Pisar tierra alemana significa sumergirse de una u otra forma en su historia y sus herencias, quizá irresueltas, con sus propios ecos en el presente. Aunque uno siempre los sintonice desde su subjetividad. Es un viaje, aunque sea efímero y selectivo, que muestra las costuras de un alma colectiva cicatrizada en el corazón de Europa, con su larga tradición espiritual y tecnológica, lírica y filosófica. Hoy mucho más multicultural que hace un siglo. Pero que hace no tanto se precipitó en una singularidad catastrófica que todavía hoy sigue y seguimos digiriendo y que es imposible ignorar en sus recodos.
Estos ecos reverberan en las paredes aún agujereadas por los disparos en los edificios de Berlín, sobre los que sigue abierto el debate acerca de si es conveniente restaurarlas o no, buscando el equilibrio entre la memoria y la superación. También se detectan al observar los restos del muro que los comunistas levantaron durante la Guerra Fría, conservados por el empeño de algunos artistas cuyas pinturas regadas sobre ellos los preservaron, al ser consideradas obras de arte. Son un poético alegato de esa reconciliación acaso pendiente con la historia que no se halla solo en Berlín, sino que triangula también en la Baviera de Múnich, o en la Selva Negra de Friburgo y docenas de rincones más. Allí he tenido la suerte de toparme con ecos anudados de tecnología, filosofía e historia, y, tras paladearlos desde mi inevitable perspectiva, aquí os los brindo, acompañados de fotos que he podido tomar de primera mano.
Tecnototalitarismo
Alemania respira ciencia y tecnología a lo largo de su devenir histórico, desde sus orígenes modernos y diversos hasta su constitución como Estado, el papel en el ascenso nazi y el conflicto mundial. Mucho antes de su unificación, ya se perfilaba como una potencia científico-tecnológica, impulsada por una profunda tradición educativa. En particular, la temprana alfabetización promovida por el protestantismo —y difundida ampliamente en los territorios germánicos— sentó las bases para el auge intelectual y técnico que alcanzaría Prusia en el siglo XIX.
La famosa reforma universitaria de Wilhelm von Humboldt rompió en gran medida con la tradición universitaria europea anterior: los profesores no solo debían enseñar, sino investigar activamente, y los estudiantes tenían que aprender investigando. Además, Humboldt innovó exigiendo la libertad de enseñanza para los profesores y la libertad de aprendizaje para los estudiantes. El modelo encajó de forma potente con la defensa de la autonomía que reclamaban los filósofos alemanes (Kant, Fichte, Schelling, Hegel…), que ya entendían la educación como vía de emancipación espiritual. Todavía en la fragmentada Alemania, Prusia apostó por esa modernización estatal ilustrada (aunque fuera todavía bajo una forma de gobierno autoritaria), y vio en la ciencia y la educación una herramienta de desarrollo y prestigio. Además, la derrota frente a la Francia revolucionaria y napoleónica fue interpretada como una llamada a renovar profundamente las estructuras sociales e intelectuales. De forma que pronto el modelo, humanista e integral, fue imitado por toda Europa, Estados Unidos y Japón, y sigue siendo el ideal de la universidad moderna. Pasear ante la Universidad Humboldt de Berlín traslada aún esa aspiración inspiradora.
Los nombres ilustres de las ciencias alemanas se espolvorean en monumentos, museos, avenidas y cafés… El genio matemático de Leibniz y de Gauss inundó múltiples ciencias, que se expandieron en la física y la química de Einstein y Planck, abriendo grietas en la realidad misma y revelando su estructura profunda. El propio hermano de Wilhelm, Alexander von Humboldt, con su mirada total, tejió la primera red ecológica del mundo, mientras Liebig transformaba la química en ciencia aplicada al cuerpo y a la tierra. Helmholtz desentrañó los secretos de la percepción y la energía, y Koch, con su microscopio, dio rostro a los enemigos invisibles del cuerpo humano, como la tuberculosis1 o el cólera. En las aulas, Klein reformulaba la geometría como lenguaje universal, y en los laboratorios, Otto Hahn descubría el poder escondido en el núcleo del átomo. A la luz de aquellos geniales hallazgos, la poesía de Rilke habría dicho que la belleza no está solo en la naturaleza, sino también en la exactitud con que el hombre la nombra. La capacidad alemana para ello aún brilla por sus callejones empedrados.
Pero fueron también muchos los ingenieros alemanes que llevaron esas ideas al mundo tangible. Werner von Siemens electrificó Europa, convirtiendo el alambre y el imán en nervios de una civilización emergente. Carl Benz y Gottlieb Daimler pusieron motores al destino moderno, y Rudolf Diesel destiló eficiencia donde antes solo había fuerza bruta. Y mientras el siglo se desangraba, en un rincón de Berlín, Konrad Zuse ensamblaba silenciosamente las primeras lógicas del silicio: un ordenador antes de que el mundo supiera siquiera lo que iba a significar para él.
Sin embargo, el maridaje entre ciencia, tecnología y poder en Alemania no sería inocuo. De hecho, la decisiva apuesta por la industrialización que condujo a Europa al progreso y al mismo tiempo al desastre tuvo un hito con el ascenso alemán. La maquinaria bélica y el militarismo tecnificado de hace un siglo se volvieron especialmente letales con la mecanización de la muerte cuando ciencia y tecnología cayeron bajo las manos de la Alemania nazi. Y requirió un esfuerzo sobrehumano encontrar sentido en el abismo que provocaron.

Fueron dos filósofos alemanes desde el exilio de Frankfurt en EEUU, Adorno y Horkheimer, quienes escribieron durante la guerra la enorme Dialéctica de la Ilustración (1947). Aunque resumir sea siempre truncar, su mensaje central es que adorar a la razón instrumental, queriendo someter a la naturaleza, habría acabado por someter al propio ser humano. A convertirlo en una cosa, a reificarlo, a hacerlo mero ganado trasladado a los tecnomataderos. La Ilustración que prometía progreso habría llevado en su seno la semilla de la barbarie. El Holocausto no habría sido un acontecimiento casual sino una consecuencia ideológica y material de la forma en la que occidente imperó. Alemania se subió a su lomo de forma impetuosa, combatiendo con ardor primero en la Gran Guerra del 14, donde fue herida y humillada, y después, con la emergencia nazi, quiso aprovechar aquel poder para resarcirse.
La razón instrumental tecnocientífica brindó a Hitler y a sus secuaces2 la potencia para proyectar su ambición por la unificación perfecta, por la eliminación de toda alteridad, de toda disidencia, de todo desorden e imperfección. Nada que escapara a su control. Hasta el punto de que en esta órbita algunos, provocadoramente, llegaron a afirmar que Auschwitz fue Platón a rienda suelta. Una consecuencia de ese idealismo industrial que, además, en los años veinte y treinta experimentó una espectacular ola de Kondratiev basada en la disrupción de los automóviles y los petroquímicos. La crisis del crack del 29 agudizó el malestar alemán tras la derrota y avivó el caldo de cultivo para la emergencia nazi; pero la innovación disruptiva de esta ola generó un momento poderoso para su rearme industrial. Una revolución que requirió del control tecnificado de la complejidad creciente, como ejemplifica el que consideran algunos como el primer semáforo de Europa, en la Postdamer Platz de Berlín, y que hubo de ser repuesto con una réplica tras su destrucción en la guerra.
No puede ignorarse que la optimización del capitalismo industrial se amalgamó bien con el totalitarismo nazi. Sus campos de concentración, dedicados al exterminio, también generaron importantes incentivos económicos para las empresas alemanas y los mandatarios nazis que se aprovecharon mientras resistió de su mano de obra esclava. Auschwitz y Dachau, entre otros, fueron surtidores económicos criminalmente beneficiosos para el Estado, para los jerarcas nazis y para empresas aún existentes como Siemens o BMW.
El sorprendente desarrollo tecnológico alemán se manchó de sangre. Los cohetes V-2, diseñados por Wernher von Braun, marcaron un hito en la historia de la ingeniería: fue el primer artefacto humano en alcanzar el espacio y sentó las bases de la futura exploración espacial y en particular del programa Apolo estadounidense. Sin embargo, su producción se llevó a cabo en las instalaciones subterráneas de Mittelwerk, utilizando mano de obra esclava procedente del campo de concentración de Mittelbau-Dora, donde murieron más prisioneros de los que fallecieron por los impactos del propio misil. Un brutal avance técnico acompañado de un abismo moral. La reflexión ética de los ingenieros en su contribución a la arquitectura del poder es siempre urgente. Hoy, también.
Indudablemente, el antisemitismo no fue una cuestión exclusivamente alemana ni de aquella época. Sus raíces se adentraban en el medievo y fueron especialmente intensas alrededor de 1870 cuando se produjo la propia constitución de Alemania como Estado, que en buena medida echó mano de esa antítesis para la construcción de su identidad nacional. Pero el sentimiento de supremacía occidental que la industrialización aceleró llevaba tiempo anidando en toda la cultura europea. En el Zoologischer Garten de Berlín se hicieron exposiciones zoológicas de seres humanos que resultaban exóticos a los occidentales como los nubios, incluso entrado ya el siglo XX.
Cuando la pesadilla nazi terminó, después de haber arrasado con su régimen del terror y de haber purgado a millones de los considerados diferentes, el sagrado respeto por el pluralismo se volvió un principio irrenunciable para la inmensa mayoría de los alemanes, europeos y occidentales. Era preciso preservar la paz y defender que la verdad absoluta nos está absolutamente vedada, y que hemos de ser extremadamente prudentes con las acciones que se derivan de nuestras creencias. Pero este principio es frágil. Se percibe hoy en las banderas ucranianas que se despliegan por múltiples balcones de edificios e instituciones que reivindican su importancia frente a un país como Rusia, que liberó en su época soviética Berlín, y que cuenta con un impresionante monumento en honor a sus caídos. Bien acompañado de flores frescas, y de la tecnología que le asistió, aunque últimamente hayan excluido a los rusos de las ceremonias de homenaje.

Los ecos que apuestan por ese equilibrio matizado, que rehúya de la violencia es fluyente y uniformadora a la que a veces invita la técnica siguen escuchándose en Berlín. En su barrio judío, en uno de sus bellos patios, una fachada recuerda los matices que el arte, la filosofía, la política y, en definitiva, nuestras creencias, deben mantener entre extremos opuestos, enfrentando los peligros de la uniformidad a la vez que manteniendo la necesaria oposición frente a la barbarie. No hay tibiezas apaciguadoras que valgan frente a la intolerancia. Popper dixit. Pero es preciso matizar y cuestionar los algoritmos dicotómicos. Ario o no ario. Berlín se ha llenado de arte, de música, de vanguardia.
Tecnovigilancia
El suelo alemán se conforma, como tantos otros, con capas estratificadas de la historia. Y el de Berlín hoy muestra sus estratos, testigo de la continuidad de esa capacidad de la tecnología para actuar como forma de dominación política, como vector esencial para sostener y hacer omnímodo al poder. La tecnovigilancia de los servicios de inteligencia se superpuso primero cuando la Gestapo encarnó durante el régimen nazi el control político de la población, acudiendo a informantes, archivos y redes, pero también a tecnologías de administración y control punteras de la época, como las tarjetas perforadas de IBM3. Aunque indudablemente el régimen de terror hizo que gran parte del control lo ejerciera la propia sociedad, a través de la autodenuncia o delación de vecinos, colegas o familiares, combinado con formas de auto-vigilancia interiorizada.
Pero la tecnovigilancia no se detuvo con el desmantelamiento de la Gestapo. Reutilizando algunas pocas instalaciones supervivientes, nuevos espacios a golpe de hormigón, y las mismas obsesiones y metodologías, la Stasi soviética muy pronto comenzó a operar en suelo alemán, en especial en la RDA. Desde aquellos edificios masivos, imponentes y severos, desplegó sus escuchas y su control punitivo sobre la población berlinesa, y en general alemana. Cuánto me han venido a la cabeza paseando por las calles del Berlín oriental las novelas de espías de John le Carré o la película de La vida de los otros. Al otro lado del telón de acero pero sobre el mismo Berlín, sin embargo, la tecnovigilancia tampoco desapareció. Los ingentes escombros de la ciudad bombardeada fueron depositándose hasta constituir la elevación de Teufelsberg, la llamada montaña del diablo, donde la NSA norteamericana se instaló para el espionaje y el control poblacional desde la parte occidental. Tecnología de espionaje para alcanzar la omnipresencia del diablo.
Los ecos de aquella vigilancia todavía resuenan hoy en la llamada era de la información, en la que casos como los de Wikileaks o la NSA espiando incluso a la cancillería alemana siguen mostrando cómo la tecnovigilancia evoluciona y se perpetúa. También bajo formas sociales como las que explora la mirada filosófica de autores como el coreano Byung Chul Han que, desde Berlín y en alemán, reflexiona y escribe sobre la eficacia del panóptico digital, esa estructura carcelaria revisitada en Internet en forma de redes sociales en las que unos y otros nos vigilamos con la constante exposición forzada de nuestra intimidad.
La tecnología sin embargo, sigue siendo un vector esencial para la competitividad alemana. Y está sufriendo en las últimas décadas con una productividad estancada y una fuerte dependencia energética dentro del tensionado panorama geopolítico que tiene en vilo a Europa. Sin embargo, acaso por su historia, a pesar de que Alemania sigue siendo líder tecnológico, allí también se respira aún un aire crítico con la racionalidad científico-tecnológica. Pero no solo en la estela de la Escuela de Frankfurt, como teoría crítica hacia el poder, sino también para obtener poder. Y no hablo del antiprogresismo ecologista, con fuerte presencia en Alemania, que ha podido formar parte de esa rémora a la innovación y al crecimiento de la productividad. Sino de una cierta inclinación anticientífica histórica, capaz de legitimar alternativas. Una pulsión revestida de irrracionalismo poético, oscuro, emocional y evocador. Un romanticismo refractario al racionalismo técnico que también perdura, y que resultó endiablado cuando se adueñó de él. Os hablaré de él la semana que viene.
Gracias por leerme.
No me resisto a mencionar que, en estos días, me entero de un estudio realizado por investigadores suizos del Hospital Universitario de Lausana que ha demostrado que una IA ha logrado diagnosticar la tuberculosis pulmonar con mayor precisión que los expertos humanos, analizando ecografías pulmonares tomadas con dispositivos conectados a smartphones. Esto podría transformar el diagnóstico en zonas con pocos recursos, al ofrecer una prueba más rápida, accesible y escalable, operativa incluso por personal sanitario con mínima formación. Si Humboldt levantara la cabeza…
Y no solo a ellos, sino también a los aliados, desde luego, incluyendo a los mismos EEUU que acogieron a Adorno y Horkheimer. Hiroshima y Nagasaki bien lo saben. Y en Alemania, Dresde, y tantas ciudades que tuvieron que ser reconstruidas después de la guerra.
En campos como los de Auschwitz y Buchenwald, se experimentó con formas de numeración y clasificación automatizada, incluyendo el uso de máquinas de tarjetas perforadas IBM a través de su filial Dehomag.