer mención al intento del esperanto que L. L. Zamenhof inventó para tratar de crear un lenguaje artificial a finales del siglo XIX y que, aunque apenas tuvo éxito, es una lengua que hablan entre 100.000 y 2.000.000 de personas según Wikipedia.
James Madison, uno de los padres de la constitución de EEUU, y cuarto presidente de los Estados Unidos, reflexionó y escribió con profusión para advertir a una nueva democracia en ciernes como la norteamericana sobre los peligros del gobierno de las turbas o facciones. De esas minorías que, bien alineadas, pudieran alzarse con el poder y dañar los derechos inalienables de otras minorías, llegando incluso hasta la hacer sucumbir al sistema.
Me ha gustado mucho tu argumentación hasta llegar a esa conclusión final, conectando el mito con la tensión entre el progreso y la tradición, entre la innovación y la conservación (es curioso, porque es mi tema de esta semana también).
Quizá la interpretación más obvia y clásica, a pesar de todo, no pierde vigor en estos días: la construcción de la torre como la exhibición de una hybris tradicional, el pecado del orgullo desmedido de aquellos que creen estar por encima del poder. Por mi parte, ese poder lo he asociado siempre a la propia naturaleza, de manera que el «pecado» sería, más bien, el considerar el mundo como un recurso, sin tener en cuenta sus límites, y atentando así contra el propio entorno que nos protege.
Ted Chiang tiene un cuento llamado «La torre de Babilonia» —que creo haber citado en algún artículo— en el que le da una vuelta al mito: en este caso, la cúspide de la torre guarda una entrada que lleva al que la traspasa a un lugar alejado de la ubicación de esta. Así, lo que el relato transmite es la idea de circularidad, casi un eterno retorno nietzscheano, ya que en el fondo la obra es incognoscible para el ser humano. El texto dice:
«Mediante esta construcción, la obra de Yahvé estaba firmada, y la obra de Yahvé quedaba oculta.
De esta forma, los hombres sabrían cuál es su lugar».
Qué interesante. Dos notas:
Yo también viví cinco años inmerso en una lengua diferente. Para mí fue una experiencia motivadora, excitante y desafiante. Además, supuso una llamada a la humildad: tendemos a ver el mundo según nuestra cultura (y nuestra lengua es uno de sus condicionantes, o incluso uno de sus elementos constitutivos); pero otra gente piensa distinto porque habla distinto. Desde entonces nunca he vuelto a ver una película doblada, ni siquiera en coreano. La diversidad es riqueza. De momento la IA solo ofrece soluciones prácticas. No puede sustituir (insisto, de momento) a la comprensión del otro cuando hablas su misma lengua.
Lecturas cabalísticas aparte (la del rabino no me convence mucho), me inclino por pensar (la verdad es que no me había parado a reflexionar sobre esta leyenda, pero tus artículos es lo que hacen: provocan la reflexión) que la historia de Babel habla en el fondo de las limitaciones de nuestro cerebro, de nuestro conocimiento. De la terrible lucha contra la entropía (este término te lo copio) que hay que sostener cada día con un puñado de conexiones neuronales.
Hablando de entiende la gente.