Van a cortarme la cabeza.
Un escalofrío punzante me recorre la nuca.
Y eso, a pesar del calor de este Thermidor, que parece aferrarse a las piedras de la celda como si quisiera extraer de ellas la última humedad posible. El aire es pesado, cargado con el olor de la vieja prisión y del sudor reciente de los que hemos sido traídos aquí, ya sin derecho a volver. La Conciergerie, acorralada por el Sena, siempre ha tenido fama de ser el umbral entre el mundo y su sombra, pero no imaginaba que la sombra pudiera tener una temperatura tan alta. La luz de la tarde entra por un ventanuco fatigada, como si también ella se preparara para el final. Como si la agonía inacabable de esta tarde de verano prolongara la mía. La noche no parece que vaya a llegar nunca. La última que habré vivido fue en vela, a golpes.
La mandíbula me arde todavía. El intento de reaccionar antes que mis verdugos me ha dejado esta punzada constante, un latido doloroso e irregular que sube hasta el oído y baja hasta el cuello. No sé si falló mi mano por torpeza, o si fue mi alma quien rehusó en el último momento escapar de ese final. Tampoco sé si el disparo fue suyo o fue mío. Nunca me he considerado un cobarde, ni un suicida, pero aquí está mi cara, sostenida por apenas un paño. Una bala encontró un ángulo absurdo, y el hueso decidió resistir lo suficiente para dejarme así, desfigurado y ardiendo de dolor. Quizá hubo una intención en este fracaso. Como si algo en mi conciencia o en el destino no me hubiera permitido el atajo. La cuchilla es inexorable, más humana, pero al mismo tiempo pública, bochornosa, un escarnio.
Escucho de pronto pasos en el corredor. No son los mismos que antes. Son más tranquilos, como si los guardias ya supieran que nadie intentará nada inesperado – mis incondicionales ya no están. Cada cierto tiempo, se detienen a intercambiar unas palabras que no alcanzo a comprender. No me inquieta su presencia; me inquieta el silencio que dejan entre frase y frase, cuando todo queda en suspense mientras espero que se abra la puerta de la celda por última vez. Es un silencio aterrador que oprime este nudo en el estómago.
No siempre he temido los silencios. De joven, me refugiaba en ellos para leer y ordenar la dispersión y el bullicio. Para beber a Rousseau hasta hartarme. Me encantaba la lectura en el silencio más sepulcral. El estudio me enseñó que el mundo avanza en gran medida con la precisión que se encuentra en aquello que no se dice. Y que luego clama, buscando las consignas acertadas en la tribuna.
Me acuerdo de Arras, aunque sin nostalgia. En aquellos días la abogacía parecía un oficio suficiente. Los casos eran pequeños, pero para mí lo eran todo. Abrían una espita a la restitución del orden. Al triunfo de la razón sobre la superstición y el oscurantismo. Como cuando tuve la ocasión de defender a aquel vecino y su moderno pararrayos frente a los temores analfabetos de sus vecinos. Y eso fue alimentando este hambre por la justicia irrenunciable. Me entregué a que la ley se doblegara ante ella. Aspiraba a domesticar un mundo injustamente consentido, bajo unas reglas comprensibles por todos a la luz de la razón.
Cuando mi nombre empezó a circular fuera de la provincia, lo hizo sin mi permiso. Los periódicos mercadeaban con las noticias, y mi insistencia en ciertos principios les pareció una anécdota útil para el relato sobre este tiempo de profundos cambios. Era extraño ver mis propias palabras impresas, arrancadas del contexto en que las había pronunciado, flotando en esa superficie blanca donde todo adquiere un valor más rígido, más definitivo. Aprendí entonces, más allá de la oratoria que había estudiado de los clásicos, que la palabra pública es una criatura distinta de la palabra interior. Y, que puede volverse contra uno mismo.
Versalles amplificó ese descubrimiento. La primera vez que tomé la palabra en la Asamblea sentí que mi voz no me pertenecía del todo. Había salido de mi boca, sí, pero era recogida inmediatamente por cientos de miradas que la evaluaban desde criterios que yo no podía controlar. Hubo quien la celebró por su firmeza y quien la observó con recelo. En la cámara, la coherencia podía convertirse en un arma, incluso contra quien la esgrimía. No bastaba con tener razón; había que sostenerla vivazmente ante la presión multiplicada de los intereses, de las intrigas, de los temores. La lógica de la provincia era insuficiente. En Versalles, la virtud debía convertirse en una disciplina pública.
Cuando marché a París, encontré esa exigencia en un grado superlativo. El ruido político de la capital era ensordecedor. En las noches interminables de debate en los clubes, comprendí que la razón, en tiempos de agitación, tiene que abrirse paso con efectos retóricos y persuasivos. Apelando a las vísceras pasionales. La fidelidad al rigor de la libertad, la igualdad y la fraternidad debe servirse de cuanto haga falta para prevalecer, aun cuando el mundo entero parezca estar dispuesto a ceder una pizca. A pesar de las tentaciones, que fueron muchas, creo que supe ganarme aquel apodo que algunos me dieron como incorruptible. No podía soportar aquel contrabando de favores y concesiones asamblearias. Sin embargo, el peso del apodo sería terrible. No pude volver atrás ni titubear ante la idea de que cualquier inflexión moral, por pequeña que fuese, sería interpretada como una claudicación. La virtud, en política, rara vez admite escalas intermedias. Porque el primer enemigo de la libertad es el vicio. Y yo acepté la regla sin discutirla.
No, ni siquiera en esta celda, aflora en mi arrepentimiento alguno. Al menos en lo esencial. No fue un camino de ambición sino de coherencia. Y cuando esta se elige, no se elige a medias. A veces pienso que mi destino fatal no se debe a mi firmeza, sino a la soledad que esa firmeza impone. Pero pensar eso ahora no cambia nada. Afuera, oigo caballos, acaso para llevarme a la plaza de la Revolución, donde estarán montando el cadalso.
Los pasos regresan. Se detienen frente a la puerta. Algo parece moverse en el cerrojo.
No tardarán.
Se ha hecho de nuevo el silencio. Pero no dura mucho, pues afuera escucho un murmullo creciente, como una ola compuesta por algaradas y vítores que se acerca desde la otra orilla. Es una muchedumbre que acude convocada por la noticia de mi apresamiento. Reverberan entonces en mi memoria los mismos gritos que antes bendije en los comienzos de la Revolución. Las masas populares, enfervorizadas en plazas y calles, alzando banderas tricolores, vociferando contra el rey. Detrás de esa algarabía, sin embargo, me descubro también un escozor, un cansancio acumulado de una deriva mortífera.
Cuando el monarca intentó abandonar la ciudad bajo la protección de la noche, muchos fingieron sorpresa. Otros, indignación. Para mí, aquel episodio fue tan crudo como revelador. El trono nunca había aceptado la idea de que el pueblo fuese algo más que un decorado útil. Aquella fuga frustrada, más allá del error de cálculo, confesaba la voluntad de conservar intacto un orden que la historia ya había comenzado a desmoronar. En el carruaje detenido a medio camino no viajaban solo personas, sino una forma entera de entender la autoridad. No era un acusado, era un enemigo. Era de justicia que desapareciera y dejara de conspirar contra Francia. Era necesario que el rey muriera para que la patria viviera.
Quizá fue desde aquel momento. No lo sé. El caso es que cualquier escrúpulo o matiz comenzaron a volverse sospechosos. En la Asamblea, en los clubes, en las calles, empezaron a escucharse con más fuerza las voces que pedían una definición clara. No era una cuestión de furor, sino de lógica: si el país había de reconstruirse sobre la base de la soberanía de los ciudadanos, no podía hacerlo con quienes se intentaran sustraer a esa soberanía. Fue en ese clima cuando La Montagne tomó forma. La altura del hemiciclo nos permitía otear a los pocos que nos sentábamos allí no sólo el juego disfrazado de ambigüedades y traiciones en el ejercicio político, sino también las conspiraciones palmarias de los enemigos de la Revolución. Esa era una altura, especialmente moral, que nos permitía avistarlos y diseñar un futuro en el que no entorpecieran. Quienes nos agrupamos allí pensábamos que la República no podía ser un barniz colocado sobre las viejas estructuras, sino una transformación auténtica del cuerpo político. Con todo el vértigo que acarrease.
Allí mi voz encontró un timbre distinto. Me gané una admiración por mi oratoria que creo que nunca me envileció. El Ser Supremo habrá de juzgarlo en apenas unas horas. O unos minutos. Pero me urgía responder, incluso a los que me reprochaban la dureza. La indecisión no era un lujo que nos pudiéramos permitir. Era del todo legítimo exigir un sufragio universal, porque los Derechos del hombre y del ciudadano no pueden depender de un censo, del pago de un tributo. Era legítimo denunciar el oprobio deshonroso de toda esclavitud. Era legítimo defenderse de la pena de muerte, ineficaz e injusta.
Al menos, mientras el gobierno popular no estuviera en peligro. Porque en tiempos de paz, la democracia descansa en el resorte de la virtud; pero en tiempos de guerra, ha de contar tanto con la virtud como con el terror. Sin la primera el terror es funesto; sin el segundo la primera es impotente. Por eso fue preciso emplear el terror como justicia inmediata, severa, inflexible. Porque el terror, la muerte, en el fondo, emana necesariamente de la virtud.
No todos compartían esa visión. Especialmente dolorosa fue la ruptura con mi viejo compañero de pupitre, Camille. Él conoció al muchacho silencioso que fui, caminando por los patios de aquel colegio parisino, cargado de libros y de timidez. Estuvo conmigo al recibir el premio extraordinario y mi beca, poco después de haber lanzado un discurso elogioso en un latín intachable ante la mismísima carroza del rey, que ni si quiera se dignó en bajar para escucharla porque llovía. Ironías de la historia, bromeamos repetidas veces.
Camille creía en confidencia que bajo la apariencia severa había en mí un miedo atávico a que el mundo volviera a desmoronarse. Quizá, cuando empezó a escribir en favor de la indulgencia, cuando cuestionó la continuidad de los rigores que habíamos instalado, no lo hacía desde la traición, sino desde una sensibilidad herida por lo que veía a su alrededor. Reconocía el sufrimiento y le buscaba un respiro. Pero pronto vi que en ese respiro había una brecha por la que podían regresar los mismos poderes que habíamos combatido. Nuestros discursos cruzados se fueron enredando como tallos que clavan en el otro una espina en cada contorsión. Él me acusaba de no ver el rostro concreto de los que sufrían; yo le reprochaba que subestimara la tenacidad de los enemigos de la República. Ninguno de los dos bromeaba ya. Pero la verdad, repartida entre dos miradas irreconciliables, se convirtió en una herida que la política no pudo cerrar. Y hubo que ajusticiarlo.
Algo semejante ocurrió con Danton, que fue desarrollando una manera distinta de sentir el pulso del país. Yo veía tarea inconclusa y pendiente; y él, cada vez más, fue percibiéndola con un cansancio profundo. Pensaba que había un límite en lo que se podía exigir a un pueblo exhausto por la guerra, por el hambre, por la sangre. Durante años aprecié que supiera leer tan bien las calles. Pero perdió su olfato y no supo ver que los frenos a la Revolución se amontonaban descontrolados, que los traidores a la patria anidaban en nuestros ejércitos derrotados frente a austriacos y prusianos. Si para el sostén de un edificio apenas apuntalado era necesario que su sangre corriera, bienvenido fue su sacrificio, digno de Francia.
El Comité de Salvación Pública llegó como consecuencia de todo eso, no como mi capricho. La guerra exterior empujaba desde las fronteras; la guerra interior, desde las conspiraciones desleales. El país era un cuerpo febril, sometido a presiones que habrían roto a cualquier otra nación. La idea de un órgano encargado de concentrar la energía necesaria para mantenerlo con vida no me pareció monstruosa, sino inevitable. Acepté entrar en él como el galeno empuña una hoja entrando en una sala donde el paciente ya ha comenzado a desangrarse.
Todo se volvió entonces más urgente. Las decisiones no podían esperar al ritmo lento de los procedimientos habituales. Cada día traía noticias que exigían una respuesta inmediata, y debía ser lo bastante contundente como para disuadir a los conspiradores internos y a los enemigos externos. El terror no fue capricho de unos pocos, sino la convicción — terrible, sí, pero sincera — de que la República no sobreviviría si no mostraba que estaba dispuesta a defenderse con la misma determinación con que la atacaban.
La virtud, en tiempos de la Revolución, debía armarse. Habíamos intentado la persuasión, el compromiso, la paciencia. Y nos habíamos encontrado con traiciones, conjuras y deserciones. La ley, concebida como expresión serena de la razón, hubo de transformarse en un instrumento afilado para apartar del cuerpo político aquello que lo corroía. No me alegró. Pero tampoco vi otra salida.
El precio de ese camino fue enorme. Cada ejecución fue seccionando el mundo de los vivos y del de los muertos, pero también el de los sospechosos del de los leales. Las dudas comenzaron a sobrevolar sobre todos. Recuerdo el momento en que, por primera vez, me descubrí midiendo no solo a los enemigos declarados, sino también a quienes me habían acompañado largo tiempo. Pienso ahora en Danton, en su enorme presencia en la tribuna y en la manera abrupta en que desapareció de ella. Y en Camille, en sus palabras entrecortadas, en su mezcla de reproche y afecto. No diré que se equivocaban sin matices. Sería injusto incluso con mi propia memoria. Había verdad en su fatiga. Había verdad en la necesidad de descanso que invocaban. Lo que nunca pude aceptar fue que ese descanso llegara antes de asegurar que las viejas fuerzas no volvieran a instalarse sobre los hombros de aquellos a quienes decíamos querer liberar. Pero me quedé solo… Quién sabe… lo mismo acabé en el mismo lugar que el tirano. Ese tirano al que espeté una vez que ningún hombre puede reinar inocentemente.
En esta celda sofocante, la figura del Comité se me está volviendo grotesca, absurda. Hay acaso una contradicción imposible en esa virtud armada hecha sistema. Hecha animal incontrolable. Quizá mi prisión monstruosa ya comenzó entonces. Porque para evitar una catástrofe mayor, aceptamos una catástrofe administrada.
El portón de fuera chirría con determinación y me arde el estómago. Siento cómo ciertas certezas se mantienen en pie, pero otras se me empiezan a resquebrajar, como si el peso de lo vivido o la inminencia de la muerte les abriera grietas. No sé cuánto tiempo queda. Sólo sé que lo que viene ya no se parecerá a nada de lo anterior. Mi muerte alumbra una era.
La Revolución proseguirá si avanza y deja de girar en torno a sí misma, como una espiral invertida que colapsa. El país ha resistido a los ejércitos, ha sometido conspiraciones, ha cambiado su mapa político con una rapidez que asombrará a la generaciones venideras en cualquier otro rincón del planeta. Y, sin embargo, ahora intuyo que algo ha comenzado a deshacerse por dentro, una gangrena que la carcome.
Lo noté ya en las conversaciones del Comité. Los silencios eran demasiado tensos. Las fórmulas de cortesía más forzadas. Incluso las enemistades más abiertas se desdibujaron, difuminando una suerte de distancia creciente entre quienes habíamos enfrentado juntos lo peor. Cada propuesta requería una cautela que antes no existía. Cada matiz era examinado como si escondiera una amenaza. Y lo más inquietante era que nadie parecía saber si ese recelo venía del otro o nacía en uno mismo.
La guerra proporciona excusas para cualquier severidad. Las provincias agitadas justificaban cualquier dotación extraordinaria de poder. Pero lo que de verdad empezaba a dividirnos no eran los hechos, sino la interpretación de esos hechos. Algunos confiaban en que lo logrado aún nos uniría. Pero yo sabía bien de nuestra fragilidad. La virtud inherente a la inocencia pura de un niño está absolutamente a merced del abandono y del ataque de la injusticia. Bien lo supe con la marcha de mi madre, cuya voz ya no recuerdo; y con el abandono de mi padre, que me empujó a hacerme con mi destino demasiado temprano. Si bajábamos la guardia, podíamos arrastrar de nuevo a Francia hacia el mismo abismo del que intentaba salir. La historia no concede treguas sinceras; solo descansos engañosos.
Fue en ese clima donde comencé a percibir que mis palabras ya no encontraban el mismo eco que antes. Ya no guiaba, sino que producía en algunos incomodidad y sospecha. No ayudó que mi empeño en la moral pública fuese interpretado por algunos como un proyecto personal. La idea del culto al Ser Supremo — tan mal comprendida, tan deformada por quienes necesitaban encontrar en ella una coartada para sus recelos — nació de algo muy distinto: la convicción de que un país sin referencias comunes se disuelve. El ateísmo es aristocrático. La fe laica en el Ser Supremo es popular. Pero no pretendía fundar una nueva religión ni situarme en el centro de un rito. Solo buscaba un principio de cohesión que devolviera a la ciudadanía una noción de responsabilidad más profunda que el miedo. Pero la política, cuando entra en su periodo febril, convierte en ambición lo que no comprende. Aún puedo recordar las miradas irónicas, los murmullos, la incomodidad cuidadosamente disimulada que acompañó aquella celebración pública. Fue un error de lectura colectiva; pero los errores de lectura, en tiempos convulsos, se convierten en juicios sin posibilidad de apelación.
Después de ausentarme un tiempo de la Convención, aquejado de mis crisis nerviosas, hace pocos días regresé para pronunciar el que creo que será mi último discurso. No supe interpretar la atmósfera que me esperaba. Hablé con la seguridad habitual, con claridad. Pero las palabras cayeron sobre un suelo distinto. En otras circunstancias, mis acusaciones generales habrían sido aceptadas como advertencia. Pero es evidente que se tomaron como amenazas. No nombré a nadie, aunque me reclamaron que lo hiciera, porque era preciso alertar sobre un peligroso estado de degradación moral general, una alerta que aterrorizara a mis adversarios y mantuviera el clima de tensión moral. Pero mi omisión, sin embargo, lejos de amilanarlos, les envalentonó. La entendieron como una acusación indiscriminada que apuntaba a todos a la vez.
Comprendo ahora, en esta penumbra, que me convertí ante sus ojos, de pronto, en el temido tirano despiadado que tanto quisimos combatir. El bueno de Sant-Just quiso salir en mi defensa al día siguiente. Y recordar desde la tribuna que cualquier revolución a medias no hace otra cosa que cavar su propia tumba; que no puede haber libertad para los enemigos de la libertad. Pero fue en vano. Apenas un par de frases y le interrumpieron a gritos, vociferando contra mi tiranía. En medio del caos, intenté volver a defenderme, pero sus gritos nos amordazaron. Clamaron contra mí y contra algunos de los pocos que me han sido fieles hasta el final. “Es la sangre de Danton la que le ahoga”, me gritaron. Miserables de la coalición del miedo.
El resto ocurrió con rapidez. Una moción aprobada por unanimidad declaró mi arresto. En apenas unas horas he sido detenido, liberado por quienes aún creían en mí, y detenido de nuevo con nocturnidad y violencia. Hasta mi hermano acabó anoche saltando por una ventana. En esta frenética noche, entre gritos, carreras y disparos desorientados, he sentido que la ciudad entera se movía como un animal herido que busca instintivamente a quién culpar de su dolor. Y yo soy el chivo perfecto. La bala que me destrozó la mandíbula es un síntoma de que la Revolución ha empezado a devorarse a sí misma.
El olor metálico de la sangre me ha acompañado en estas horas. He sido declarado, en virtud de la misma ley de Pradial que promulgamos, reo de muerte, en ejecución sumaria y sin juicio. La misma ley les obliga a escoger entre la absolución o la muerte, no hay término medio. Nadie puede matizar, ni reconocer mi compromiso inquebrantable por la República, por más errores que haya podido cometer. Aunque sin duda mi error táctico fatal fue ausentarme de la Convención y que la podredumbre conspiradora intrigase contra mí.
Aquí me hallo sin juicio, en este último escenario labrado en piedra. Siento que mi aliento ya se sofoca. Temo más el grito del espectáculo que el dolor. No me siento traicionado, sino nuevamente abandonado por una patria cansada e incapaz de tolerar la intensidad con la que ha vivido estos cinco años. Su miedo necesita un objeto claro sobre el que descargar su peso. Y ese objeto soy yo. Quizá porque encarno como nadie la exigencia absoluta que ha guiado en estos últimos tiempos a la República.
No ignoro mis errores. Sería infantil hacerlo. Sé que la vigilancia y la severidad han sido extremas en los últimos meses, desbocándose de forma arbitraria. Y ahora sé que la virtud armada se petrifica en dogma mortífero. Pero también sé que sin esa misma severidad habríamos perecido mucho antes, aplastados por fuerzas que nunca negociaron. Dejo ese dilema para otros. Yo ya no puedo resolverlo.
Los pasos vuelven a sonar en el corredor. Más lentos esta vez. Más definitivos. La luz, inclinada, arde como nunca. Sé lo que significa. Sé que queda poco. Una idea me atraviesa con la misma claridad que en mis mejores días: no temo la cuchilla. Temo que no comprendan lo que intenté hacer.
El 28 de julio de 1794, mes de Thermidor, Maximilien Robespierre fue conducido al cadalso entre abucheos. Le arrancaron de cuajo el vendaje que le sostenía el rostro, y su cabeza fue seccionada por la guillotina. Cuando rodó y fue expuesta al público, hubo vítores entre la multitud.
Su caída marcó el fin del gobierno del Terror y abrió una reacción política inmediata: los mismos que habían gobernado con él fabricaron una leyenda negra para exculparse, presentándolo como un tirano solitario responsable de todos los excesos. Durante el siglo XIX, sobre todo desde la historiografía marxista, surgió una contraleyenda que lo reivindicó como un defensor radical de la democracia y de los más desposeídos. Desde entonces su figura sirve de reflexión sobre los peligros de la superioridad moral y la convicción política sin oposición, de la autoconfianza que otorga la brillantez intelectual, del fervor con que la moralidad nos mueve. Su figura, denostada y reivindicada, oscila entre ambos polos — tirano matarife o mártir precursor —, símbolo trágico de la tensión entre la virtud revolucionaria y la violencia política.
Gracias por leerme.










