Esta es una historia sencilla. Pero no es fácil contarla.
Hace 80 años liberaron Auschwitz. El pasado día 27 se cumplieron. Aunque habían visto muchas atrocidades, el horror que los soviéticos debieron de encontrar al entrar aquel enero en el campo tuvo que helarles más que la sangre. Prisioneros asolados de hambre, enfermedad, mutilación, extenuación y más de un millón de personas, sistemática e industrialmente, asesinadas en aquella trituradora humana. Trasladadas como ganado, rapadas, desnudadas, víctimas de torturas, trabajos forzados, experimentación médica, y finalmente gaseadas y cremadas. Sus restos y despojos se emplearon para obtener dientes de oro, fabricar tejidos con su pelo, o emplear sus cenizas como fertilizante. La solución final1.
La capacidad para extraer sentido de este sinsentido fue un imposible para muchos. Escribir poesía después de Auschwitz, decía Adorno, era un acto de barbarie. Aunque lo mismo podría decirse de otras atrocidades menos conocidas. Resultó terriblemente difícil que Dios quedara indemne para justificarlo en cualquier teodicea. Horkheimer y Adorno desenmascararon en buena medida las consecuencias que había tenido el ideal ilustrado de emplear la razón para emanciparnos, haciendo que la tecnología y la ciencia que iban a servir para dominar la naturaleza acabaran sometiendo al hombre. Arendt mostró cómo individuos comunes podían cometer atrocidades bajo un sistema burocrático deshumanizador al calor de esa racionalidad.
Auschwitz desnudó los límites de la razón y obligó a la filosofía a preguntarse si el pensamiento occidental, con su confianza en el progreso y la racionalidad, no había fracasado al permitir tal catástrofe. Pero hubo quienes encontraron en la filosofía una consolación, como la de Boecio, una posibilidad para penetrar en el absurdo y el sufrimiento del horror. Y quienes, incluso, hicieron, con la filosofía de fondo, una película tragicómica.
Probablemente, mi favorita.
La vita è bella
Roberto Benigni nos regaló hace casi tres décadas esta maravillosa película que escribió, dirigió y protagonizó. La vida es bella recibió numerosos premios, aunque abrió alguna que otra polémica por el tratamiento que ofrecía del terrible holocausto nazi. La acusaron de pueril y frívola. Sin embargo, hay en ella toda una lectura en clave filosófica que nos anticipa y en cierto modo inmuniza ante el horror. Que usa el humor para amalgamarlo con el amor y trascender a la tragedia. Aunque ha llovido mucho, ojo que vienen spoiler.
Como es conocido, el argumento de esta película narra la historia de Guido, un italiano de origen judío que se enamora perdidamente de Dora, una mujer de buena familia. Después de cautivarla con empeño, escapan juntos y forman una pequeña familia, con su hijo Josué. Un día inesperado, en la celebración de un cumpleaños, la familia es deportada a un campo de concentración, por su origen judío. De camino al campo, Guido revela al niño que para celebrar su cumpleaños ha organizado una excursión y un gran juego, donde tendrá que obtener mil puntos para conseguir como premio un carro de combate. A pesar de la fragilidad del relato en el contexto del campo, Guido consigue que Josué siga creyendo en la historia del juego haciendo frente a muchas vicisitudes. Sólo gracias a esa sugestión, por la que Guido se acabará sacrificando, sobrevivirá Josué. Finalmente, el niño se reencontrará con su madre, después de que un tanque aliado entre triunfante y su conductor se lleve a Josué, encantado por haber logrado el premio.
Para algunos, una película que frivoliza ingenuamente con el horror.
Para otros, entre los que me incluyo, un diamante filosófico.
La filosofía aparece de forma explícita en la propia película, a través de esta conocida escena, en la que un caricaturizado Schopenhauer emerge como principal contribuidor a la piedra angular del planteamiento vital de Guido:
“Yo soy lo que yo quiero” le enseña su amigo Ferruccio, inspirándose según él en Schopenhauer, para quien todo era cuestión de voluntad. Pero el meollo filosófico no estará en acudir explícitamente a una versión distorsionada del pesimista filósofo de Danzig. Aunque hay innegables ecos estoicos en la cinta, probablemente es Nietzsche, como bien apunta Christoph Türcke, el filósofo que más ascendiente tiene en la película. Y no sin polémica, pues este filósofo alemán fue asimilado por los nazis, empleando su ambigüedad para legitimar el discurso supremacista racial que propugnaban.
Nietzsche está presente gravitando a través de distintas ideas clave. Pero si hay que destacar la principal se encuentra en la actitud de Guido, que encarna el amor fati, tal y como la enunciaba el alemán en Ecce Homo:
“…que uno no quiere tener otra cosa, ni en el futuro, ni en el pasado, ni en toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aún menos disimularlo […], sino amarlo”
Lejos del simplismo que tacha a este amor fati de simple resignación, como quiso la crítica a Nietzsche y que interpreta la película como una frívola “versión benigna de la negación del holocausto”, esta actitud de amor no es contemplativa, sino activa, creativa. Ama lo dado transformándolo y sublimándolo hasta embellecer lo más terrible, en un sí afirmativo que no se reprime ni se indigna de forma paralizante.
Sin duda, el polémico, ambiguo y en ocasiones contradictorio pensamiento nietzscheano nos impide hilar un discurso completamente coherente a través de la película, que podría verse fácilmente contrariado por aspectos y tesis que encontramos entre sus aforismos2. Pero sí podemos observar ciertos retazos y planteamientos fragmentarios del pensamiento del alemán que creo que Benigni y su equipo – quizá inconscientemente – seleccionaron en un sentido muy particular, rescatando en el fondo ideas sempiternas de la filosofía.
«¡María, la llave!» o la capacidad para extraer sentido
La película comienza con el eje filosófico vertebrador que la inspira: el narrador, un Josué ya adulto, comienza diciendo:
“Esta es una historia sencilla. Pero no es fácil contarla.”
Y es que el poder narrativo para contar la historia, la capacidad simbólica para crear la realidad en la que vive el ser humano, es el motivo recurrente que, como en una obra musical, se recrea insistentemente en la película. Y así prosigue esta introducción hablada:
“Como en una fábula, hay dolor; y como en una fábula, está llena de maravillas y de felicidad”.
A lo largo de toda la película, atravesando las dos grandes mitades en que se divide, antes y después del ingreso en el campo, el hilo conductor es esta capacidad de fábula. Pero no como simple “ficción artificiosa con que se encubre o disimula una verdad” según una acepción de la RAE; sino, sobre todo, en su sentido originario como “relato ficticio con intención didáctica o crítica”.
Ciertamente, hallamos guiños a la obra de Nietzsche ya desde el comienzo de la trama, cuando el azar del destino hace que Guido y Dora se encuentren y aquél se presente como «príncipe Guido». Este príncipe, que desde ese instante perseguirá a su amada deseándole en cada ocasión buenos días princesa, se erige desde su modesto origen en señor de la realidad. Un enseñoreamiento nietzscheano muy particular va a inspirar buena parte de las escenas de la cinta, en las que el amor encumbrará a esta princesa precisamente desde la atribución que el propio Guido proclama para sí desde el principio.
La capacidad narrativa del protagonista pone en evidencia, como quisiera Nietzsche, que “no hay hechos, sino interpretaciones”. La inevitable mediación del lenguaje, algo tan de Wittgenstein, va reflejándose en la película en la que aparentes hechos se transforman en una fantasía que acaba prevaleciendo. Y todo sin que en la película suceda nada fantástico. Guido es capaz de emplear este lenguaje para extraer significado, para otorgar un sentido a la realidad que parece obedecer a su voluntad. Es el amor, además, el motor de esa transformación que, como es patente, no es enajenado o ingenuo, simple frivolidad complaciente, sino que se mostrará profundamente consciente de su parte más oscura.
Por eso, en esa primera mitad de la película, más cómica, dulce y romántica, cuando al grito de “¡María, la llave!” una llave cae encima de los protagonistas, Guido es capaz de construir el relato que le da el significado que quiere: No es María la que engañada tira la llave al que cree su marido, sino que es la virgen María la que tira la llave desde el cielo para abrir el corazón de Dora.
Esa magia no hechiza sólo a las mentes más inocentes, sino que estimula estéticamente a quienes, a pesar de saber que hay fábula, desean desde su propia voluntad comprar ese relato. Y nos saca media sonrisa. La voluntad ejerce sobre la creencia el peso de su capacidad para construir realidad.
Esta capacidad constructiva vuelve a manifestarse en esa otra escena en la que hallamos otro guiño a Nietzsche y a su eterno retorno: bajo la lluvia, se pierden los dos en la noche, él tiende una alfombra roja para su princesa y ella extrañada pregunta:
«- ¿Pero dónde hemos ido a parar?
– Ya estuvimos aquí juntos otra vez. ¿No te acuerdas? Era una noche que llovía, y yo con un cojín te hice un paraguas. Fue una noche maravillosa… Agarré fuertemente el volante, bailé unos valses con él y cuando me paré delante de ti, me besaste».
Guido relata como sucedido lo que está sucediendo. Anticipa con la palabra lo que quiere que suceda para que suceda. Y embellece su experiencia apelando al hechizo de la platónica nostalgia, jugando con la idea de que ésta es una escena ya vivida, tan deseable para ser revivida una y otra vez, que en ello se encuentran. Como en el eterno retorno de lo mismo que propusiera Nietzsche.
Incluso cuando la terrible amenaza asoma, Guido es capaz mediante su capacidad de fabulación, tan preñada de humor, de transformar el relato totalitario y llevarlo al paroxismo del ridículo, criticándolo desde el sarcasmo. Ahí, por ejemplo, la famosa escena en la que tras hacerse pasar por un inspector educativo, Guido se ve obligado ante un auditorio de niños y profesores a hacer una defensa de la superioridad de la raza aria proclamada desde el fascismo italiano. Comenzando por sus orejas, acaba pregonando ante la risa de todos los niños, la perfección del ombligo ario.
Para morirse de risa o hacer de la vida una obra de arte
Sin embargo, la película ofrece un claro parteaguas con la captura y el traslado al campo. Cuando la vida se tuerce y ofrece a su cara más amarga, Guido se ve obligado a ofrecer a su hijo Josué – símbolo de la inocencia creativa y de todo el futuro humano – su capacidad transformadora para neutralizar el relato que pretende imponerse sobre ellos, fraguando otro. La deportación al campo de concentración es en seguida transformada en el concurso para conseguir un carro de combate. Así, el amor fati no se entiende en su sentido puramente literal como abrazo resignado al destino, que simplemente se traga el sapo como describía Zaratustra, sino como un amor que aprovecha y abraza el fatum, el destino, y lo transforma. No es evasión sino creación. Aquí es donde suele atribuirse a Nietzsche aquella expresión de que “quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo”.
Esta capacidad transformadora va más allá del tono romántico y jovial de la primera parte de la película, y revela su poder frente a la amargura y el dolor. De esta manera, en la escena en la que Guido se ofrece a hacer de traductor del oficial del campo, el entusiasmo desternillado de su hijo ante el recital que da su padre sobre las normas del juego que ha inventado contrasta con la desolación de sus compañeros de barracón, conscientes de otra realidad. Pero Guido no está jugando frívolamente. Es igualmente consciente de la gravedad de aquella realidad, pero crea otra para construir, para edificar, un bastión que proteja la infancia de su hijo, que proteja su futuro.
En el campo, Guido se alinea con el niño de la parábola que Nietzsche hace pronunciar a Zaratustra3. Ni siquiera la terrible reificación que lo convierte en una cosa, en un despojo, es capaz de tumbarlo. Esa racionalidad cosificadora que denunciaran Adorno y Horkheimer, con especial inspiración en los campos de exterminio, supone probablemente el reto más dramático al que se enfrenta Guido. Y así puede intuirse cómo la desesperación le asola, cuando en la escena en la que el doctor, a quien creía su amigo, se revela interesado en él, constata que no lo hace por su condición de persona, sino como mero instrumento para solucionar el acertijo que le desvela.
La consternación en Guido es patente, pero no se derrumba, empeñado en proteger a su hijo. Y también a su mujer pues, a pesar de la distancia en el campo, en un momento se escapa y arriesga hasta alcanzar la megafonía y así poder enviar con su buenos días princesa la fuerza del amor que le inspira. Busca con su arriesgada locución manifestarle que siguen vivos - vivir es fabular - y que ella se tenga también en pie, relatándole cómo ha soñado con ella esa noche. Y rescata para su imaginación la belleza de una escena que ambos añoran fuera de aquel horror. Hay salvación en la belleza, nunca barbarie; ni siquiera después de Auschwitz.
Resulta enternecedor cómo Guido encarna hasta el final esta capacidad humana para sobreponerse y construir su propio relato: al final, le regala un desfile a su hijo, mientras éste lo observa atentamente escondido, persuadido del rol que debe desempeñar en el juego.
“Es para morirse de risa” repetirá Josué en numerosas ocasiones a lo largo de la película, citando a su padre, en un claro homenaje a ese mandato tan filosófico de hacer de la propia vida una obra de arte4. El cultivo de sí como mandato clásico para la edificación moral y su influencia en el mundo, con el humor como inteligente arma de construcción masiva.
Pero no seamos ingenuos. En ese melancólico final no hay un triunfo sino un legado para la eterna lucha: El icono de la liberación en la película no es sino el carro de combate, una herramienta de violencia y destrucción. “Hemos vencido” repite Josué, tras encontrar a su madre cuando iba triunfante sobre el carro de combate de los nuevos imperios que han usurpado del poder al nazi. Unos metarrelatos siempre se concatenan con otros. El propio Guido lo ejemplifica cuando trata de normalizar para su hijo la libertad para no admitir en las tiendas a “perros y judíos” proponiéndole adoptar su propia exclusión a “arañas y visigodos”.
El interés emancipatorio, en palabras de Habermas, para desenmascarar las ideologías que encubren las relaciones de dominio, está de forma impagable presente en Guido. Qué otra cosa si no es la traducción al oficial del campo. Sin embargo, su ausencia no puede evitar que siempre un nuevo discurso reemplace al anterior. Se evidencia así la inevitable concatenación de metarrelatos, como indicaría Lyotard. Esto, en el fondo, supone que sólo pueden elaborarse nuevos discursos que encubran nuevas relaciones de poder, que perpetúan la jerarquía sempiterna de las relaciones humanas.
Quizá por eso Nietzsche nunca salió a la luz. Porque su transvaloración de todos los valores barnizada de una capa de subversión en realidad esconde una peligrosa ambigüedad como para coquetear con la aristocracia más racista. No es de extrañar que, a pesar de esfuerzos como los de Bataille por refutar las acusaciones de antisemita, militarista o racista, algunos como Baeumler llegaran a poner al servicio del propio nazismo el pensamiento de Nietzsche, sin excesivos esfuerzos por explotar al máximo algunas de sus palabras, como estas de Más allá del bien y del mal.
Lo esencial en una aristocracia buena y sana es […] que no se siente a sí misma como función (ya de la realeza, ya de la comunidad), sino como sentido y como suprema justificación de éstas, – que acepte, por tanto, con buena conciencia el sacrificio de un sinnúmero de hombres, los cuales, por causa de ella, tienen que ser rebajados y disminuidos hasta convertirse en hombres incompletos, en esclavos, en instrumentos. Su creencia fundamental tiene que ser cabalmente la de que a la sociedad no le es lícito existir para la sociedad misma, sino sólo como infraestructura y andamiaje, apoyándose sobre los cuales una especie selecta de seres sea capaz de elevarse hacia su tarea superior y, en general, hacia un ser superior.
La película acaso, por eso, explicita a Schopenhauer en lugar de a Nietzsche. De él toma sólo esa interpretación de la vida como una obra de arte, en el margen de la ficción que transforma y eleva cuanto sucede. Se ama la vida con toda su limitación e incluso dolor, precisamente para que esa limitación y dolor no triunfen en nuestro resentimiento – ese del que tan enemigo era el alemán. Para evitar que el pasado nos aplaste teniendo la última palabra. Se ama para transformar y revertir ese desolador sufrimiento con un poderío sutil, cómico, inteligente hasta alcanzar el sarcasmo humorístico, el ridículo hasta el absurdo, la superioridad moral sobre quien parece imponerse fácticamente.
Un Josué ya adulto, que de nuevo como narrador cierra la historia, habla precisamente del regalo que supuso el sacrificio de su padre. Implícitamente, el espectador advierte que este adulto tuvo que asimilar el desengaño y el dolor de la muerte real de su padre a manos de los supermalos que tanto gritaban en el falso juego de los puntos. Pero, heredando este maravilloso regalo, vuelve a ofrecer una interpretación que da sentido a aquella muerte para su vida, para la de su madre, y para el futuro humano. Un regalo que contrasta con la carencia de tantos desesperados supervivientes que acabaron recurriendo al suicidio5 o al dolor eternamente resentido el resto de sus días, como es humanamente comprensible. El regalo de Guido, pues, constituye más una herramienta, una actitud, que un contenido, de forma que prepara a Josué para la superación de cuanto pueda acontecer de nuevo – incluidos los nuevos tanques que nos azoten. Dice Türcke:
Brecht no estaba del todo equivocado, cuando escribió A los nacidos después (An die Nachgeborenen): «¡Qué tiempos son estos, en los que charlar sobre los árboles es casi un delito, porque implica callar sobre tantos crímenes!» Sólo a la luz del campo, donde una conversación ingenua sobre árboles, la alegría por los primeros crocos o los últimos rayos del sol, el disfrutar de la música o abandonarse en el baile parecen casi un delito, se descubre completamente la monstruosa tarea de transvaloración (Umwertungsaufgabe) del amor fati. No se trata de nada menos que invertir (umwenden) ese casi-delito y convertirlo en impulso para enfrentarse al delito, para que los crímenes no venzan póstumamente y arrasen para siempre la alegría de vivir.
El amor fati de Guido nunca resultó ser una resignación puramente estoica, ni una frivolidad ingenua, sino una decisión activa, cargada de flaquezas. Pero ellas sólo evidenciaban que su conciencia era más profunda, porque a diferencia de los nazis, no creía realmente en el metarrelato que le inculcaba a su hijo, sino que lo utilizaba conscientemente para otro fin mayor. Con la supervivencia moral además de la física que le concedió a su hijo, le transmitió la capacidad emancipatoria para ser creativo sobre los metarrelatos, para transformarlos, siendo siempre consciente del sustrato, del fatum, sobre el que se construyen. Una lección que sigue siendo poderosa incluso para pulir los excesos del resentimiento social y de los nuevos metarrelatos emergentes6.
Esta magnífica película predica, pero sobre todo procura, que la vida es bella, porque el milagro no está tanto en los hechos como en los ojos que lo descubren. Aún cuando no podamos ignorar que las llaves de María caen inexorablemente bajo el dictado de la ley de la gravedad, con ellas puede construirse un relato tan bello como este, que defiende una versión del amor fati de una sencillez sonrojante para otras grandilocuentes versiones, y que ofrece una calidad humana que está muy por encima de la hipersensibilidad victimista de sus críticos.
Gracias por leerme.
Resulta desconcertante y desolador que en estos días Israel revisite junto a EEUU propuestas de deportación masiva para Gaza que recuerdan al frustrado Plan Madagascar que acabó degenerando en la solución final.
No puede ignorarse que el controvertido posicionamiento de Nietzsche bien fue utilizado por la propaganda nazi para legitimarse. Su posible antisemitismo o el discurso supremacista en Nietzsche dan para un monográfico detallado sobre el que los estudiosos siguen discutiendo.
En esta parábola de su obra Así habló Zaratustra, Nietzsche retrata tres actitudes vitales en la imagen del camello, que se resigna y soporta la carga; la del león, que se deja llevar enfurecido, indómito y nihilista; y la del niño, que juguetea y es creativo.
Lo hallamos no sólo en Nietzsche, sino también en Pico della Mirandola, Unamuno, Sartre, Ortega y Gasset y en tantos otros…
Así parece que sucedió con personajes como Primo Levi o Jean Améry.
Por ejemplo, resulta inspiradora esta película también sobre los excesos de la llamada ideología woke que en ocasiones ha extralimitado su resentimiento hasta el absurdo. En lugar de censurar un discurso de odio como el del holocausto nazi, parece inspiradora la transformación magistral de Benigni para ridiculizarlo.
Ante lo que viene, escuchaba ayer al periodista italiano Andrea Rizzi, presentando su libro “La era de la revancha”, hacer una defensa de la educación, en lo público, y de la salvaguarda de “nuestros valores” en la esfera individual. Guido usa como armas el amor, el humor y la creatividad. Pero asusta pensar si no nos estaremos haciendo trampas al solitario, fiando el futuro a una esperanza ingenua en un caso o resignados, en el otro, al prestigio romántico e intelectual de la derrota asumida con dignidad.
O es solo que me he levantado pesimista ;).
Si la poesía nos da acceso a una interpretación de la realidad (verdadera, según Juan Ramón Jimenez), la narrativa la crea. La filosofía clásica ya lo sabía y ahora lo practican con interés la publicidad, el periodismo y la política. El relato. El de Roberto Benigni es un metarrelato fascinante. Igual lo conoces, pero por si acaso pongo la referencia del ensayo que me ha cautivado el pasado verano. Lo disfrutarás mucho, seguro. Es una aproximación científica a la narración. Will Storr: La ciencia de contar historias, Ed. Capitán Swing. Aquí va un aperitivo:
“Con el fin de poder contar la historia de nuestra vida, el cerebro tiene que inventarse un mundo en el que podamos vivir, con todo su colorido, su movimiento, sus objetos y sus sonidos. Así como los personajes de ficción existen en una realidad que se ha creado activamente, nosotros también. Pero eso no es lo que percibimos como seres humanos vivos y conscientes. Más bien sentimos que observamos la realidad desde nuestros cráneos, directamente y sin impedimento alguno. Sin embargo, no es así. El mundo «de ahí fuera» es en realidad una reconstrucción de la realidad que se produce dentro de nuestras cabezas. Es un acto creativo del cerebro narrador de historias.”
Me recuerda a Cervantes y a sus personajes creadores de metarrelatos, sus locos lúcidos: el Quijote, creado por Alonso Quijano, pero también el licenciado que se creía de cristal en sus Novelas ejemplares. El salto de Benigni es que su metarrelato se genera en la mente del hijo a través de las palabras del padre. ¡Gracias por esa visita renovada a La vida es bella!