¿Qué tiene la piedra, que atrapa? Al menos esa piedra que queda, la piedra a la que el cincel le ha quitado todo lo que sobra, como decía con fingida modestia el famoso escultor.
Quizá sea su dureza impenetrable, su inmovilidad desafiante, o ese silencio cargado de secretos que sólo el cincel es capaz de desvelar. Los escultores han intuido siempre esta fuerza intrínseca que, una vez liberada de lo superfluo, da vida a formas, emociones y pensamientos. Fidias lo supo bien, cinco siglos antes de Cristo, al moldear los frisos del Partenón, donde la perfección matemática de cada figura no sólo reflejaba la belleza ideal, sino también el alma colectiva de una civilización. Pero, ¿qué es lo que tiene la piedra para transfigurarse en manos del genio humano?
Una visita al Louvre nos cautiva con La Victoria de Samotracia, aquella figura semiderruida cuyas alas surgen desde la piedra como un estallido de movimiento detenido en el tiempo. Esta figura, sin cabeza, sin brazos, parece aún alzar su vuelo triunfal sobre las olas de una batalla. ¿Qué historia hay detrás de su postura? Se especula que fue un tributo a una victoria naval, pero hoy, resignificada, representa no sólo la gloria militar, sino también la fragilidad de una humanidad que desde su lastre pretende alzar el vuelo. ¿Qué tiene esta piedra, que, rota e incompleta, sigue siendo majestuosa, desafiando los equilibrios como si unas alas de piedra pudieran batirse en el aire?
Cuando Miguel Ángel, después de casi dos décadas, logró terminar la figura de su Moisés, cuentan que le golpeó en la rodilla exclamando: "¡Habla!". Lo había labrado con una delicadeza exquisita y un detalle anatómico primoroso1, y a la figura ya solo le faltaba hablar para ser humana. Con aquella exclamación legendaria reclamaba algo más que perfección técnica; pedía vida. Este impulso, este deseo demiúrgico de otorgar vida a lo inerte que anida en el escultor resuena hoy en nuestros intentos de dotar a las máquinas de pensamiento y lenguaje. ¿Acaso estamos también nosotros a punto de golpear a la inteligencia artificial con el último golpe de cincel, esperando que despierte y tome consciencia?
La mirada de El Moisés, majestuoso, contiene la fuerza de la creación misma, cargada de la llamada terribilitá, esa intensidad que Miguel Ángel quiso retener en ella tras la contemplación de lo innombrable. Pues este es el Moisés que reposa consternado tras su descenso del Sinaí, portando las tablas con los diez mandamientos esculpidos bajo su brazo derecho, después de haber visto a Dios2. La piedra, una vez inerte, se convierte ahora en un testimonio del estremecimiento ante la revelación de lo inefable. ¿Qué tiene la piedra para transmitir esa experiencia trascendental?
Hay un mismo hilo tensado que conduce hasta su imponente figura del David, una anatomía que captura a su vez un momento cargado de tensión y determinación. El joven héroe bíblico se muestra en el instante previo al combate con Goliat, donde el reposo de su postura contrasta con la intensidad de su mirada. El enclenque pastorcillo que derrotó al gigante es aquí elevado a modelo canónico. Pero su calma inquieta y atenta borbotea por la densidad de sus venas, incluida la desconocida por entonces vena yugular que serpentea en su cuello. Brotan del relieve de la piedra, como si latieran palpitantes bajo una piel erizada ante la lucha inminente con el gigante. ¿Qué tiene la piedra, que puede expresar tanto en la quietud de una figura inmóvil?
Otro par de décadas después, el genio sobre la piedra siguió cabalgando, espoleado por la competición y la gloria. Con apenas 20 años, un jovencísimo Bernini clava de forma magistral las manos de Plutón sobre el muslo de Proserpina hasta que la piedra se vuelva carne, hasta que su superficie se acomode como piel elástica. Una ambición le empuja a darle vida. ¿Qué tiene la piedra que, golpeada con fuerza, puede producir semejante suavidad? ¿Qué tiene para ser capaz de extraer el genio de un veinteañero cuando la mayoría de nosotros a esa edad apenas ha despertado al mundo?
Es una ambición que no conoce límites que se impongan al cincel. La piedra sirve a Bernini para expresarse y trascender fusionando su dureza con la delicadeza de un instante. En sus manos, Dafne huyendo de Apolo se transforma, retratada en una obra que captura ese momento en el que el dios la alcanza justo cuando ella, desesperada por escapar, logra que su súplica sea escuchada y comience a transformarse en un laurel. Los dedos de sus manos se alargan y se convierten en hojas, mientras sus pies se fusionan con la tierra y se transforman en raíces. La piedra logra hacer visible lo invisible: la metamorfosis, la transfiguración de lo humano. ¿Qué tiene la piedra que puede capturar ese momento fugaz de cambio absoluto?
Pero la piedra en manos de Bernini no solo atrapa el instante dinámico, sino también el arrebato pausado, ese éxtasis emergente que bulle en el interior de lo más íntimo y que se expresa y tiene cabida en sus recodos. Así, es capaz de materializar el intangible éxtasis, que se inspira en la pequeña muerte, al decir galo3, para, de nuevo, volver a transmitir la trastienda en la que se halla quien se ha expuesto a lo inefable, quien se ha visto atravesado por la belleza, como la mística Santa Teresa.
El extrovertido y relacional Bernini retornaba después de un tiempo con esta obra a la escultura, de nuevo con el afán de volver a imponerse a Borromini, su alter ego en la puja por el favor de Roma. Su competencia mutua había cubierto de maravillas la ciudad eterna y había engendrado un estilo propio en el Barroco. Entre otras muchas obras, Bernini, bendecido por la fortuna y su talento natural, acabó esculpiendo la Fuente de los Cuatro Ríos en la Piazza Navona. La leyenda popular, hoy desacreditada4, cuenta que en aquella fuente situada ante la fachada de Sant’Agnese in Agone a cargo de Borromini, Bernini situó dos figuras desafiantes: una, que representa al Nilo, se cubre la cara para no ver la fachada; otra, que representa al Río de la Plata, alza el brazo como si temiera el derrumbe de la iglesia ante sus ojos. Al final, desquiciado por las constantes derrotas, Borromini acabaría suicidándose de forma chapucera. ¿Qué poder tiene la piedra para mediar y hacerse eco incluso de los celos y las disputas seculares entre los artistas eternos?
La yerma y dura roca, que da forma a titanes y profetas, a tensiones y disputas, puede tornarse sutil y delicada. Tan ligera como un tul fino, para representar la muerte que cae, a veces brutalmente, a veces silenciosa, sobre nuestros cuerpos. Como el sudario que cubre el de los que son sepultados. Así yace, con sus espinas a los pies, el Cristo velado de Giuseppe Sanmartino, labrado un siglo después de Bernini y Borromini. Recostado, atrae como un imán las yemas de sus admiradores, necesitados como Santo Tomás de tocar con sus propios dedos este sudario, incapaces de creer que no sea de tela sino de piedra. ¿Qué tiene la piedra que ante el ojo se vuelve tan versátil que confunde?
A esta misma sutileza se recurre para esculpir pesada y a la vez etérea pena. El lastre de nuestras ataduras más incorpóreas. Esas que, como el pecado, también caen sobre nosotros y nos enredan. Francesco Queirolo, en aquellos mismos años a mediados del XVIII, moldea con finura El desengaño, una obra que desafía la capacidad del mármol para expresar lo inmaterial. La escultura representa a un hombre liberándose de una red, símbolo del pecado y la ilusión, con la ayuda de un ángel. Queirolo, en un acto de virtuosismo sin igual, esculpe la delicada red que envuelve al hombre, y de la que se va liberando, como si de la caverna platónica huyera, uniendo lo corpóreo y lo espiritual en un solo gesto. ¿Qué tiene la piedra que puede capturar la lucha interna del ser humano por liberarse de sus ataduras más profundas?
Pero no todo es virtuosismo. La piedra no necesita siempre sofisticación. Ni siquiera en las manos de un escultor afamado. Es capaz de proyectar el deseo humano de eternidad, de pervivencia, de reafirmación ante el embate de todo, especialmente cuando se ve impulsada por el amor: Él era protestante, ella católica. Se conocieron un siglo después, a mediados del XIX, en Roermond, en los liberales Países Bajos. Pero, al acabar su vida, ni siquiera entonces ni allí les dejaron ser enterrados juntos, y fueron separados cada uno a ambos lados de la tapia de un cementerio dividido por la fe ritualizada. Sin embargo, la piedra que separa con ladrillos también llegó al rescate del amor que fusiona y es fe auténtica, y sus lápidas se entrelazaron, alzándose por encima de la tapia, extendiendo sus manos esculpidas para trascender la vida y la muerte. ¿Qué tiene la piedra que es capaz de capturar la trascendencia eterna a la que el amor llama?
No podríamos rematar este bozzetto sin mencionar finalmente El Pensador de Rodin, esa figura que sirve de motivo a estas cartas y a tantas otras iniciativas del pensamiento, con su cabeza inclinada y su cuerpo en tensión, que parece contener la fuerza misma de la reflexión. Concebido inicialmente como el poeta para representar a Dante meditando sobre su Divina Comedia y el tránsito hacia los infiernos, El Pensador acabó resignificándose como símbolo de la filosofía, como la piedra moldeada que se enfrenta al abismo del pensamiento y del infierno interior, porque pensar siempre es incómodo. ¿Será que la piedra tiene el poder de reflejar no sólo el cuerpo, sino también la mente en su momento de reflexión más profunda?
Qué tiene la piedra, al fin, que va más allá de lo visible y lo sensible. Que bajo la mano del escultor, se convierte en un medio para capturar la fuerza, el miedo, la tensión, la pena, el desagrado, el éxtasis, la sutileza, la reflexión y hasta el ansia de eternidad. La inmensidad de lo humano.
Qué tiene, en definitiva, la piedra que no tengan las palabras, esas que aquí, modestamente, tratamos de pulir con esmero y esculpir con pulcritud, afinando fonemas y depurando significados, ansiando transmitir con ellas asimismo la transformación, el pensamiento, la transfiguración, la duda, el sentimiento…
e incluso ese arrebato inefable de querer escribir lo inenarrable.
Gracias por leerme.
En la zona del antebrazo que sujeta las tablas, se observa un pequeño músculo marcado, que solo contraemos cuando levantamos el dedo meñique, justamente lo que Moisés tiene alzado al sujetar la tabla con los mandamientos.
Cuentan que una mala traducción del Libro del Éxodo confundió a Miguel Ángel. En el hebreo original, el verbo "karan" (קָרַן) significa "emitir rayos" o "irradiar", pero también está relacionado con "keren" (קֶרֶן), que significa "cuerno". En el latín de la Vulgata, la famosa traducción de la Biblia de San Jerónimo en el siglo IV, se tradujo el verbo hebreo como "cornuta" ("cornudo" o "con cuernos"), en lugar de "radiante". Y por eso, Miguel Ángel hizo que Moisés portase en su cabeza tras descender del Sinaí dos cuernos y no dos rayos.
Cuentan que un político de la época, interpretando un goce de lo más mundano, al contemplar la obra de Bernini comentó: “Si esto es el amor divino, yo lo sé todo sobre él”.
La construcción de la fachada fue posterior a la de la Fuente, por lo que Bernini no pudo retar a Borromini de esta forma, ni siquiera previéndolo. Pero se conocen otros casos de figuras que fueron retiradas por orden del Papa y que se burlaban cada una de la obra del otro.
Te superas a ti mismo con cada texto, Javier… 👏🏻
Como apasionado de la literatura, confieso que me encanta ver (o entrever) esas conexiones que se establecen entre el arte y la vida, entre la obra pensada y la realidad experimentada. En este caso, cada una de esas esculturas no solo «representa» algo, sino que «narra» una historia: no podemos quedarnos simplemente con la exégesis histórica, sino que se pueda palpar ese aliento en cada golpe de cincel, como tú bien muestras en el texto.
Creo que el arte tiene esa capacidad sobrehumana de ir más allá de sí mismo, de trascender su propia literalidad para brindarnos una miríada de interpretaciones, de reflexiones, de pensamientos, y el prodigioso talento de los escultores a los que repasas es solo la punta del iceberg.
Un saludo.
Has hecho que redescubra estas esculturas con una mirada distinta, más profunda, y he recordado, contemplándolas de nuevo, lo sublime que puede llegar a ser el ser humano, y una simple piedra.
Muchas gracias por tu texto Javier.