Los plátanos
Esta es una historia que jamás sucedió.
Pero que, en cierto modo, cada vez que se cuenta, sucede.
Cinco monos en una jaula. En el centro, una escalera. Arriba, colgando del techo, un racimo de plátanos. La tentación es inmediata. Uno de los monos, el más decidido, se aventura a subir. Apenas pone una mano en la escalera, un chorro de agua helada cae sobre todos. Gritan, se encogen, se sacuden el frío. Nadie entiende lo que ha pasado, pero la sensación es clara: algo ha salido mal.
El hambre, sin embargo, no se rinde tan fácil. Otro lo intenta. Mismo resultado. Agua helada, desconcierto, tensión. Una tercera vez, y otra más. Hasta que algo cambia.
Cuando un nuevo mono se anima a subir, el resto, en un instante de comprensión compartida, lo detiene antes de que pueda tocar la escalera. No esperan a que llegue el castigo; lo impiden ellos mismos. Lo golpean, lo alejan, le enseñan que subir es un error. Ya no hace falta el agua helada.
Pasan los días, los monos han aprendido. Ninguno se acerca a la escalera. Ya no es siquiera una opción. Entonces comienza verdaderamente el experimento.
Uno de los monos originales es retirado y en su lugar entra un nuevo individuo, ajeno a la historia del agua helada. Mira la jaula, la escalera, los plátanos. Inmediatamente responde a su instinto. Avanza hacia la escalera y, en el momento en que pone una mano en ella, es atacado por el grupo. No entiende por qué. No hay agua, no hay castigo externo, solo la furia de sus nuevos compañeros que lo apartan a golpes. Aprenderá rápido.
Un segundo mono reemplaza a otro de los originales. Ante su nuevo intento, todos se abalanzan sobre él. Incluyendo al nuevo, que parece sentir especial regocijo en cumplir con esa liturgia. Uno a uno, los monos originales son reemplazados. Cada recién llegado pasa por el mismo ritual: un intento, una paliza, una lección. Hasta que finalmente, en la jaula no queda ni un solo mono que haya sentido el agua fría. Ninguno ha experimentado el castigo original. Y, sin embargo, todos se someten a la misma norma. Nadie sube la escalera. Nadie sabe por qué. Pero así es como siempre se ha hecho.
Esta historia jamás sucedió.
Hubo un tiempo en que se la atribuyeron al psicólogo G. R. Stephenson, quien, a finales de los años sesenta, llevó a cabo un experimento con monos. Algunas versiones incluso incluían referencias formales a su trabajo. Sin embargo, en su experimento no había ni escalera ni agua fría. No fueron cinco monos, ni se siguió un patrón estricto para el control del aprendizaje. No todos los monos replicaron el comportamiento observado y, además, el sexo de los individuos introducidos influyó en las respuestas registradas.
Da lo mismo.
La historia se repite en libros, en blogs, en conferencias, en conversaciones sobre la naturaleza humana. Ha viajado durante años, de boca en boca, transformándose en una verdad aceptada. Ha sucedido tantas veces en nuestra imaginación que ya no importa si ocurrió o no.
Porque lo que importa no es el experimento. Es lo que vemos en él. Nos reconocemos en los monos que golpean al recién llegado sin saber por qué. Nos identificamos en quienes acatan cada norma sin cuestionar su origen. En cada tradición que defendemos porque "siempre se ha hecho así". Este ejemplo es inspirador porque sirve para introducir el concepto de “paradigma social”, ese sistema de creencias o conductas en el que vivimos y que se mantiene no por evidencia, sino por inercia. Como propagar la historia de un experimento que, en realidad, nunca sucedió.
Sobre esta historia se produce un efecto Woozle, en el que una fuente es citada ampliamente para afirmar algo que en realidad no respalda, lo que otorga a dicha afirmación una credibilidad inmerecida. Y las referencias cruzadas se acumulan, acumulan y la popularidad de la afirmación crece. Y nadie se atreve a contradecirla. Porque, como en el cuento del Conde Lucanor que popularizó Hans Christian Andersen, cuanto más encumbramos al emperador, más difícil es decirle que va desnudo. Y así, la referencia acaba haciéndose circular. Como el náufrago perdido que da vueltas en círculos porque sigue sus propias huellas.
La propagación de la historia de los monos de alguna forma se autovalida, y nos da pie a profundizar en la reflexión sobre esa inercia humana que perpetúa el error o que le otorga una validez a algo sólo por su antigüedad. Es una versión de la falacia ad antiquitatem, la creencia de que algo es válido o verdadero únicamente porque responde a una larga tradición. Y tiene mucho que ver con nuestro comportamiento condicionado por el llamado efecto de arrastre, que describe cómo las personas tienden a seguir una norma o práctica porque otros lo hacen a la espera de experimentar su mismo éxito o evitar cualquier fracaso, sin preguntarse realmente por qué. El tío Sam lo sabe bien1.
La historia de esta inercia conservadora en los grupos sociales está llena de ejemplos: desde modas pasajeras hasta la aceptación acrítica de sistemas ideológicos, económicos o políticos que duran largos períodos. Es una némesis contra la que lucha la gestión del cambio empresarial y organizativo, contra las formas de hacer las cosas porque siempre se han hecho así. Y se refuerza en la opinión pública con lo que la politóloga Elisabeth Noelle-Neumann denominó la espiral del silencio, según la cual las personas temen expresar opiniones contrarias al grupo por miedo al aislamiento social. La estrechez de la ventana de Overton.
En el fondo, la apócrifa historia de los monos y los plátanos inspira la idea de que las costumbres que no se cuestionan a menudo perpetúan la mediocridad o incluso la injusticia. Los grandes avances culturales y tecnológicos, como la abolición de la esclavitud o el movimiento por los derechos civiles, surgieron precisamente porque individuos valientes desafiaron los paradigmas establecidos. Fue la disidencia de Rosa Parks o de Mahatma Gandhi la que en gran medida los hizo referentes para romper con inercias terribles. Y en tecnología es una constante, pues sólo quienes piensan “out of the box”, como dicen los angloparlantes, son capaces de innovar.
Sin embargo, ser excesivamente críticos y heterodoxos, rompedores de moldes, tiene sus contraindicaciones. Es una actitud que puede acabar traicionándonos a nosotros mismos. Hoy en día, especialmente, tenemos un auténtico incentivo errado en ir contracorriente. En la conspiranoia. La salida del anonimato, el protagonismo, la identidad, el calor de un grupo, el supuesto y malentendido ejercicio de un supuesto pensamiento crítico... Es preciso guardar un equilibrio cuando nos planteamos subvertir los órdenes establecidos. Porque la sabiduría de nuestros ancestros fue, durante decenas de milenios, nuestro mejor abrigo. Y nuestra dependencia epistémica es un principio fundamental para la supervivencia.
Las vallas
Un hombre caminaba por un sendero solitario. El sol comenzaba a inclinarse y el viento sacudía la hierba alta a ambos lados del camino. No había nada que interrumpiera su paso, salvo una valla de madera, vieja y gastada por los años, que estrechaba incómodamente el sendero en uno de sus lados. Se detuvo frente a ella, la observó con curiosidad y luego con irritación. No había nada detrás, ni casas, ni campos cultivados, ni rastro de que sirviera para algo. Sólo maleza.
—Absurdo —murmuró para sí—. ¿Quién puso esta valla aquí? ¿Para qué?
Se acercó, la tocó con la punta del pie, empujó con las manos los tablones medio sueltos. Vieja, inútil, un obstáculo sin sentido. No había razón para que siguiera en pie. Decidió que lo mejor era quitarla. La empujó con firmeza. Un tablón se desprendió. Pronto, todos quedaron apartados del camino. Se sacudió las manos, satisfecho, y siguió su marcha. La valla no servía para nada. Ahora el sendero estaba despejado. Había hecho un bien por la comunidad.
Horas después, el mismo hombre regresó por el mismo sendero, pero algo había cambiado. A medida que se acercaba al lugar donde antes estaba la valla, sintió una incomodidad creciente, viendo cómo los tablones se habían hundido poco a poco en la maleza. Bajo ella, un pozo profundo se abría en aquel lado del sendero. Solo entonces comprendió que la valla no estaba allí por capricho. No era un obstáculo inútil, sino una protección, una advertencia de un peligro que no podía verse hasta que era demasiado tarde. Se detuvo al borde del pozo, paralizado, asomándose por si alguien hubiera caído en él. No sabía quién había puesto aquella valla ni cuándo, pero ahora sabía para qué.
Esta historia tampoco sucedió.
Pero en cierta forma ilustra la idea que un viejo y genial conservador, escritor, filósofo y periodista, como fue G. K. Chesterton, expresó en 1929, en su libro “The Thing: por qué soy católico”. En él publicó su famosa Paradoja de la Valla:
En lo que se refiere a la reforma de las cosas hay un principio que probablemente será calificado como una paradoja. Se da en casos como en las instituciones o en las leyes; imaginemos, por ejemplo y para simplificar, dos paseantes que se encuentran una valla o una puerta en medio de un camino.
De ambos, el tipo más moderno de reformador se acerca alegre a la valla y dice: «No veo el uso que pueda tener esto; vamos a deshacernos de ella». El tipo más inteligente de reformador hará bien en responder diciendo: «Si no ves su uso, de ninguna manera te dejaré que lo deshagas. Vete de aquí y reflexiona. Luego, cuando vuelvas y me digas que ya has visto el uso que tiene, tal vez te permita que la destruyas».
La valla de Chesterton es un principio de prudencia que también nos alerta contra el adanismo, esa actitud que desprecia el pasado y asume que somos los iniciadores de algo completamente nuevo que debe desprenderse de lo anterior por obsolescencia, ignorando antecedentes e influencias. Como sucedió con el año cero de los revolucionarios franceses, que quisieron hacer un reset en el calendario y comenzar de nuevo, renegando del Antiguo Régimen. Ese "complejo de Cristóbal Colón" nos hace creer erróneamente que estamos descubriendo por primera vez algo que era ignorado. Y es una tendencia que se observa en política, arte, cultura e historia, donde se desprecia la continuidad del pasado en favor de una supuesta originalidad absoluta. Y sin embargo, en cuantísimas ocasiones, no hay nada nuevo bajo el sol2.
Además, vivimos inmersos en una inercia social que acumula ya un par de siglos en los que las novedades tecnológicas y el progreso material nos hacen brindar siempre por lo nuevo. La mejora objetiva en nuestra calidad de vida sesga nuestro juicio y con frecuencia asociamos la novedad a la virtud. Las grandes empresas que nos colocan sus productos sólo porque son nuevos bien lo saben. Un coche, un portátil, un smartphone. Este es, en cierto modo, el reverso de la falacia ad antiquitatem, la falacia ad novitatem: creer que lo nuevo siempre es mejor simplemente por ser nuevo.
Pero en la transmisión de “lo viejo” hay un repositorio fundamental de sabiduría. Empleando los términos de Dawkins, los memes culturales explican cómo las ideas y tradiciones se transmiten de generación en generación codificando unas prácticas que pueden ser secretamente beneficiosas, como hacen los genes a nivel biológico. Su supervivencia, en realidad, suele tener algún sentido. Estos "memes" son piezas de información que muchas veces funcionan como un software cultural que permite a las comunidades sostenerse e incluso prosperar, aunque a veces pierdan su propósito original, si son readaptadas de alguna forma. La heurística de la supervivencia apoya esta noción: si una tradición ha perdurado, probablemente tiene un valor subyacente que no siempre es evidente a simple vista.
Ciertas tradiciones pueden parecer irracionales desde diversos puntos de vista, pero como el pozo, sus fundamentos pueden estar ocultos por la maleza y cumplir una función social que desconocemos. Desde mantener la cohesión social o facilitar la construcción de identidades colectivas, hasta servir como mecanismos simbólicos para la redistribución del poder o la riqueza, regular el parentesco o mantener el equilibrio ecológico. Bien lo estudia la antropología cultural.
El intervencionismo excesivo que derriba temerariamente ciertas vallas desde la ignorancia puede erosionar el tejido social o destruir el equilibrio económico. E incluso volverse terroríficamente mortal.
Hay una historia conocida que lo ilustra. Y esta vez es dolorosamente cierta.
En 1958, como parte del Gran Salto Adelante, Mao Zedong lanzó la campaña de "Las Cuatro Plagas" para erradicar moscas, mosquitos, ratas y gorriones, estos últimos acusados de comerse el grano y reducir la producción agrícola. El Partido Comunista movilizó a millones de personas para ahuyentar y matar a los gorriones mediante ruido constante, destrucción de nidos y envenenamiento. La iniciativa tuvo éxito en exterminar gran parte de la población de gorriones, pero tuvo un efecto desastroso e inesperado: sin estos pájaros, las plagas de langostas y otros insectos aumentaron descontroladamente, devastando las cosechas.
La eliminación de los gorriones contribuyó a la Gran Hambruna China (1959-1961), una de las mayores catástrofes humanitarias del siglo XX, en la que murieron decenas de millones de personas por inanición3. Al darse cuenta del error, el gobierno chino tuvo que rectificar y reintroducir gorriones importados desde la Unión Soviética para restablecer el equilibrio ecológico. Muy pronto, esta historia se convirtió en un símbolo del peligro de las políticas basadas en premisas erróneas y en la interferencia humana sin un conocimiento profundo de los ecosistemas. En derribar vallas de forma inconsciente.
La plegaria
La tensión entre la ruptura de paradigmas y la conservación de tradiciones no es un dilema, sino un equilibrio dinámico. El orden absoluto y planificado ahoga la innovación, mientras que el excesivamente rupturista deviene en caos. Por eso mi amigo
habla de los estados “caórdicos”, esos que además pueden dar propósito. La humanidad avanza porque cuestiona; pero también se sostiene porque respeta. Tanto el impulso de alcanzar los plátanos como la prudencia de respetar las vallas tienen su lugar en nuestra vida individual y colectiva.No todo cambio es positivo. Ni todo esfuerzo por retener es deseable. La realidad siempre es más compleja que los modelos que nos construimos de ella. En el mundo tecnológico bien lo sabemos, porque, como Marshall McLuhan decía, cada aumento es también una amputación. Siempre nos dejamos plumas. Las revoluciones destruyen viejas estructuras, pero con el tiempo inevitablemente generan nuevas inercias que volverán a ser desafiadas. El pensamiento crítico es una herramienta que nos permite discernir entre lo que merece ser derribado y lo que debe ser preservado.
Parafraseando la conocida plegaria atribuida al teólogo, filósofo y escritor estadounidense de origen alemán Reinhold Niebuhr4, podríamos decir:
“Señor, danos la valentía para alcanzar los plátanos que merecen ser alcanzados; la prudencia para no derribar las vallas que nos incomoden sin entender su propósito; y la sabiduría para discernir entre ambas situaciones”
Gracias por leerme. Y por apoyarme.
El efecto arrastre en inglés se llama bandwagon effect. Proviene del nombre que se le da a los carros típicos de desfiles, circos u otros espectáculos. La frase "súbete al bandwagon" era la que gritaba en 1848 desde uno de estos carros Dan Rice, el bufón personal de Abraham Lincoln. Dan Rice, un payaso profesional de circo que sirvió como referencia para construir la imagen del tío Sam empleada para el reclutamiento de soldados, usaba un bandwagon para captar la atención en las campañas electorales invitando a subirse a ciertas personas. Conforme la campaña se hacía más exitosa, más personas codiciaban conseguir un asiento en el bandwagon del candidato, en espera de asociarse con su éxito. Los bandwagons acabaron convirtiéndose en el estándar de las campañas, y “subirse al carro”, como adoptamos en español, se convirtió en la acción de quien pretende obtener un éxito sólo por el hecho de unirse a otro.
Este proverbio se origina en la Biblia, en concreto en el libro del Eclesiastés 1, 9, y se le atribuye al rey Salomón: “¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y no hay nada nuevo bajo el sol”. Y de ahí la conocida expresión en latín “nihil novum sub sole”, que gira alrededor de la idea de que todo, o casi todo, tiene un precedente.
Las estimaciones oscilan entre 15 millones y 55 millones de muertos.
La original, de mucha densidad filosófica, dice: “Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia”.
Muy interesante e ilustrativo. Esa tensión seguramente necesaria, ese sendero entre romper y retener, es un camino estrecho. Un camino donde tienen más peso quizás nuestras creencias, nuestra propia forma de ver el mundo, que aquello que empíricamente podemos evaluar.
Si me gustaría hacer cierto inciso. Si fuésemos nosotros los monos, en cierto momento, olvidaríamos el porqué de su norma. Parece que a veces, las personas parecemos olvidar aquello que históricamente ha tenido un significado, por no detenernos a cuestionar la valía de las normas e instituciones que rigen nuestra vida social. Quizás los monos son más listos que nosotros y evitan, no como la humanidad, tropezar 2 veces en la misma piedra.
Enhorabuena por el artículo.
Patrick L. Humphrey – Serenity Prayer
Lord, give me the courage to change what I can,
the wisdom to accept that which I cannot change,
and the heavy artillery to make up the difference.
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