No había orillas por ningún lado. Las paredes resbaladizas y completamente lisas de aquel tanque acristalado se elevaban verticales hasta lo inalcanzable. A sus pies, sobre la superficie del agua, se agitaba con fruición, tratando de mantenerse a flote, buscando algún asidero, algún remanso. Arañaba las paredes, pero recibía en respuesta la simple dureza indiferente del cristal pulido, que en todas direcciones dibujaba un horizonte idéntico. Cada respiración comenzaba a saber a propina. Pero el instinto de supervivencia seguía extrayendo fuerza donde jamás pareció haberla, como quien sorbe el jugo de una aceituna que se exprime. Sin embargo, el cansancio iba haciendo también mella, penetrando como la humedad, entumeciendo músculos y ligamentos. La velocidad de las brazadas nerviosas se iba ralentizando, entre episodios espamódicos que amagaban con retomar el pulso, pero que luego se diluían como un azucarillo. Los segundos se hacían interminables y, en cambio, apenas habían pasado unos pocos minutos. Parecía que, como a las puertas del infierno de Dante, acabaría siendo inevitable abandonar toda esperanza.
Pero qué iba a saber ella de esperanza, si solo era una rata.
La esperanza - decía Nietzsche - es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre1. Y también, al parecer, el de las ratas. Pero quizá esa prolongación pueda tener sus ventajas si con ella, al final, la vida sigue adelante.
De hecho, Nietzsche reforzaba su amor por el destino y su renuencia a renegar del sufrimiento sintetizando con otra frase una condición humana nuclear:
Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.
De esta frase2 gustaba especialmente Viktor Frankl, el célebre psiquiatra vienés que sobrevivió a los campos de concentración nazis y que alcanzó renombre internacional con su obra El hombre en busca de sentido. La citaba en esta obra en la que relató su experiencia como prisionero y cómo había sido testigo de primera mano de que el hallazgo de un propósito personal había resultado un factor determinante para la supervivencia de todo tipo de prisioneros en las condiciones inhumanas más deplorables y extremas. Frankl recordaba al compañero que sobrevivía aferrado a la ilusión de volver a ver a su esposa, al científico que se repetía mentalmente las líneas de un manuscrito que algún día terminaría, o al hombre que encontraba fuerza en la convicción íntima de que su sufrimiento tenía un sentido trascendente. Si encontramos sentido - venía a postular - podrá haber dolor, pero no sufrimiento, o al menos este podrá ser más llevadero.
Y Frankl convirtió esa experiencia en una herramienta de supervivencia que intentó sistematizar con su logoterapia, un enfoque psicoterapéutico centrado en ayudar a las personas a encontrar un sentido a su vida incluso en medio del dolor y la adversidad, utilizando para ello técnicas como la clarificación de valores, la reformulación de las experiencias traumáticas y la proyección hacia metas significativas. El "porqué" como salvavidas ante el "cómo". Frankl se volvió una celebridad, y fue condecorado en mil lugares, mientras su obra se convertía en un bestseller internacional.
Sin embargo, y dejando a un lado la cuestionable efectividad de su terapia, hay quienes han sabido señalar los peligros que entraña esta aproximación que parece situar la capacidad de supervivencia en la responsabilidad del individuo y su determinación para encontrar propósito. Lawrence Langer en 1982 ya calificó el libro de "casi siniestro" por reducir la supervivencia en el Holocausto a una cuestión de actitud positiva. Y así nos lo recordaba hace poco Pablo Malo, que se atrevía a sugerir que la causalidad podría estar invertida. Que no es el propósito lo que genera la fuerza, sino la fuerza —genética, física, emocional— la que permite construir y sostener un propósito. Que el “porqué” es, muchas veces, el reflejo posterior de una capacidad previa para resistir el “cómo”. Que la frase de Nietzsche y la práctica de Frankl describen más un efecto que una causa.
Si esto es cierto, pedirle a alguien que encuentre sentido en medio del naufragio puede ser inútil o incluso cruel, si antes no se le da el mínimo de estabilidad para que ese sentido pueda echar raíces. O que, simplemente, hay quienes genéticamente son más capaces de sobrevivir, ayudados por el ambiente y, especialmente, por la fortuna. Y quienes no. Que los primeros encuentren propósitos es sólo una secuela de su circunstancia. Un sesgo del superviviente de manual. Desde la privilegiada atalaya - en términos relativos - de la que Frankl pudo disfrutar, elaboró un discurso conveniente y de autoayuda que contrasta con la realidad y la suerte de millones que fenecieron en los campos y no tuvieron voz ni oportunidad. Pablo Malo tiene mucha razón en su crítica. Aunque el ejercicio no deja de tener cierta ironía3.
No obstante, ¿es la capacidad de encontrar un sentido sólo un efluvio que mana de una predisposición? Aunque Pablo admite una posible realimentación, defiende encendidamente que la corriente causal más fuerte es la genética y, en todo caso, la azarosa. ¿Será entonces que los fuertes, como los llamara también Nietzsche, son los únicos capaces de abrirse paso, ya sea porque encuentran ese sentido de la tierra, porque la fortuna les sonríe o porque naturalmente prosperan, aunque lo hagan escudándose en subterfugios decadentes - trascendentes - y otros relatos mágicos que supuestamente se sostienen como origen de su fuerza, pero que en realidad no resisten la más mínima prueba de verdad?
Se abre de nuevo ante nuestros ojos el viejo y clásico debate entre naturaleza y crianza - nature-nurture. ¿Los supervivientes nacieron con más probabilidades de sobrevivir o podríamos haber intervenido para criarlos/educarlos/cultivarlos así? Durante años hemos repetido que la dicotomía estaba superada, que lo importante es la interacción. Y es cierto: un temperamento fuerte facilita aprender de una experiencia desfavorable; una experiencia desfavorable puede reforzar un temperamento frágil. Pero es preciso ponderar esta interacción multicausal, y reconocer el peso de las realimentaciones y contribuciones al resultado final. Subrayar cualquiera de ellas ignorando las demás o equipararlas es simplificar. Aunque cuantificarlas sea harto complejo.
El debate, no obstante, es omnipresente, habida cuenta de la aparente dualidad humana entre su condición fisiológica y su cultura simbólica. Karl Marx defendía que las condiciones materiales —la base económica, las infraestructuras productivas, las relaciones de trabajo— modelan y, en cierto modo, determinan las ideas, valores y creencias que conforman la superestructura cultural. Max Weber, por su parte, argumentaba que ciertas ideas, creencias religiosas o valores éticos pueden actuar como motor de cambio histórico, influyendo y hasta moldeando las propias condiciones materiales que las sustentan. Para el primero, la ideología burguesa justifica el statu quo al emerger de las condiciones materiales en las que esta clase retenía la propiedad privada de los medios de producción. Para el segundo, la ética protestante había podido inducir un visión positiva hacia la austeridad y el trabajo, como síntomas de salvación predestinada, lo que habría favorecido la aparición del capitalismo y sus riquezas. En mayor o menor intensidad y contexto, ambas parecen plausibles, incluso compatibles, aunque a la larga las hayamos visto opuestas y, hayamos comprobado, en cualquier caso, que eran erradas.
Del mismo modo, el debate entre genética innata y aprendizaje adquirido sigue vigente en nuestros días. Los estudios más recientes, basados en disciplinas como la genómica conductual y la epigenética, apuntan a que la carga genética explica una proporción significativa —aunque variable según el rasgo estudiado— de nuestras capacidades y comportamientos. Meta-análisis de estudios con gemelos y hermanos sugieren que la heredabilidad de rasgos como la resiliencia psicológica o la capacidad de afrontamiento puede situarse entre el 30% y el 50%, lo cual explica mucho, pero sigue dejando un margen considerable para la influencia del entorno, incluida la influencia psicológica y social4. Además, la investigación en epigenética muestra que las experiencias vitales, la nutrición o el estrés crónico pueden modular la expresión de genes asociados a estas capacidades, matizando así la idea de una determinación estrictamente biológica.
Si las creencias que dan sentido a nuestra vida han sido capaces de influir tan poderosamente sobre nuestros instintos más primarios, como el de la supervivencia, hasta habernos convocado a morir por nuestras ideas, en el circo romano, la cruzada o la trinchera, ¿no debemos reconocer el poder que tiene en nuestra resiliencia aferrarnos a la pluma de Dumbo, perseguir a Moby Dick, olisquear la zanahoria entre rebuznos, otear el fulgor verde de la bahía del Gran Gatsby, inspirar la acción en el honor de Dulcinea? El poder de nuestros relatos - aunque sean ficticios - incentiva nuestra resistencia. Especialmente si proporcionan sentido.
Pues la búsqueda de sentido, una poderosa arma que emerge de nuestro aparato cognitivo y emocional, que orquesta la cooperación humana, y permea todo tipo de comportamientos y actitudes sociales y vitales en general, sigue resistiendo en importancia, a pesar de la legítima crítica a las exageraciones simplificadoras y el relato edulcorado de Frankl.
Quizá, aquella rata, peleando por sobrevivir en el fondo de un tanque acristalado de agua, todavía tiene cosas que enseñarnos.
En 1957, Curt P. Richter realizó una serie de experimentos para evaluar la “resistencia” de las ratas a situaciones de estrés y de ahogo, y publicó sus resultados en un conocido artículo. La respuesta de las ratas variaba sustancialmente según diversas variables. El tipo de animal y la temperatura del agua eran determinantes: mientras que las ratas salvajes y a temperaturas bajas apenas morían a los 5 minutos, las domésticas y en aguas más cálidas resistían decenas de horas de duración. Una serie de manipulaciones estresantes empeoraron además su resistencia, como sujetarlas firmemente para impedir mordiscos o fugarse, o recortarles los bigotes, debilitando su capacidad de orientación. Todas estas medidas redujeron considerablemente los tiempos hasta recortarlos a pocos minutos en la mayoría de los casos, y conducirlas a una suerte de “muerte súbita”.
La hipótesis de una “muerte por desesperanza”, fisiológicamente mediada, cobró fuerza en su artículo, y especialmente en las múltiples interpretaciones y citaciones que se han hecho de él, a menudo de forma simplificada. Especialmente en la parte en la que Richter procedió a realizar y que denominó “eliminación de la desesperanza”: si en el último instante sujetaba y liberaba brevemente a las ratas, o practicaba inmersiones cortas repetidas, los animales “aprendían” que la situación no era terminal; a partir de ahí no volvían a “rendirse” y podían aumentar drásticamente su resistencia. De los pocos minutos hasta casi el centenar de horas. Si la rata que se agitaba al fondo del estanque tenía la esperanza de sobrevivir, persistía mucho más en el empeño.
Si el mero instinto de supervivencia canalizado hacia una mera expectativa puede amplificarse conductualmente de este modo, ¿qué no podrá hacerse con una percepción mucho más elaborada acerca del propio dolor y del sufrimiento humano, si además somos capaces de conectarlo mediante alguna suerte de relato con otros pilares de nuestra naturaleza como la pertenencia a la tribu, el amor a los nuestros o nuestra identidad? ¿Acaso podemos despreciar el alcance que las instituciones, los vínculos y los gestos tienen para rescatarnos?
Nietzsche lo reconoció con desprecio hacia la creencia trascendente de los débiles: “Una gran esperanza es un estimulante de la vida mucho mayor que cualquier felicidad realmente experimentada”5. Pero si además, se dosifica cultivando y haciendo crecer la resiliencia como una hormesis6, entonces la capacidad de resistencia crece, acorde a ese otro aforismo inserto ya en el acervo popular: “Lo que no te mata, te hace más fuerte”7. O quizá, a veces, lo que simplemente nos permite seguir nadando no es la convicción de que todo tiene un sentido, sino la memoria de que, en algún momento, alguien nos sacó del agua.
Gracias por leerme, por dejarme un me gusta, un comentario, o incluso por compartirlo. Sois siempre bienvenidos.
Humano, demasiado humano.
Algo parafraseada, pero la original parece en El crepúsculo de los ídolos como: Si tienes tu propio porqué en la vida, podrás arreglártelas con casi cualquier cómo.
Pablo considera a Frankl culpable de hacer sentir culpables a los que no sobrevivieron o no son capaces de encontrar sentido a su sufrimiento; pero, en realidad, él mismo considera que no somos realmente libres y que, por tanto, no puede haber culpables en sentido estricto. Ya sean las víctimas, los supervivientes, el propio Frankl o incluso ¡los verdugos! Pero qué vamos a hacerle, ninguno seremos libres de opinar otra cosa. :)
Por ejemplo este estudio, o este estudio.
El Anticristo.
Algunos estudios avalan esta idea, por ejemplo en la evolución de las carreras científicas: según un estudio de la Universidad Northwestern, quienes enfrentaron fracasos tempranos tenían un 6,1 % más de probabilidades de alcanzar el éxito a largo plazo, lo que sugiere que ciertas adversidades pueden actuar como catalizadores del crecimiento profesional. Sin embargo, esa lógica no se extiende sin reservas a todos los ámbitos. Por ejemplo, los traumas infantiles tienen mayor riesgo de verse afectadas negativamente en su etapa adulta, lo que cuestiona la aplicabilidad de la “teoría de la inoculación” psicológica, como se revela en este estudio. Y algo similar ocurre en genética: como advierte Miguel Pita en El ADN dictador (2017), ciertas agresiones al cuerpo —como la exposición prolongada a pantallas— no generan adaptación, sino desgaste; el organismo no siempre se fortalece, a veces simplemente se rompe.
El crepúsculo de los ídolos.
Asisto encantado a este debate entre Pablo y tú. Como no tengo la respuesta, me ha dado por imaginar (pensando a lo grande) cómo afrontará el drama de la supervivencia una forma de vida que no esté basada en el carbono. ¿Es este dilema exclusivo de nuestro pequeño planeta, o la búsqueda de un sentido subyace en la arquitectura profunda de la vida en el universo?
Ps. Vengo de viaje con un jetlag tremendo. Debe ser por eso que se me ocurren estas cosas.
Desde mi manera de ver la vida, sobrevivir pasa por encontrar soluciones a las adversidades. No hay futuro, solo el aquí y ahora. Como dice mi madre: "farem pel que ens trobarem". Yo no lo entendía. Me carcomía y me hundía pensando en más allá de lo inmediato. La vida y sus zancadillas me han enseñado a tirar pa'lante con lo que tengo. Tengo un propósito a largo plazo, pero en esp no hay prisa. Lo que corre prisa es ahora. Entiendo que no todo el mundo es capaz de buscar soluciones o, mejor dicho, no todo el mundo tiene una red de personas que sostienen.
También es cierto que no sé cómo habría sobrevivido en una sotuación límite como el Holocausto. No lo veo claro.