Hubo una tensión en el alma alemana entre el frío y poderoso racionalismo tecnocientífico y la pulsión irracional más oscura que todavía se advierte. Cuando esa tensión se resolvió perversamente alineando ambas fuerzas en una sola destructiva, surgieron ante ella sumisos y rebeldes. Engranajes que propagaron su mal e indóciles que la desafiaron. Esa otra dicotomía resuena también en Alemania, cuyas esquinas y parajes me han brindado para terminar un último eco, doble y disonante. Una dicotomía irresuelta entre la aquiescencia y la rebelión ante su historia más reciente, bella y devastadora.
Banalidad, irreflexión y disidencia
Cuando la filósofa alemana Hanna Arendt, discípula de Heidegger, acudió como corresponsal a cubrir el proceso contra Eichman en Jerusalén, desató la polémica. No le bastó el titular sencillo, el de los vencedores, el de las víctimas, que habían de hallar en el acusado a un ser repulsivo e inequívocamente malvado para inteligir la atrocidad del Holocausto. Ella quiso, con su trayectoria filosófica y humana, ir más allá.
Como es conocido, el Mossad había atrapado a Eichman después de que huyera fugitivo de los juicios de Nuremberg. Y a su juicio acudió una madura Arendt, que había pasado por un periplo doloroso, incluida una reclusión por su origen judío y su posterior exilio. Y al escuchar y hacer crónica del juicio a Eichman, puso el foco en la controvertida apelación que hizo el burócrata nazi en su propia defensa: haberse limitado a cumplir su deber.
Arendt venía de analizar la filosofía existencial, incluida la de su maestro Heidegger, criticando la incompletitud de su ontología y el peligro de una reflexión irresuelta que acababa en el nihilismo, en la ruptura completa con todo límite ético. Así resultaba plausible que un funcionario nazi, a quienes dolorosamente su maestro había respaldado, pudiera pretender excusarse apelando a una suerte de imperativo kantiano formal y vacío: había cumplido con su deber ejecutando órdenes en la gestión de los traslados de millares de judíos a los campos de exterminio. Hanna, que había pasado su infancia en la ciudad de Koningsberg donde la leyenda cuenta que los relojes se ajustaban según el puntual paseo de Kant, sabía bien del compromiso alemán con el deber riguroso.
Pero al concebir la realidad humana como la de un ser consciente arrojado ahí a la existencia (Dasein), irremisiblemente condenado y orientado a la muerte (Sein-zum-Tode), el ser humano no podía describirse como un creador de mundos sino como su destructor. Nada le estimulaba ni le limitaba para lo contrario. Para Arendt, la evitación por parte de Heidegger de los conceptos kantianos provisionales de “libertad”, “dignidad humana” y “razón” resultaba catastrófica. Al nutrirse peligrosamente de “no-conceptos” profundamente mitologizantes como los de “pueblo” y “tierra”, contribuyó a esa “superstición naturalista”, a esas profundidades cavernosas del irracionalismo, ecos esotéricos de los que gustó el Führer.
Los matarifes irredentos no suelen dejar que la hierba crezca tras de ellos. Pero la hierba vuelve a crecer, indómita, rebelde, oponiéndose al torrente destructor, abriéndose paso entre los adoquines. Por las calles de Alemania - y de buena parte de la Europa más sangrada - uno se tropieza con unas pequeñas placas de latón sobre el suelo que le advierten que allí hubo nombres, hubo personas, deportadas y asesinadas. Una iniciativa que por aquí contaba maravillosamente
en este artículo, y que está inspirada en esa frase del Talmud judío que reza: “Sólo se olvida a una persona cuando se olvida su nombre".Para Arendt existía otro existencialismo liberador, capaz de la edificación en lugar de la destrucción. Fue el que descubrió en Heidelberg junto a Karl Jaspers, interesado en ocuparse de las situaciones límite. De jugar con la metafísica para palpar los límites de lo pensable y traspasable, cuidándose, no obstante, de ese pensamiento de trascendencia que se pretende definitivo y que está abocado al fracaso. Este existencialismo le ofrecía un camino filosófico que no era sencillo, pero que podía sacarla del callejón sin salida del fanatismo positivista y nihilista. Un fanatismo que intrigó profundamente a Arendt, concernida especialmente por las atrocidades de su tiempo.
En Los orígenes del totalitarismo (1951), la filósofa exploró la capacidad humana para ejercer el dominio total, apoderándose de todas las cosmovisiones e ideologías. A través del temor, las habría convertido en nuevas formas de Estado como el nazismo y el estalinismo. El totalitarismo era una sublimación de las dictaduras, que se extendía a todas las áreas de la vida humana, anclado en el movimiento de masas, persuadidas mediante la propaganda hasta la inversión completa del sistema jurídico —cárceles, asesinatos en masa—, y con una aspiración al dominio mundial. Quizá por eso ambos totalitarismos nunca pudieron llegar a ser compatibles, aunque algunos soñaran con ello.
Las afirmaciones de los ideólogos totalitarios fueron para Arendt peligrosamente infravaloradas por sus observadores antes de su eclosión. Entre el apaciguamiento y la condescendencia, cuando quisieron reaccionar ya era tarde. El dramaturgo alemán Bertolt Brecht lo vio claro: “Cuando el delito se multiplica, nadie quiere verlo”. Todo ello resuena hoy, en las arengas neorreaccionarias y las identitarias, en las profanaciones impunes del Estado de derecho y de la autonomía individual. La normalización en el discurso de estas profanaciones era clave para la persuasión. Al totalitarismo, decía Arendt, no le bastó la violencia (Gewalt) y requirió del poder (Macht), de esa capacidad para aunar voluntades, para revestirse de esa legitimidad que le da el reconocimiento y la adhesión popular. Democracia mediante. Y burocracia facilitadora.
Fue en su escrito sobre Eichmann en Jerusalén donde Arendt acuñó ese polémico concepto de la banalidad del mal: La defensa central de Eichmann fue aducir que, como buen alemán, se había limitado a cumplir órdenes, a cumplir con su deber. El eco de la ética kantiana y su imperativo parecía querer tejerse como un halo que lo exonerase. Pero lejos de arremeter, como otros, contra la absoluta responsabilidad malvada, consciente y premeditada de Eichmann, Arendt subrayó el carácter “banal” del mal, propagado por el engranaje del sistema a través de este personaje “simplemente irreflexivo”. Resonaban aquellas ideas a la que se suele atribuir un tanto apócrifamente a Edmund Burke:
Para que el mal triunfe, basta con que los buenos no hagan nada.
Pero a la acción se le puede exigir siempre esa mínima reflexión. No solo es, con Sócrates, que una vida que no sea examinada no merezca la pena ser vivida. Es que una vida en la irreflexión puede ser terriblemente dañina, apuntaba Arendt. El “mal radical” que nutre al totalitarismo se propaga hasta convertirse en banal, mecanizado, sin profundidades demoníacas. Basta con dejar hacer para “generar más desgracias que todos los impulsos malvados del ser humano juntos”. Fue esta irreflexión la que amplificó el sistema hasta el tecnomatadero, el “asesinato en masa administrativo”. Esta peligrosa “banalidad del mal” acabó impregnando incluso la colaboración de los “consejos de judíos” que administraban los traslados y ciertas listas. Aunque los alemanes nazis tuvieron un papel activo en seleccionar los elementos criminales más colaboracionistas y arribistas de entre los judíos por conservar o mejorar su propio estatus, Arendt parecía acertar: a pesar de las críticas recibidas, no puede negarse que iluminó ese proceso de propagación del mal, incluso hasta permear al propio pueblo judío en su destrucción.
No obstante, la participación social no pudo ser meramente irreflexiva; no fue una simple obediencia, sino una libre y tácita colaboración. El existencialismo desnudó esa radical libertad a la que no bastan excusas externas. Era posible una alternativa, por dolorosa que fuera. Es posible mantenerse en la disidencia y en la frontera, desde el empeño en la libertad que no se someta a las ataduras de la tribu. En el fondo, es el propio imperativo de Kant de no conceder que los seres racionales sean medios para otros fines, sino fines en sí mismos. Diga lo que diga la norma, la costumbre, la ley, el Fürher. Como quiso el filósofo español Javier Muguerza, esta formulación del imperativo kantiano es un imperativo de la disidencia1.
Para Arendt, el caso de Rosa Luxemburgo fue siempre una fuente de inspiración: una mujer comprometida con la causa de los oprimidos, pero ajena a los dogmas del comunismo más ortodoxo, que a menudo reemplazaba la religión por una fe ciega en la revolución. Rosa supo mantenerse en los márgenes del partido, criticó abiertamente a Lenin, y se opuso tanto a la guerra como al autoritarismo revolucionario, defendiendo la libertad política y la democracia sin condiciones. Su lucidez y disidencia le costaron la vida: fue asesinada en 1919 tras la fallida revolución espartaquista en Berlín. El lugar desde el que pronunció sus discursos más valientes y libres todavía se recuerda y protege en Berlín:

Era preciso poner límite al poder. Ningún nihilismo lo hallaba. Fue esa carencia de límite, lo señala la propia Arendt, lo que hizo que la Revolución Francesa degenerase en el régimen del Terror de Robespierre al implementar creencias filosóficas como la del progreso en el ámbito político. Por contraste, la revolución y la constitución americanas, país que acogió y naturalizó finalmente a Arendt, pudieron mantener cierta separación de poderes y limitarlos mediante el federalismo y el respeto sagrado al pluralismo. La primera surgió de una monarquía absoluta; la segunda, de una monarquía ya limitada. Y ese límite no es solo político, sino también religioso: No es de extrañar que las regiones más católicas de Alemania fueran más reticentes a apoyar al discurso supremacista y totalitario nazi. La intermediación colectiva de una tradición y de un magisterio ponían límites a la libre interpretación ilimitada, típicamente protestante.
Ese pluralismo resultaba para Arendt un límite infranqueable. Es preciso un dique de contención que preserve la disidencia. Incluso aunque bajo ella se desvaríe con expresiones improductivamente ofensivas. Para Arendt, el ser humano no es bueno ni malo por naturaleza. Pero su libertad debe protegerse. Solo una vida política cubierta por un Estado democrático puede facilitar que los individuos se comporten de acuerdo a un “patrón moral” desde su libertad. Cuando este sistema se derrumba, afloran los comportamientos que renuncian a pensar, juzgar y actuar, propagando el mal. Sin incurrir en idolatría democrática: hay un límite que la precede que no puede negarse. Olvidándolo, ella misma aupó a Hitler al poder.
El totalitarismo es prueba de cómo pueden reinterpretarse los códigos morales que se pretenden eternos. Al imperativo kantiano es preciso sumarle las exigencias comunitarias, que deben ser renegociadas una y otra vez. La filosofía inspira y fecunda la política, aunque luego pretenda renegar de ello al más puro estilo de Heidegger. Pero, como muestra Arendt, ha sido poco lo que la filosofía se ha preocupado por la pluralidad de los seres humanos. Sin esa atención, el individuo puede volverse irreflexivo y convertirse en alguien dirigido (Getriebene), propagador del mal.
En contraste, Alemania sigue ofreciendo al visitante esos referentes que optaron por rectificar y disentir. Martin Niemöller se hizo pastor luterano en una parroquia en Berlín. Como muchos nacionalistas alemanes, apoyó la llegada de Hitler al poder en 1933, viendo en él un defensor contra el comunismo y el desorden social. Pero muy pronto se desilusionó al ver cómo el régimen intentaba controlar las iglesias protestantes e imponer una ideología totalitaria. En sus sermones comenzó a criticar abiertamente la nazificación de la Iglesia Evangélica alemana y fue arrestado en 1937 pasando siete años en campos de concentración. Logró sobrevivir y tras la guerra, se convirtió en un activista por la paz, el desarme nuclear y la reconciliación. En el Centro de Documentación Topografía del Terror de Berlín, en la Iglesia Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche y en muchos otros lugares de Alemania todavía se recuerda su famoso texto:
“Primero vinieron por los comunistas, y no dije nada, porque yo no era comunista.
Luego vinieron por los sindicalistas, y no dije nada, porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los judíos, y no dije nada, porque yo no era judío.
Luego vinieron por mí, y ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí.”
Entre otros referentes también se encuentra sin duda Bertolt Brecht, una de las voces culturales más activas en la oposición intelectual al nazismo. Dramaturgo, poeta y teórico del teatro, Brecht fue incansable en sus publicaciones desde el exilio contra el totalitarismo, la manipulación ideológica y la pasividad social. Su teatro buscaba despertar la conciencia crítica del espectador, en contraposición al arte propagandístico del régimen nazi, convirtiéndolo en una figura clave de la resistencia cultural. Por fin, pudo regresar y descansar junto a los berlineses, cerca de Hegel y de Fichte. Es inevitable recordar, entre muchas otras, sus famosas palabras:
Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles
Solo en el intercambio libre con otros, como subrayó Jaspers y aplaudió Arendt, el ser humano se vuelve auténticamente racional. De otro modo, el individuo pierde: o bien porque se entrega y se diluye en la masa; o bien porque el soliloquio del filósofo le vuelve arrogante2 y se arrima, de Platón a Heidegger, al refugio de tiranos y caudillos. Contrastando con otros disentimos para velar por nuestra libertad.
Paseando Munich uno se tropieza en la puerta de la Universidad Ludwig Maximilian con un memorial en el empedrado que rinde homenaje al grupo de resistencia La Rosa Blanca (Die Weiße Rose). Este grupo de estudiantes y profesores se opuso pacífica y clandestinamente al régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial. En el suelo, petrificadas para la memoria, se hallan las reproducciones en piedra de los panfletos que distribuyeron especialmente entre 1942 y 1943. Se cuenta que fueron atrapados cuando un fortuito vendaval3 los hizo volar por la ventana de la facultad poniéndolos al descubierto. Los miembros más destacados fueron los hermanos Sophie y Hans Scholl, junto con Christoph Probst, quienes fueron arrestados y ejecutados en 1943.

Al regresar al centro por la plaza del Odeon, se encuentra el lugar en el que Hitler mandó erigir un monumento a los caídos en el intento de golpe de Estado y ante el que era obligatorio detenerse y alzar el saludo nazi. Pero quienes disentían, daban un rodeo y se adentraban en la pequeña calle Viscardigasse, evitando el monumento y el saludo. La Gestapo acabó esperándoles a mitad de la calle para pedirles explicaciones. Hoy se puede recorrer aquel paseo señalado con adoquines abrillantados sobre el suelo que daban quienes ejercían su silenciosa disidencia y su camino de libertad.

Un silencio atronador
En julio de 1967, Heidegger invitó a su cabaña en Todtnauberg a Paul Celan, aquel genial poeta judío que había sufrido como tantos lo indecible. Aunque Celan había perdido a sus padres en un campo de concentración y él mismo había sido internado en un campo de trabajos forzados, admiraba la finura y la profundidad del pensamiento de Heidegger, pero también estaba profundamente marcado por la herida del Holocausto.
La visita fue breve. Caminaron juntos, hablaron, compartieron un cuaderno de notas donde Celan escribió su nombre. Pero Heidegger, al parecer, no pidió perdón, ni reconoció explícitamente su responsabilidad o su silencio sobre el Holocausto. A los ojos de muchos, la omisión fue elocuente. Celan, que tanto valoraba el poder del lenguaje para testimoniar lo indecible, no recibió palabra alguna que sanara. Su enigmático poema Todtnauberg recogió, dentro del controvertido debate sobre su interpretación, ese encuentro aparentemente infructuoso. En palabras de los presentes, fue de un silencio atronador. Celan siguió arrastrando el peso de esa falta. Se suicidó tres años después, en 1970.
En 2014, el año en que yo terminaba la carrera de Filosofía, se publicaron por fin los Cuadernos negros de Heidegger, los últimos escritos que estuvo retocando hasta su muerte en 1976. La publicación reveló reflexiones profundamente antisemitas y comprometidas con una visión nacionalista y crítica de la modernidad. En estos diarios filosóficos, Heidegger no solo asoció al judaísmo con el pensamiento técnico y desarraigado, sino que insinuó que los propios judíos eran en parte responsables de su destino histórico, integrando el Holocausto en su visión del declive espiritual de Occidente. No siempre es posible separar a la obra de su autor. La filosofía nunca es inocua.
Aquel silencio atronador aún resuena cuando uno camina por la Selva Negra y trata de escuchar los ecos que hoy siguen resonando en tierras germanas. Que aúnan ciencia, tecnología y poder; que resuenan a ímpetu irracional; y que hablan de cómo para algunos, su historia fue ocasión de hacer realidad sus macabros sueños húmedos, o de contemporizar, dejándose arrastrar por la banalidad del mal, siendo engranajes acríticos de una trituradora; pero también habla de cómo para otros fue ocasión de la heroicidad subversiva, de la resistencia civil, de la libertad de pensamiento y de obra.
Siempre hay ocasión de escoger un camino.
Gracias por leerme.
No sin polémica, el profesor enseñaba que el imperativo kantiano en su versión finalista - “Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio” - podía asociarse a la capacidad del individuo para negarse a aceptar los acuerdos mayoritariamente consensuados cuando así se lo exija su conciencia, cuanto esos consensos atenten contra principios básicos de indignidad, falta de libertad o desigualdad. El uso de la autonomía moral lo convierte en “disidente”.
José Gaos, discípulo de Ortega Gasset y traductor de Heidegger, hablaba de la “vanidad luciferina” del filósofo.
“Fue el diablo” hiló muy rápido mi hija, acordándose de la leyenda de la catedral de Múnich: cuentan que el diablo hizo un pacto con el arquitecto que construía el templo: lo ayudaría con la obra a cambio de que no tuviera ventanas. Al terminar, el diablo entró para inspeccionarla y, desde el vestíbulo, no vio ninguna ventana visible —pues las columnas las ocultaban—, y satisfecho, selló el pacto. Pero al avanzar unos pasos, descubrió que sí había ventanas, y que la iglesia estaba llena de luz. Furioso por haber sido engañado, se convirtió en vendaval y desapareció, dejando atrás una huella negra en el suelo, conocida como la Teufelstritt (“la pisada del diablo”), que aún puede verse cerca de la entrada principal.
Hola Javier
Maravilloso artículo, de increíble actualidad. Me lo tendré que leer dos veces.
Al acabar mi primera lectura, me asaltan dudas sobre nuestra situación presente. En primer lugar, leí el otro día en algún lugar a alguien (nunca me acuerdo) evocar a Étienne de La Boétie y su famosa "servidumbre voluntaria". En concreto, era una velada crítica a la respuesta de la población española ante el apagón, que el autor veía teñida de cierto "borreguismo" y falta de capacidad crítica: echaba de menos un espíritu crítico, una reacción airada ante el desamparo.
Sin entrar en el análisis sociológico (donde quizás haya algo de razón), me llamó la atención que esta apelación contra la servidumbre voluntaria provenga de ámbitos políticos cercanos, si no formal, sí íntimamente, a quienes la impusieron de forma obligatoria no hace mucho tiempo. De esta manera la tolerancia y la aceptación cívica de un imprevisto, en realidad no serían más que la prueba de que la gente está adocenada, y esa "banalidad del mal" se habría integrado ya en nuestro comportamiento. Lo chocante es que la llamada se dirija a una rebelión contra el sistema cuya base ideológica, a mi modo de ver, persigue la implementación, en realidad, de un nuevo sistema autoritario (i.e. Trumpismo, Orbanismo o similar). Esa apropiación cultural del espíritu de rebeldía por quienes, en el fondo, aspiran a la disidencia cero, me parece el mayor peligro cultural y político de Occidente. La manida "superioridad moral" está cambiando de bando.
Por otro, al leerte, no puedo dejar de evocar tu intercambio con @pablomalo. Tus textos germanos siguen apelando a una moral universal y kantiana, pero Pablo nos quiere dejar claro que dicha moral no existe. Aún estando más de su lado que del tuyo (la moralidad no deja de ser una construcción humana, adaptativa y cultural), quizá por nuestra formación tendemos a posicionar la ética occidental judeo-cristiana, secularizada por Kant, como algo superior. Tal vez los tiempos estén cambiando y una nueva moral, individualista, tribalista y cerrada en sí misma (el famoso "Ordo Amoris" de J.D. Vance) es la que se va a imponer.
Quizá Hanna Arendt corra el riesgo de convertirse en una reliquia del pasado, y Heidegger en el resucitado y secreto adalid de un nuevo paradigma.
Gracias por escribir
Javier, excelente trabajo