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Preciosa clase magistral (no sé cómo denominar este artículo si no es de esa manera, que quiero que entiendas sincera, llena de respeto y admiración).

El otro día Pablo Malo (de quien disiento a menudo), al hablar de los límites de la moralidad, proponía una afirmación que, cuando menos, va a contracorriente: la prolongación de la vida humana gracias a los avances médicos podría tener algo de inmoral.

Sin profundizar en ello, sí que me parece que el ser humano contemporáneo (al menos el WEIRD del Joseph Henrich) se ha alejado tanto de la muerte que la ha convertido aséptico, secreto, vergonzante casi. Como si fuese una afrenta al progreso científico que nos convence cada día un poco más de nuestra inmortalidad.

Ya no dejamos que los viejos mueran en las camas de sus casas, ni aceptamos que no hay nada más que hacer: siempre hay un remedio, un último intento, una última esperanza. La esperanza de vida crece sin cesar; me pregunto si la calidad de esos últimos años, artificialmente prolongados, es suficientemente digna. Hay, lógicamente, egoísmo en el hecho de no querer morir, pero también lo hay en el deseo de que quien debe irse no lo haga aún, al coste que sea.

Los elefantes nos recuerdan que morir es un mimbre más de nuestra existencia. Con teología o sin ella, parecen comprenderla mejor que nosotros. Gracias por escribir por este tema, que por edad, va ocupando mis pensamientos cada día más.

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