Hace unas semanas se celebró el examen de ingreso en la École Normale Supérieure de Francia. La prestigiosa "grande école" es, según algunas métricas, la principal institución intelectual del mundo. Por ejemplo, ha producido más laureados con el Premio Nobel y Medallistas Fields por estudiante que cualquier otra institución a nivel mundial.
Y en el tema de filosofía, este año, se escogió un enunciado polémico.
Los candidatos tenían 6 horas para escribir un ensayo y solo dos palabras entrecomilladas figuraban en su enunciado:
"Tu dois"
(Tú debes)
Es importante resaltar que no estaba autorizado el uso de la calculadora. Ni por tanto de las chuletas que en ella pudieran grabarse.
Los exámenes de ingreso, como este tema de filosofía, son famosos por su dificultad, y no es la primera vez que un enunciado tan condensado desconcierta1. Pero este tenía algo especial. Desde luego la respuesta podía tener miga. Pero había algo esquivo que interpelaba en ese enunciado. Pensando en él, se me abrieron varios caminos en los que adentrarme, pero fui descartándolos hasta que cambié de perspectiva.
Empecé pensando en explorar ese difícil camino que Cicerón intentó equilibrar armonizando lo útil y lo honesto, los deberes hacia uno mismo y los que se deben a la comunidad. En la otra punta del planeta, Confucio apuntaba que el deber no era una ley impersonal, sino el tejido de obligaciones vividas que sostienen la armonía social y la tradición nos transmite. Era inevitable asomarse a Kant y su imperativo categórico, pensando que el deber nace de la razón autónoma que pueda universalizarse, y no de la conveniencia ni del miedo. Y a lo lejos, era posible divisar al bueno de Hume, para recordarnos que la razón sola no basta, que el sentimiento moral es una fuente indiscutible que suscita nuestras obligaciones. Pero no, ninguno de esos caminos era el que ese enunciado me invitaba a transitar…
Abrí el mapa y busqué en la riqueza semántica del “Tu dois”. En ella no sólo hay obligación moral sino también deuda contraída. Tú debes muchas cosas a tu pasado, a tu herencia, a quienes te han permitido llegar hasta aquí. En la obligación moral suele anidar la idea de un pecado original, una deuda primigenia, una hamartiosfera - estructura de pecado - de la que participamos por el mero hecho de nacer acomodados. Y entonces pronto se me abrió la escabrosa senda de Nietzsche, que vio cómo el deber está en occidente preñado de culpa, que la Schuld es también deuda (Schulden). Y me tentó recorrer esos abruptos desfiladeros que desenmascaran que el deber en el centro de la conciencia occidental es muchas veces una forma de domesticación, una herencia envenenada de resentimiento y culpa. Pero tampoco era eso. Era otra cosa.
Acaso, pensé, lo que me llamaba era esa cercanía individual del “Tu” y no del formal “Vous”. Una interesante familiaridad habitaba esa frase, como la que tendría un amigo con otro, un maestro con su aprendiz, un padre con su hijo. Levinas podría habernos mostrado la vereda en la que el deber no viene de dentro ni de arriba, sino del rostro del otro, de la súplica muda de su vulnerabilidad. Simone Weil, tan sensible como intelectual, nos habría señalado la ruta por la que el deber se muestra como anterior a todo derecho, simple emergencia de la atención absoluta al otro. Sin embargo, ese Tu dois apuntaba en otra dirección.
Quizá se trataba de vaciarlo. De perder la brújula, y encontrar a Sartre, para quien el deber no precede a la libertad sino que nace de ella: estamos condenados a elegir, y por tanto, a responder. Renunciar a responder es una respuesta. Elegir es lo único que debemos. Y ante el vacío angustioso de no tener referentes, Camus nos habría ofrecido su itinerario circular y eterno, como el de Sísifo, confesando que no hay deber más alto que no traicionar la dignidad humana en medio del sinsentido. Pero ese camino angosto y angustioso me habría devuelto a la senda densa, húmeda y solitaria de la Selva Negra de Heidegger, reticente a la inercia colectiva del grupo, que predica lo que “se hace”, “se dice”, “se debe” - das Man - clamando por asumir nuestra existencia con autenticidad, sin diluirnos en un deber unificado y homogéneo. Una prédica que, a pesar de todo, acabó arrastrado por el encanto nazi. Por eso aquella densa senda me habría llevado a la de Hanna Arendt, que nos habría prevenido de ese camino cuesta abajo del que obedece sin pensar, en el que el deber se precipita irreflexivo y acaba alimentando mataderos humanos. Desde esa sima, probablemente, Foucault habría levantado el mapa del territorio desconfiando de todo discurso sobre el deber porque el poder recurrentemente se disfraza de moral. No obstante, esos caminos tan tentadores no eran para hoy.
Acaso, pensé, el cuerpo me pedía con ese enunciado remontar el cauce del río que dibuja la genealogía del “tú debes” hasta los mandamientos sagrados, o descender por él hasta los eslóganes de hoy, hasta los excesos moralistas, el exhibicionismo moral que cunde en redes para ganar prestigio y va predicando tu dois a diestro y siniestro. Quizá enfocarme en el deber que fundamenta los excesos de la cultura de la cancelación, el deber como nuevo capitalismo simbólico, los peligros que la moralidad lleva consigo, en lo que bien nos advierte
. Pero también podría haber explorado no solo las bondades del relativismo, sino también los espacios que este agrieta para que el más fuerte se imponga porque no haya linde que le detenga. El deber como despeñadero y como barandilla. Sin embargo, opté por dejar este enfoque para otro día. Lo prometo.Fue, sin embargo, otra la perspectiva que me atrapó. Volví a mirar el enunciado y di un giro de ciento ochenta grados. Me imaginé a esos alumnos sosteniendo la hoja, fijando la mirada ante él, y pensé en mis alumnos universitarios, en mi sobrino que esta misma semana se ha examinado para acceder a la universidad, en mis hijas que lo harán dentro de un tiempo. Y pensé en ese “Tu dois” dirigido a los jóvenes. En que más que un enunciado, podía interpretarse como una interpelación. Como un abrelatas con el que explorar el horizonte al que se enfrentan. Sin condescendencia. Siempre desde la polémica crítica y acaso contradictoria. Siempre contra un pesimismo infructuoso, y contra la ingenuidad adanista, desde un intento de comprensión esperanzada.
Tu dois soportar que te llamen “generación de cristal”, como si tu fragilidad fuese un defecto y no una señal de sensibilidad ante un mundo que progresa pero que al mismo tiempo se agrieta. Y enfrentarte a quienes ridiculizan tus ansiedades, tus dudas, tus búsquedas, sin comprender que algunas de las viejas inercias sociales ya no existen, que hay tradiciones que desaparecen y nada las sustituye en este mundo líquido, en el que las certezas ya no se heredan, se buscan, se construyen.
Tu dois admitir también lo que no quieres oír. Que tu generación ha crecido con menos hambre que la de tus abuelos, con más pantallas que libros, con más derechos que deberes asumidos. Que te has aburguesado en ocasiones hasta lo obsceno. Que muchas veces hablas de trauma donde hay incomodidad, de violencia donde hay desacuerdo, de ansiedad donde hay simple incertidumbre humana.
Tu dois navegar por un sistema educativo que rebaja su exigencia e infla tus calificaciones, al mismo tiempo que te atrapa entre la simulación del mérito y la realidad de una competitividad global brutal y empobrecedora en mil lugares; que te olvida en el fracaso escolar o te empuja a estudiar más que nunca para tener menos que nunca. Sacar las mejores notas y aún así sentir que llegas tarde, mal y con desventaja.
Tu dois encontrar sentido en un paisaje de instituciones tambaleantes, promesas incumplidas y vínculos cada vez más frágiles. Cercanía de barrio que desaparece. Soledad epidémica, particularmente incluso entre vosotros. Cuando todo parece provisional, tú debes sostenerte. Y encontrar espacios para el encuentro de verdad. El que no se da en la periferia de nuestro ser, pasando de pantalla por el simple impulso de deslizar un dedo.
Tu dois aceptar que en cierto modo eres más frágil. Porque te has acomodado cuando te han enseñado que todo impacto duele demasiado y que toda diferencia es amenaza. Que a veces confundes sensibilidad con hipersensibilidad, y cuidado con blindaje. Y que la sobreprotección debilita, incluso con las comodidades más simples.
Tu dois, al mismo tiempo, hacerte cargo de una precariedad estructural que no provocaste, pero que te exige adaptarte constantemente: al mercado, al algoritmo, a la volatilidad. A las jubilaciones que hipotecan tu futuro y suenan a estafa piramidal. A viviendas inaccesibles que inhabilitan tus sueños, culpabilizándote de mirar solo el corto plazo de tus viajes y tus plataformas de streaming, mientras te niegan un futuro en el que poder emanciparte a una edad decente.
Tu dois enfrentarte a unas élites que se presentan como ejemplo mientras capturan tus esfuerzos y colonizan tus sueños. Que te exigen excelencia y te pagan con aplausos vacíos. Que han convertido el alquiler en una forma sofisticada de desposesión y el hogar en un lujo. Y tus estudios obsoletos en una exigencia aligerada que sin embargo te sobrecualifica para lo que el mercado laboral puede ofrecerte.
Tu dois también reconocer que has sido educado en la inmediatez, en la validación externa, en la necesidad constante de ser visto, celebrado, reconocido. Que hay una frivolidad que te recorre y que no es casual, sino cultivada: consumir, postear, reaccionar, sin detenerte a pensar si todo eso te construye o te disuelve. Y eso te aletarga y lo hace, muchas veces, con un placer vacío.
Tu dois mantener la lucidez incluso cuando te ofrecen anestesia ideológica: el cinismo de unos, el dogmatismo de otros, las promesas rápidas de pertenencia que a veces solo esconden obediencia. Simplezas adanistas, discursos de odio, linchamientos tan digitales como tribales. O simples neutralidades pretendidamente amorales que en realidad dejan hacer a los más poderosos. Como las equidistancias entre esclavistas y abolicionistas.
Tu dois preguntarte si son creíbles esos cantos de sirena que te escoran cada vez más a los discursos extremos, hacia la derecha o a hacia la izquierda, o si más bien estás buscando algo firme donde afirmarte. Y entender si es tu convicción o es tu cansancio. Si es tu elección o una reacción. Si cultivan tu miedo y tu incertidumbre para legitimar su propio poder.
Tu dois rebelarte contra la caricatura de que no aguantas nada, cuando en realidad aguantas mucho: una infobesidad sobrevenida, la incertidumbre entre espectáculos bochornosos, la vigilancia constante, la precariedad, la presión por sobresalir sin caerte, la competitividad global sin un ascensor social que funcione, sin vías alternativas para crecer en experiencia ante un mundo tecnológicamente cada vez más automatizado.
Tu dois dejar de utilizar tu duda y tu optimización del apetito como coartada para no comprometerte. Porque las cosas que merecen la pena suelen costar esfuerzo y tiempo. Porque suelen requerir compromiso que no se escuda en el cinismo o la pasividad. Que no te satisfacen a corto. Que no tienen atajos válidos. Que requieren de una paciencia como la de quien siembra un árbol sabiendo que nunca descansará bajo su sombra.
Tu dois entender que no eres mejor ni peor por ser joven. Que el adanismo es un pecado recurrente. Que la edad no otorga razón ni la quita. Pero sí da la oportunidad de preguntarse si repetirás lo anterior, si desconociendo la historia estarás condenado a repetirla, o si crearás algo distinto. En definitiva, si sabrás respetar las vallas con sentido y te atreverás a coger los plátanos pendientes.
Tu dois cuestionar qué significa hoy “deber”. Si se corresponde con lo que se espera de ti o con lo que en ti clama sentido. Si es aquello que pretende domesticarte o lo que puede despertarte y hacerte pensar aunque duela, dudar aunque incomode, disentir aunque moleste.
Tu dois recordar que el deber no es solo una imposición: puede ser una brújula, esencial desde el punto de vista social. ¿Qué ocurre en una sociedad que olvida el sentido del deber? O bien se encierra en el goce sin límites que adocena y amaestra, o bien entrega su libertad a quien le promete orden. O terceras opciones indeterminadas. Pero parece que no podemos disfrutar de derechos sin contrapartida. Porque la dignidad no se hereda, se merece. Porque el confort sin deber genera vacío.
Tu dois es también una expresión de poder asimétrico. Los poderosos le dicen esas palabras a los aspirantes, incluso como condición para existir. “Tú debes” se vuelve chantaje: obedece o desaparece. Porque en el fondo, el hegemón nunca se aplica a sí el mismo deber que reclama. Desde el hegemón geopolítico, pasando por el hegemón generacional, al hegemón en clase o en la oficina.
Tu dois resistirte tanto al calor que nos deslumbra del populismo reaccionario - aunque en el fondo nunca ilumine - como de la frialdad de una tecnocracia que no escucha. Uno promete orden sin justicia, el otro, progreso sin alma. Y aprender a distinguir entre ideales que se viven y eslóganes que se imponen. Entre libertad y moralismo. Entre justicia y espectáculo.
Tu dois desenmascarar la comodidad superficial de un progresismo impuesto, que a veces olvida escuchar. E indagar en tu rabia que no se rebela, probablemente, contra los valores, sino contra un uso dogmático que atenta contra los principios elementales de libertad y tolerancia que nunca hay que dar por supuesto. Que siempre hay que seguir peleando.
Tu dois encontrar tu propio deber. Y acaso olvidar todo cuanto he dicho, para sopesar por ti mismo los cinismos, las riquezas y las oportunidades que heredas e inventar una nueva esperanza. Porque el futuro es tuyo.
Gracias por leerme.
Por ejemplo, en 2015, el tema fue incluso más conciso: “Expliquer” (“Explicar”). La idea, imagino, era la de abrirse a ensayos que ataran nociones de la filosofía como las de explicación y comprensión, la inducción y la deducción, la falsabilidad y la provisionalidad, realismo e instrumentalismo, coherencia-correspondencia,…
Javier, qué brutalidad de texto. No solo por la hondura del tema, sino por el mapa que trazas con tanto respeto como lucidez. Cada sendero filosófico que nombras —de Kant a Weil, de Nietzsche a Arendt— se siente como una antorcha encendida en este túnel que es el “deber” cuando se vuelve mandato sin reflexión. Y sin embargo, logras devolverle humanidad.
Ese “Tu dois” leído como interpelación a los jóvenes me ha atravesado. Porque, más allá del concepto, hay una ternura en tu forma de mirar a quienes están empezando a sostener el mundo sin habérselo cargado aún. Como si dijeras: “No os pido que lo tengáis todo claro. Solo que penséis, que dudéis, que viváis con coraje”.
Gracias por este ensayo que invita no solo a pensar, sino también —y quizá sobre todo— a mirar más adentro de nosotros.
Brillante, Javier.
Tu texto, más que un artículo, es una suerte de salmo laico, un discurso de montaña contemporáneo, una letanía cargada de filo y ternura que no teme señalar contradicciones ni bordear el precipicio del pathos. A cada “Tu dois”, uno siente el peso de una pedagogía que simplemente acompaña. Una llamada a despertar.
La forma en que recorres tradiciones filosóficas —de Kant a Arendt, de Simone Weil a Camus, pasando por Foucault o Confucio— sin caer en el academicismo, me recuerda más a la voz de un profeta desengañado que aún cree en la posibilidad del bien.
Tu texto convoca ecos poéticos. El primero, uno de mis favoritos: If, de Kipling, aunque aquí menos imperial y más dialéctico; más herido por la historia, más habitado por las paradojas del presente. También resuena la Elegía de Luis Cernuda, esa voz que, aun entre ruinas, se atreve a decir “yo no soy de este mundo”, pensándolo desde dentro como parte implicada.
Hay algo del aliento largo de Whitman, cuando el deber se vuelve canto de resistencia frente a lo uniforme. Y en los pasajes finales, donde se conjugan ternura y advertencia, se filtra un eco lejano de la Carta al padre de Kafka: ese deseo imposible de comprender y ser comprendido por otra generación.
Sin embargo, el poema que más me susurra mientras leo tu texto es Los Justos, de Borges. Porque el deber no siempre se grita: a veces se sostiene en gestos mínimos, callados, sostenidos desde la integridad individual. Tu texto parece dialogar con esa ética de la acción silenciosa, pero le añade el vértigo del presente hipermediático, donde el deber se confunde con performance y la autenticidad se pierde entre hashtags.
Por último, y quizás más íntimamente, hay algo en el tono que me recuerda a ciertas Cartas a un joven poeta, si Rilke las hubiera escrito en el siglo XXI, entre apps, algoritmos y la niebla de un futuro hipotecado. No hay condescendencia, pero tampoco desesperanza. Solo un deseo hondo de que la lucidez no se rinda.