Los elefantes y el arte de morir
Ciencia y filosofía en los paquidermos
En distintas repisas del salón de mis padres, mi madre guarda con mimo una manada de docenas de elefantes. De madera, de vidrio, de barro, de papel, de cerámica… Traídos de viajes, o regalados sin más motivo que saber que son su pequeña debilidad. Algunos levantan la trompa en señal de buena suerte; otros, más serios, reposan con el aire grave de quienes custodian un secreto antiguo. Algunos andarían holgados de espacio en un puño cerrado; otros requerirían dos manos fuertes para ser alzados.
Cuando era niño me parecía que aquellos elefantes quietos, petrificados, en realidad nos miraban conteniendo el aliento, con una sabiduría paciente. Limpiarlos, uno a uno, siempre fue un rito ceremonioso que se acompasaba como sus andares por la sabana. Su nobleza, su memoria, su porte siempre la impresionaron. Y a mí tras ella. Hoy les he dado una vuelta, leyendo aquí y allá, y pienso que quizá hay algo en ellos que parece comprender el peso del tiempo, como si cada arruga de su piel guardara la memoria de un mundo más viejo que el nuestro. Y no es solo una intuición retórica o lírica. La ciencia nos corrobora sus sorprendentes capacidades que bordean nuestra humanidad.
Pero si por algo son conocidos los elefantes es, especialmente, por su relación con la muerte. La anticipan de una forma que nos hace dudar de que el hombre sea el único ser que la habita, como quisiera Heidegger. Es posible, al decir de Montaigne, que la filosofía consista en aprender a morir. Pero quizá la naturaleza de los paquidermos también ofrezca intuiciones para enfrentarla. Sin palabras ni tratados, pero con gestos que rozan la frontera de lo sagrado: el cuidado de los huesos, la despedida de sus crías, el retiro silencioso hacia los pantanos cuando se les gasta la última muela. Profundamente enraizados con los suyos y, al mismo tiempo, sabiendo que siempre morimos solos.

La mente del coloso: cognición y comunidad
El elefante es el animal más grande que existe sobre la Tierra1. Su imponente figura es estremecedora2. Pero su poder no descansa tanto en su fuerza individual como, sobre todo, en la solidez de su grupo. Viven en sociedades que parecen construidas sobre una arquitectura de vínculos. Sus manadas no son simples agregados de animales que comparten territorio y genes: son comunidades con reglas tácitas, jerarquías maternales y una memoria colectiva que se transmite de generación en generación. La figura de la matriarca — la hembra más experimentada, depositaria de décadas de sequías, rutas y peligros — actúa como una especie de archivo viviente: es ella la que ante todo interpreta el entorno, anticipa riesgos, reconoce enemigos y teje las coordenadas que permiten a la manada sobrevivir.
La famosa memoria de los elefantes es una forma de continuidad de la especie. Sus mentes operan, como las humanas, en un sistema coral. Un tejido de señales acústicas, sísmicas, olfativas y visuales que conectan a individuos dispersos en kilómetros de sabana. Su famosa memoria es tan colosal que recuerdan rutas de agua y forraje muchísimos años después de haberlas conocido y con una precisión espacial asombrosa3; y reconocen antiguos compañeros después de separarse de ellos durante años, también humanos4. Los elefantes saben dónde están porque recuerdan.
Para articular esa memoria y comunicarse, los elefantes poseen algo parecido a “nombres propios”. Como sucede con los delfines, ciertas llamadas — complejas, moduladas, específicas — funcionan como etiquetas vocales individuales5. Los receptores, al oírlas, giran la cabeza, avanzan o responden con otra vocalización dirigida. Algunas hembras han sido capaces de reconocer las voces de unas catorce familias distintas, lo que supone discriminar a más de cien individuos adultos6. Más allá de los ruidos que les percibimos, en esas redes de comunicación distribuidas hay cierta personalización.
Sus grandes orejas que actúan como reguladores térmicos esconden unos portentosos oídos que distinguen matices que para nosotros serían indistinguibles. De hecho, son capaces de reconocer voces humanas según idioma, sexo, edad y hasta pertenencia étnica: por ejemplo, reaccionan con más cautela cuando escuchan el acento masái, asociado históricamente a conflictos7. Esta discriminación fina revela una inteligencia situacional capaz de aprender y ajustar su conducta según el contexto. Esa plasticidad es una de las marcas de la cognición avanzada.
Pero la palabra, para ellos, no pasa solo por el aire. También circula por la tierra. La comunicación sísmica muestra que un elefante puede “oír” con los pies: percibe vibraciones propagadas por kilómetros de terreno, producidas por el trote, las llamadas y las señales de alarma de otros grupos8. Las manadas se sincronizan así sin necesidad de verse, como si compartieran un lenguaje gravitatorio. Un eco profundo del que brotan decisiones coordinadas para reunirse, huir o cambiar de ruta.
Esta densidad comunicativa sostiene su sofisticación cognitiva a la que podría sumarse un buen puñado adicional: comprenden el gesto humano de señalar9; cooperan en tareas que requieren inhibición y espera10; se reconocen en el espejo11; son conscientes del volumen de su propio cuerpo, especialmente cuando estorban, algo en lo que muchos primates fallan12; discriminan cantidades mediante el olfato13; y muestran episodios en los que son capaces de resolver problemas novedosos con soluciones súbitamente creativas14. Incluso su curiosa relación con las abejas — a las que temen profundamente — revela una flexibilidad cognitiva sorprendente. Al escuchar el zumbido, producen una llamada de alarma específica15 y distinguen si proviene de abejas o de humanos16. En uno de los casos más extravagantes que he leído, un elefante asiático, Koshik, aprendió a imitar palabras coreanas ajustando sus formantes vocales17. No sabía lo que decía, pero sabía de alguna forma cómo decirlo.
Toda esta retahíla no es sólo un catálogo de capacidades para admirarlos. Es una muestra de la arquitectura mental que les permite sostener comunidades largas y vínculos duraderos, una vida social prolongada que hace posible que un elefante entienda, en cierta medida, que falta alguien.
La inteligencia del duelo
La reacción ante la muerte no es exclusivamente humana. Numerosas especies reconocen la pérdida y alteran su conducta habitual. Algunos animales como los chimpancés, los bonobos, las horcas o los delfines cargan con sus crías muertas, incluso cuando ese esfuerzo compromete su propia supervivencia, a un coste energético que muestra la disrupción cognitiva y afectiva que les provoca la muerte. Pero sin duda los elefantes muestran un comportamiento particularmente llamativo. Su reacción ante la muerte forma parte de su coreografía social. Cuando un miembro de la manada muere — o incluso cuando encuentran los huesos de un desconocido — el grupo se detiene. Las trompas buscan el cuerpo como si quisieran leer en él una historia incompleta. Lo tocan, lo huelen, y se demoran, replegando las orejas, en una escena que tiene algo de liturgia sin sacerdote y de vigilia sin palabras. Aunque los restos no pertenezcan a su propia familia, la detención es esmerada, la inspección cuidadosa, rodeándolos en silencio. En ese gesto, repetido en manadas de África y Asia, hay una suerte de reliquia y de reconocimiento. Este comportamiento ha sido documentado durante décadas: interés persistente por cráneos y mandíbulas18, rondas silenciosas alrededor de cadáveres y, como otras especies, algunas hembras llegan a transportar durante días el cuerpo de una cría muerta, incapaces de separarse de él19.
Para algunos etólogos, el interés por sus muertos es una exploración olfativa y sensorial sin mayor significado simbólico; pero para otros, hay algo más, quizá una auténtica señal de duelo. Una suerte de funeral que otras especies cabezonas también manifiestan a su manera20. La sombra de nuestra mirada probablemente los antropomorfiza, porque para el observador humano la escena provoca una punzada: es difícil no ver en esos gestos la expresión de algo parecido a la tristeza, aunque a veces creamos que esa palabra nos pertenece. Pero no deja de ser revelador que la manada entera participe de ese encuentro, como si el dolor o la curiosidad fúnebre fuesen un afecto distribuido.
No hay que perder de vista que los elefantes recuerdan juntos. Su memoria teje pasado y presente, vivos y muertos. Por eso la manada comparte la pérdida, y el duelo es colectivo. Especialmente cuando se trata de la muerte de la matriarca. Entonces, la manada pierde mucho más que un cuerpo; pierde un horizonte común, una brújula de comportamiento y geografía. Su memoria distribuida pierde una piedra angular. La matriarca — por longevidad y experiencia — actúa como nodo central: conserva rutas antiguas, identifica amenazas y coordina decisiones críticas. Su liderazgo es jerárquico pero también epistémico y, en cierta forma, afectivo.
La ausencia de la matriarca altera esta arquitectura que provoca una pérdida funcional: el grupo debe reorganizarse, redistribuir información y redefinir liderazgos, pues mientras tanto la manada se vuelve más vulnerable y sus decisiones menos precisas21. Una muestra más de que para los elefantes, vivir es co-vivir, y al morir su identidad colectiva se ve obligada a restructurarse, aunque por un tiempo el grupo entero se tambalee, como si la muerte fuese un temblor que necesitara tiempo para disiparse. Nada muy distinto a los estragos que sufre cualquier comunidad humana, especialmente cuando está razonablemente jerarquizada o unida.
La respuesta instintiva de los elefantes al estímulo del cadáver no obtiene información ni beneficio inmediato. Su silencio, su olisqueo, su espera. De alguna forma, acompañan. Aunque no desarrollen una concepción simbólica de la muerte, la pérdida modifica su manera de estar en el mundo. Sin querer humanizarlos en exceso, su duelo también tiene esa dimensión social previa a cualquier teología o metafísica. Antes de convertirse en un concepto, es una experiencia compartida. Una grieta alrededor de la cual se organiza el grupo. En ellos hay otra versión natural de ese proceso: un duelo sin palabras, pero no sin sentido; sin ritual, pero no sin forma; sin trascendencia, pero no sin cierta profundidad.
Y entre esa comunidad que se detiene ante un cuerpo y nuestra propia necesidad de velar, de tocar por última vez, de cerrar los ojos del otro, aparece un eco antediluviano: la dignidad de morir no empieza en la filosofía, sino en el gesto antiguo de estar ahí. En silencio. Acompañando la ausencia. Esa predisposición — que no depende de majestuosas elucubraciones del lenguaje articulado — tiene sus propias señales. Y los elefantes las advierten anticipando cuándo es inminente la llegada de la parca. La exclusividad de estar-hacia-la-muerte22 con la que Heidegger caracteriza nuestra excepcional existencia se desdibuja un punto cuando uno observa el comportamiento que los animales, como los elefantes, exhiben cuando saben que se acerca su muerte.
El reloj de marfil
La vida de un elefante está escrita en sus muelas23. Mientras que otros mamíferos cambian sus dientes verticalmente, los elefantes lo hacen en horizontal. Las muelas nacen en la parte posterior de la mandíbula y avanzan lentamente hacia delante, empujando a la pieza anterior, que se desgasta y finalmente cae. Este mecanismo, repetido seis veces a lo largo de su vida, convierte a sus mandíbulas en una cinta transportadora de tiempo biológico. Cada diente dura aproximadamente una década; cada década, un capítulo.
Cuando aparece el sexto y último molar, el elefante ronda ya la madurez tardía. Es una pieza monumental, de unos cuarenta centímetros de largo y más de un kilo de peso, una auténtica losa diseñada para triturar cortezas, raíces y sabanas enteras. Pero incluso ese coloso dental sucumbe al desgaste. Con los años se agrieta, se lima, pierde relieve. Y cuando la superficie queda lisa como una piedra de río, la maquinaria digestiva del elefante empieza a fallar. No es que deje de comer por voluntad propia; es que, sencillamente, ya no puede masticar la dureza del mundo.
Gracias a su portentosa figura, su fuerza y resistencia, y a la asistencia de su manada, si no cae en manos de furtivos, el final llega de forma silenciosa, sin violencia. El elefante viejo busca zonas de vegetación blanda, humedales donde la hierba cede con facilidad. Se mueve menos, pierde peso, se rezaga. Durante toda la vida ha sido razonablemente insomne, pues duerme poquísimo24, como si de alguna forma permaneciera en vela a la espera de ese final inexorable, imitando a las doncellas de la parábola evangélica25. Pero entonces empieza a dormir más, a beber con urgencia. La manada lo acompaña un trecho, como si entendiera que ese cuerpo inmenso se está deshilachando desde dentro. Y en algún momento — imposible fijar cuál; nadie sabe exactamente cuándo se cruza la frontera — el animal deja de seguir al grupo y comienza la retirada.
Evidentemente, la suya puede ser una muerte súbita por una enfermedad, o furtiva, a manos de un depredador, generalmente humano, que goza con el estatus que le proporciona coleccionar sus famosos colmillos de preciado marfil. Pero si la muerte es natural, responde a esa erosión paciente, una cuenta atrás inscrita en la arquitectura de su cuerpo. Un reloj de marfil que marca la hora final sin emitir ningún sonido. Y que nos hace pensar en nuestro propio reloj, en el tictac marcado por nuestros corazones. Al advertir ese final, el elefante se aparta de la manada y se encamina, según el imaginario popular, hacia esos míticos cementerios de elefantes.
El mito de los cementerios de elefantes
Pocas imágenes han cautivado tanto la imaginación occidental como la del elefante que, presintiendo su final, emprende un viaje solitario hacia un lugar secreto donde aguardan los huesos de sus antepasados. Un cementerio oculto, remoto, casi sagrado. La escena aparece en relatos coloniales del siglo XIX, en la literatura de aventuras y en documentales mal documentados. Es un mito que mezcla romanticismo, exotismo y la vieja tendencia humana a proyectar sobre la naturaleza nuestros propios ritos.
El origen es menos místico. Cazadores y exploradores que recorrían África encontraban zonas donde se concentraban numerosos restos de elefantes: mandíbulas, colmillos, tibias enormes blanqueadas por el sol. Aquellas acumulaciones parecían demasiado ordenadas para ser casuales. Pero lo que realmente ocurría tenía una explicación ecológica: esos lugares solían coincidir con humedales o áreas donde la vegetación era más tierna. Justo los sitios a los que acudían los individuos más viejos cuando su última muela ya no podía con la dureza de la sabana. Un refugio, no un santuario. Un espacio de supervivencia, no una necrópolis deliberada. El elefante que se ha apartado permanece en su refugio de barro y sombra, alimentándose de lo que puede, hasta que el desgaste de sus muelas termina por desgastarlo a él.
La persistencia del mito, sin embargo, revela más sobre nosotros que sobre ellos. Necesitamos imaginar que los animales poseen rituales análogos a los nuestros para reconciliarnos con la idea de un orden universal de la muerte. En el fondo, nos conmueve pensar que un elefante “sabe” que va a morir y busca reposar entre los suyos. Pero la ciencia es prudente: los elefantes muestran comportamientos tanatológicos — interés por huesos, vigilancia de cadáveres, silencios colectivos —, aunque sin evidencia de que elijan un lugar concreto para morir. La concentración de esqueletos es un fenómeno estadístico, no ceremonial.
Sin embargo, el mito no es trivial. Funciona como una intuición moral: sugiere que la muerte, incluso cuando es puramente biológica, tiende a reunir de nuevo a la manada. Que los finales nos agrupan por razones físicas y por razones sociales. Que toda especie, en última instancia, acaba fabricando su propia topografía de despedidas. Y quizá por eso nos resistimos a desmontarlo por completo. En el imaginario colectivo, el cementerio de elefantes perdura como una metáfora de la dignidad del final: un espacio donde la vida reconoce su propio límite y se retira con una mezcla de humildad solitaria y grandeza en común.
El arte de morir
Los paquidermos muestran una relación peculiar con la muerte. Y es inevitable que nos haga pensar en que la dignidad del final quizá no nace del lenguaje ni de la metafísica, sino de la forma en que los vivos acompañan a los que se van y se recolocan cuando faltan. Los elefantes no entierran, no rezan, no cuentan historias del muerto en la sala de un velatorio. Pero reconocen la pérdida y actúan en consecuencia. Y en ese reconocimiento hay un comportamiento, acaso una ética, primigenios, anteriores a cualquier moral humana.
Quizá por eso nos conmueven tanto. Porque su manera de encarar la muerte no es decorativa ni heroica. Es naturalmente humilde y compasiva. Se limita a estar, a tocar, a permanecer un poco más al lado del cuerpo que deja de ser cuerpo. Y después, a seguir adelante con una mezcla de peso y continuidad, como hacen todas las comunidades que han aprendido que la vida no se sostiene sin memoria.
No existe esa frontera abrupta entre nuestra condición de sabernos llamados a morir y la de seres vivos con una inteligencia como la de los elefantes. Es en cambio un límite más poroso de lo que solemos creer. Ellos también habitan una forma de final que, aunque no se conceptualice, está integrada de alguna forma en su comportamiento. No son capaces de explicarla — ¿acaso nosotros sí? — pero sin duda la reconocen. No la temen, pero la acompañan. Su mundo nos insinúa que la muerte no es solo un problema filosófico, sino una práctica de la comunidad: una manera de sostenerse unos a otros cuando el tiempo se deshace.
Sigo volviendo a mirar con ternura las repisas del salón de mis padres. A aquella manada de madera, vidrio y cerámica que mi madre cuida con una devoción que nunca entendí del todo. Quizá, sin saberlo, siempre estuvo rodeándose de una lección: que vivir bien exige una cierta intimidad con el final, una aceptación tranquila de que la memoria de quienes se van no se pierde, sino que cambia de forma. En cada elefante, mi madre parece custodiar esa certeza de que la muerte no rompe la comunidad, la transforma, aquilatando como los sedimentos de un terreno el humus del futuro.
Gracias por leerme.
Además de los dinosaurios, algunos de los cuales llegaron a alcanzar las 80 toneladas, el mamífero más grande conocido es probablemente el Palaeoloxodon namadicus, una especie de elefante colosal del Pleistoceno que medía más de 5 metros y pesaba unas 22 toneladas (entre tres y cuatro veces más que cualquier elefante) y que se extinguió hace 24.000 años, probablemente en parte por el Homo Sapiens. Dejo fuera a los gigantes sumergidos, porque cuentan con la ventaja de no verse sometidos a la rémora que supone la gravedad.
Cuando irrumpieron en los ejércitos de la Antigüedad, los elefantes introdujeron un elemento de terror primario que pocos animales o máquinas han igualado. Para un soldado que jamás había visto uno, la simple visión de aquel muro vivo, altísimo, avanzando entre bramidos y vibraciones que hacían temblar la tierra debía parecer una ruptura del orden natural. Las crónicas de las campañas de Seleuco o de las guerras púnicas de Aníbal describen a soldados aterrorizados que arrojaban las armas antes del choque. Era un enemigo que no sangraba como un hombre ni retrocedía como un caballo. Además, su mera carga de toneladas convertía la formación más disciplinada en un castillo de arena. Por eso, durante siglos, la presencia del elefante en el campo de batalla fue menos un recurso táctico que un artefacto psicológico: una máquina de pánico diseñada para quebrar la voluntad antes de romper la línea.
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Sein-zum-Tode.
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Los cuervos y las urracas, al encontrar un cadáver de su especie, emiten llamadas específicas que atraen a otros individuos, se agrupan alrededor del cuerpo y evitan posteriormente el lugar durante largos periodos, como si lo asociaran al peligro o a una pérdida significativa. En ungulados sociales, como jirafas o caballos, se han observado vigilias silenciosas junto a cuerpos muertos, con reducción del movimiento y separación temporal del grupo. Incluso en animales domésticos existen evidencias de cambios de comportamiento tras la muerte de un compañero: perros que buscan insistentemente al ausente, gatos que alteran sus rutinas o muestran apatía.
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Sí, lo sé, estrictamente hablando las muelas no son de marfil, pero literariamente encajaba mejor :).
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En el Evangelio de Mateo (25, 1–13), se narra la parábola de un grupo de mujeres que esperan la llegada del esposo en plena noche: cinco son prudentes y llevan aceite suficiente para mantener encendidas sus lámparas, mientras que las otras cinco, desprevenidas, se quedan a oscuras justo cuando llega el momento decisivo. La escena, dirigida a los discípulos, funciona como una metáfora de la llegada del final de los tiempos, pero también de la muerte y su final imprevisible: nadie sabe “el día ni la hora”, y por eso la vigilancia interior — la preparación moral, la lucidez, la atención al tiempo que se agota — se convierte en una recomendación que ha trascendido el ámbito cristiano y religioso. Es una llamada a vivir despiertos, conscientes de que el final no avisa y de que solo quien cultiva de alguna forma esa vigilia íntima está preparado para recibirlo.




Preciosa clase magistral (no sé cómo denominar este artículo si no es de esa manera, que quiero que entiendas sincera, llena de respeto y admiración).
El otro día Pablo Malo (de quien disiento a menudo), al hablar de los límites de la moralidad, proponía una afirmación que, cuando menos, va a contracorriente: la prolongación de la vida humana gracias a los avances médicos podría tener algo de inmoral.
Sin profundizar en ello, sí que me parece que el ser humano contemporáneo (al menos el WEIRD del Joseph Henrich) se ha alejado tanto de la muerte que la ha convertido aséptico, secreto, vergonzante casi. Como si fuese una afrenta al progreso científico que nos convence cada día un poco más de nuestra inmortalidad.
Ya no dejamos que los viejos mueran en las camas de sus casas, ni aceptamos que no hay nada más que hacer: siempre hay un remedio, un último intento, una última esperanza. La esperanza de vida crece sin cesar; me pregunto si la calidad de esos últimos años, artificialmente prolongados, es suficientemente digna. Hay, lógicamente, egoísmo en el hecho de no querer morir, pero también lo hay en el deseo de que quien debe irse no lo haga aún, al coste que sea.
Los elefantes nos recuerdan que morir es un mimbre más de nuestra existencia. Con teología o sin ella, parecen comprenderla mejor que nosotros. Gracias por escribir por este tema, que por edad, va ocupando mis pensamientos cada día más.