Moscú celebraba ayer el 80 aniversario de su Día de la victoria sobre el Tercer Reich nazi. Y lo hizo en plena guerra con Ucrania, después de tres años en los que ha reactivado el discurso de la desnazificación y la defensa patriótica frente al avance occidental. Putin fusionaba la resolución de ambas contiendas, una en el pasado, otra en el futuro: “La verdad y la justicia están de nuestro lado… la victoria estará con nosotros”. Desfiles militares siguen alimentando ese orgullo de la Rusia postcomunista que aún cultiva con nostalgia e interés aquel triunfo. Aquella victoria que trajo una paz incierta. Una incertidumbre en la que todavía vivimos.
En los días previos a los festejos, Ucrania bombardeaba con una docena de drones algunos edificios en Moscú. La honda tecnológica del David de nuestro tiempo se enfrenta a un viejo Goliat que sigue reteniendo fuerzas nada desdeñables. El laboratorio de innovación militar de este conflicto está sirviendo para probar drones de bajo coste y un solo uso, como los FPV y kamikaze, algunos controlados por fibra óptica, inmunes a priori a la guerra electrónica. Ucranianos y rusos han integrado IA en sus sistemas de reconocimiento y ataque y emplean satélites y análisis automatizados para vigilancia y planificación estratégica. La guerra cibernética gana peso, de una manera contundente. No descartemos que en breve, tal y como se habla del ejército de tierra, de la armada del mar, o del ejército del aire, comencemos a hablar de un auténtico ejército digital, que sigue sumando tecnologías emergentes como sensores cuánticos y operaciones multidominio. Todas estas tecnologías están redefiniendo las formas de buscar la victoria. Pero algunos patrones, aspiraciones y tensiones profundamente humanas se repiten. Esperemos que no del mismo modo en que la Guerra Civil española fue laboratorio experimental y antesala de la Segunda Guerra Mundial.
Lamentablemente el ucraniano no es el único escenario en que se anhela la victoria, aunque los recursos tecnológicos no sean punteros. No los alcanzan a los gazatíes1, masacrados a decenas de millares por un gobierno israelí, parapetado de tecnología, que ha antepuesto la victoria, y ya ha oficializado la conquista y ocupación permanente de territorios en la Franja. Persiguiendo, probablemente, la misma victoria definitiva y vengativa que ambicionan en tantos otros sitios, como en Sudán, donde la guerra ha desplazado a millones y ha provocado una crisis humanitaria sin precedentes; o en Yemen, donde los enfrentamientos entre los rebeldes hutíes y las fuerzas de la coalición liderada por Arabia Saudí siguen exacerbando un horror sin voz. Como en tantos lugares olvidados más. Algunas voces piden paz. Otras, que no haya paz hasta restaurar las fronteras y las afrentas - las que sean para cada uno. Que no haya paz hasta la victoria.
Cuando el Ejército Rojo, hace esos ochenta años, entró en Berlín por el frente oriental, dejó tras de sí la última batalla que se llevó por delante y de forma cruenta la vida de más de ochenta mil de sus efectivos, dentro de las decenas de millones que entregó. Entonces, los soviéticos se apresuraron a adentrarse en el sector controlado por sus aliados occidentales, en el Tiergarten, y a erigir a toda velocidad un imponente monumento al caído soldado soviético. Flanqueado por dos tanques T-34 originales y dos piezas de artillería, el monumento es una composición clásica de la estética estalinista: monumental, sobria y dominada por la estatua de un soldado soviético que mira hacia el oeste, símbolo de vigilancia y presencia. Un recordatorio de que no hay paz que merezca ser así llamada sin los cimientos de una victoria honrosa. Fue protegido por soldados soviéticos hasta 1990, y su presencia recordaba diariamente al Berlín Occidental la victoria del Ejército Rojo. Todavía hoy recibe a sus pies flores frescas, aunque se haya prohibido en Alemania la exhibición de banderas soviéticas.
Muy cerca de allí, la frontera trazada que dividió Berlín en sectores permitió a los soviéticos quedarse por poco con la mítica puerta de Brandeburgo. Aquella puerta neoclásica, de grandes arcadas y cuyo espacio central durante más de un siglo sólo pudo ser atravesado por la élite, estaba coronada por una cuadriga, un carro tirado por cuatro caballos y conducido por una diosa alada. Cuando fue instalada en 1793, poco después de la finalización del monumento, representaba a Eirene, la diosa griega de la paz. Simbolizaba la entrada triunfal de la paz en la ciudad, tal como quiso el rey prusiano Federico Guillermo II. El escultor Johann Gottfried Schadow dotó a la obra de un estilo clásico, sereno y triunfal.
Sin embargo, en 1806, tras la derrota prusiana que curiosamente Hegel aplaudió, Napoleón se llevó la cuadriga a París, como botín de guerra. A su regreso a Berlín en 1814, tras la caída del emperador francés, la escultura fue modificada: se le añadió una Cruz de Hierro sobre una águila prusiana, transformando su mensaje original. La diosa dejó de ser solo símbolo de paz para convertirse en emblema del poder militar restaurado: la Victoria de la guerra que devuelve el orden. A la paz idealista se oponía la afirmación bélica de la razón de Estado que celebra sus victorias2. Una ambivalencia conmemorada en el arte, tanto para el sueño de la concordia como para la gloria de la conquista. Eirene fue convertida en Niké. Paz en victoria.
La tensión entre la paz y la victoria atraviesa de forma profunda la filosofía y, en particular, la filosofía alemana, especialmente desde que la Ilustración y el idealismo alemán colocaron la historia en el centro del pensamiento. Para Kant, en su célebre ensayo Sobre la paz perpetua (1795), la paz no era simplemente la ausencia de guerra, sino el resultado de un orden jurídico racional entre los pueblos, construido sobre la libertad y la autonomía de los individuos. La verdadera paz, según él, debía surgir no del sometimiento militar, sino de la razón y del derecho cosmopolita. Sin embargo, ese ideal kantiano de un orden moral universal, un tanto ingenuo y aspiracional, se vio rápidamente tensionado por el agitado siglo XIX, donde pensadores como Hegel asociaron la historia a un conflicto dinámico entre naciones y espíritus del pueblo, en el que la guerra podía incluso ser vista como motor del desarrollo histórico. Para Hegel, en cierto modo, Napoleón tenía derecho a secuestrar a Eirene.
Para el filósofo de la dialéctica, la historia es el escenario del despliegue del Espíritu (Geist) que busca la victoria a través de conflictos entre formas de conciencia, pueblos y Estados. La lucha a muerte por el reconocimiento, a la que tantas líneas dedicó en su Fenomenología del Espíritu, es una estructura fundante: no hay conciencia de sí sin conflicto. No hay afirmación nacional sin enemigo extranjero. En ese marco, la victoria no es simple conquista, sino superación dialéctica (Aufhebung): el vencido es también incorporado en el proceso histórico. En su Filosofía del Derecho, Hegel llegará a justificar que el Estado, como encarnación del espíritu objetivo, pueda recurrir a la guerra como expresión de su libertad suprema. La victoria tiene un rostro trágico inevitable: no hay historia sin sangre, y sin historia no hay libertad ni sentido.
De esta astucia de la razón, de corte apolíneo, renegó Nietzsche. Para él la victoria ya no era un momento histórico racional, sino una expresión vital, estética y afirmativa de la voluntad de poder. Para el profeta de la postmodernidad, la cultura occidental ha reprimido históricamente esa voluntad en favor de valores decadentes (cristianos, igualitarios), y sólo una transvaloración radical permitiría liberar la vida de su resentimiento. Su ideal del Übermensch (superhombre) no buscaba tanto la conquista externa, sino la creación de nuevos valores, el enseñoreamiento, la victoria sobre uno mismo. Sin embargo, su lenguaje ambiguo y mordaz fue peligrosamente malinterpretado e instrumentalizado por discursos totalitarios que confundieron su vitalismo con imperialismo. La asimilación nazi de su pensamiento fue razonablemente sencilla.
Pero este afán por las victorias en el convulso siglo XX dejó traumatizado al mundo. Y la filosofía viró hacia una crítica más radical del vínculo entre racionalidad técnica, dominación y violencia que aspiraban a la victoria. Siempre ha resultado desoladora la paz de los cementerios. La Escuela de Frankfurt de Adorno y Horkheimer denunció cómo la razón instrumental, llevada al extremo, podía vaciar la ética y convertir la victoria en barbarie: Auschwitz como el reverso de la Ilustración. La cultura que celebra la conquista termina cosificando al otro, y lo elimina en nombre de un orden absoluto. Era necesario reivindicar un espacio a la pluralidad en la acción política, como propuso Hanna Arendt, protegiendo esa libertad para la disidencia que reniega de la uniformidad impuesta. No puede haber paz sólo desde la victoria.
Sin embargo, tampoco puede haber reconciliación desde la ingenuidad. Una década después de que el muro de Berlín fuera derribado, el artista estadounidense Jonathan Borofsky recibió el encargo de edificar una escultura sobre las aguas del río Spree que atraviesa la ciudad para conmemorar el aniversario. En un punto donde antiguamente convergían los sectores oriental y occidental de Berlín, alzó la escultura Molecule Man con sus treinta metros de altura como un gesto monumental y ambiguo. Tres figuras humanas, recortadas en placas de aluminio perforado, corren al encuentro, enfrentadas, tocándose, acaso fundiéndose en un abrazo o enzarzándose en una pelea, suspendidas en una coreografía detenida entre el conflicto y la reconciliación.
La escultura, según dicen, pretende representar la idea de que todos los seres humanos estamos hechos de las mismas partículas —los átomos, las moléculas— y, por tanto, somos esencialmente uno. Sin embargo, en Berlín, la obra adquiere un sentido político más hondo: justo donde antes pasaba el muro, las tres figuras encarnan el esfuerzo por la unidad tras la fragmentación, la tensión entre los seres humanos que siempre y simultáneamente cooperamos y competimos. Es una estatua que refleja la fragilidad de la paz y la ambivalencia de la victoria que desea siempre de forma inestable una identidad común. Como en un espejo de agua, la ciudad se observa en estas figuras entrelazadas, interrogándose aún sobre el sentido de su propia reunificación.
La estatua del soldado soviético sigue mirando hoy hacia el oeste, un tanto desafiante, mientras Europa trata de zafarse de la sombra rusa. Y sigue resonando como un monumento a una victoria que trajo una paz superficial, enclenque, bajo la que durante décadas se tensionó toda una Guerra Fría cuyas consecuencias aún no hemos superado. En mitad de aquella avenida que el monumento soviético escolta en uno de sus flancos, entre las dos grandes plazas dedicadas a la victoria, se encuentra en la mediana, modesta, con unos tres metros, la estatua que el escultor y grafista Gerhard Marcks construyó en 1966 y que tituló “Der Rufer” (“El que llama”).
Es una figura femenina, que mira precisamente al revés, hacia el este, hacia Moscú, enfocándose de cara a la puerta de Brandeburgo, donde todavía Eirene preside su cuadriga disfrazada de Niké, parapetada con un atrezzo que incomoda a su naturaleza. Aquella estatua parece llamarla a ella, desde abajo, como el pueblo, levantando sus brazos y acompañando con sus manos su cara para proyectar su voz. Parece reclamar a Eirene que despierte de su letargo allá en lo alto, que se desprenda de su disfraz de Niké, que no se deje avasallar por quienes la secuestraron entonces y hoy para buscar tan solo el espejismo de la victoria.
Si ayer los rusos celebraban su Día de la victoria, como en un alineamiento tan azaroso como significativo, horas antes, un nuevo papa era elegido. En los próximos días y semanas se especulará largamente sobre sus intenciones y aspiraciones, sobre el poder real que le queda, sobre la ideología que nutrirá sus acciones y los retos que enfrentará. Pero, a vuelapluma, soy incapaz de resistirme y conectar sus primeras horas con esta tensión entre la victoria y la paz sobre la que escribo. Porque fue inmediato que captara mi atención su primera apelación a una paz desarmada y desarmante por la que ha clamado en su primer discurso.
La elección que el cardenal Robert Francis Prevost ha hecho del nombre León - León XIV - para su papado puede leerse, como se acostumbra, como una declaración de intenciones que aspira a tender y reconstruir puentes eclesiales, sociales y geopolíticos relevantes para la paz. Ese nombre parece tejer un hilo simbólico con sus antecesores homónimos: León I el Magno, tuvo un célebre encuentro con Atila, el rey de los hunos, justo cuando este se disponía a arrasar Roma. El imperio estaba descomponiéndose, aún marcado por la crisis y la reciente caída de Cartago, y parecía estar a merced del llamado “flagelo de Dios”. El emperador Valentiniano III, impotente militarmente, encomendó a León I una misión diplomática desesperada: negociar directamente con Atila. El obispo de Roma vestido de blanco frente al jefe de una horda bárbara aparentemente invencible, a cuyo paso la hierba no volvía a crecer. Entre la leyenda del milagro y la realpolitik, pasando por la fuerza de su autoridad moral, el caso es aquel papa León contuvo a Atila, que se retiró sin tocar Roma. Un león “amansado”. Pero hubo más leones.
León XIII, el primer papa del siglo XX, supo tender puentes entre la Iglesia y el mundo moderno, después de haber perdido ya para siempre su poder político tras la unificación italiana. Y lo hizo sin rendirse al secularismo, ni sin despreocuparse de la lacerante realidad social de los trabajadores. Su obra se caracterizó por una combinación poco común de firmeza doctrinal y apertura intelectual, buscando reinstaurar la autoridad moral de la Iglesia en una época de descrédito institucional. Con encíclicas como Rerum Novarum, sobre las cosas nuevas, denunció las injusticias del capitalismo salvaje sin caer en el colectivismo, reconociendo por primera vez el derecho de los obreros a organizarse y recibir un salario justo, y llamando a una colaboración activa entre clases. Fue la base de la Doctrina Social De la Iglesia. Así, León XIII inauguró un nuevo estilo de papado: menos territorial, más universal; menos soberano, más profético. No pretendió restaurar lo perdido, sino reorientar el papel de la Iglesia como conciencia crítica del mundo moderno, anclada en la dignidad humana y en la justicia social. Pero la tensión entre victoria y paz nunca es estable, puede desbocarse, incluso para los leones.
Un milenio antes, León IX buscó más bien la victoria. Reformador comprometido con la renovación moral y disciplinaria de la Iglesia —clave en el movimiento de reforma gregoriana—, su papado sin embargo no se caracterizó por el espíritu de conciliación diplomática, sino más bien por un tono combativo y centralizador. Impregnó un espíritu de victoria que persiguió con ahínco la simonía y la corrupción, reforzando el poder papal y la primacía de Roma, hasta el punto de que sus enviados a mediar en Constantinopla para resolver disputas doctrinales y disciplinarias acabaron en la discordia: aunque Leon IX falleció aquel mismo año de 1054, sus enviados terminaron excomulgando y siendo excomulgados por el patriarca de Constantinopla, en lo que se sustanció como el Cisma de Oriente que separó a católicos y a ortodoxos. En su matriz y con matices, a occidentales y a rusos. No sé si todos, pero muchos caminos conducen a Roma.
En un tiempo marcado por la proliferación de hombres fuertes —Trump, Putin, Xi Jinping— cuya lógica de poder recuerda a los jinetes de un nuevo nomadismo geopolítico, el nuevo papa parece elegir un nombre que evoca voluntad de conciliar sin ceder en lo esencial. Veremos si reúne audacia diplomática para despertar conciencias, frenar la violencia y abrir vías de entendimiento en un mundo que en tantas partes se resquebraja. Para que, si hay victorias, sean conjuntas y siempre protejan la paz, con la asistencia divina si es preciso. No era una paloma, sino una gaviota, pero los más devotos quisieron ver en ella al Espíritu Santo posándose sobre el tejado de la Capilla Sixtina, junto a la chimenea de la fumata blanca. Para los menos devotos, bastaría con que se tratara de la paloma de la paz que de allí pueda emanar.
Porque quienes quieren una victoria que sabe a venganza, nunca obtendrán una paz duradera. Ni la obtendrán quienes recurren a la victoria para aplacar su miedo. En Moscú o en Tel Aviv. Victoria en vano para quienes no son capaces de navegar en la incertidumbre de la Friede, de la paz. Esa palabra que aparece por triplicado en el pie de aquella escultura berlinesa que la reclama, tratando de despertar a Eirene recordando la cita de Petrarca:
Yo voy por el mundo y grito ‘paz, paz, paz’
Gracias por leerme.
La profunda asimetría entre palestinos e israelíes se revela en sus costuras tecnológicas: En mayo de 2021 Israel proclamaba haber ganado "la primera guerra basada en inteligencia artificial" al defenderse con éxito abrumador de la amenaza terrorista de Hamás empleando sus escudos antimisiles basados en IA. En el conocido ataque de octubre de 2023, sin embargo, Hamás sorprendía a Israel evadiendo sus defensas y llevando a cabo un ataque con más de 1.000 víctimas mortales. Y lo hizo, intercambiando información fuera de los canales más avanzados, recurriendo a dispositivos obsoletos y tecnologías analógicas.
De hecho, la gran avenida que sale desde la puerta de Brandeburgo saliendo de Berlín llega al Monumento a la Victoria (Siegessäule), edificado en 1873 para conmemorar las victorias prusianas frente a Dinamarca, Austria y Francia en el contexto de la unificación alemana que acababa de producirse. En su cima se alza la diosa de la Victoria, también conocida popularmente como “Goldelse” (Elisita dorada).
Si se quiere buscar la paz, está ha de alcanzarse en base a cómo es el mundo, cómo se comportan los Estados, qué intereses tienen y qué límites marcan. En otras palabras: se ha de ser realista.
La guerra en Ucrania es un claro ejemplo de esto. Las proclamas de algunos supuestos defensores de la paz, que no sé si son idealistas (cada vez lo pienso más, cuando no reconocen el papel de la URSS en la IIGM), mentirosos, producto de quien tiene intereses o de unos crueles cínicos (probablemente batiburrillo de todo), chocan de frente con la realidad. Si se quería evitar esta guerra en 2021 sólo había que negarse a expandir la OTAN y poner fin a la guerra civil del este de Ucrania; si se quería llegar a la paz una vez iniciada la invasión sólo había que firmar los acuerdos de Estambul; si se quiere llegar a la paz ahora, hay que garantizar la neutralidad y trabajar diplomáticamente para crear una verdadera red de seguridad (la OTAN no era eso, pues excluía a Rusia, la cual quiso formar parte en el pasado; no puedes excluir de una mediación a una parte, eso no es mediar) en base a las condiciones actuales. Los territorios anexionados podrían haber sido ucranianos en marzo del 2022 si se hubiera querido la paz, pero no se quiso. Se enseñó a Rusia que sólo la fuerza servía, tras negarse a escuchar sus repetidas demandas diplomáticas, presionarla mediante la "zona gris" (que admite muchas tonalidades cromáticas) en distintas ocasiones y convertir en papel mojado ciertos acuerdos. En otras palabras: se ha preferido la destrucción de Ucrania y de los ucranianos a que esta no entrará en la OTAN, no se ha querido (o sabido alcanzar) la paz.
Por cierto, crear una categoría con Putin, Trump y Xi Jinping que pretenda ser descriptiva del modo de ser de las cosas me parece un error epistémico, sino un uso ideológico (análogo al "eje del mal"; no te convierto en paja, es una simple nota, pues lo he leído en alguna otra ocasión en otros lugares).
- La diplomacia china y la naturaleza burocrática (que tiene facciones) de su administración no pueden tacharse de ningún modo bajo el paraguas de "hombre fuerte", ni por su estructura política ni por su proceder internacional. En este sentido, la UE parece más un partido único que no la administración china ("de facto", que no "de iure"), y el uso de sanciones o intervenciones militares son mucho más "fuertes" que acuerdos comerciales por materias primas. La España democrática ha sido más "matona y fuerte" que la China actual.
- El personalismo y el "hombre fuerte" sí pueden aplicarse con más sentido al caso ruso, en parte por razones históricas y en parte por un historial translúcido (lo prefiero al opaco) de la coerción, pero debe reconocerse toda la labor diplomática que se intentó previamente y el carácter moderado, racional y paciente de Putin con respecto a las relaciones internacionales del país, pues hay facciones verdaderamente "fuertes".
- Con respecto al amigo Trump y a los EUA, creo que no puede hablarse de personalismo, pues los grupos de presión diversos que hay detrás juegan un papel relevante, afectando sus políticas (una de las razones por las cuales son tan contradictorias). Si en el caso ruso, el poder político es superior al económico, en los EUA no es así. Además, dada la condición democrática de los EUA, ha de verse que buena parte de sus discursos son eso: juego discursivo. Y con respecto a la fuerza y las amenazas, sí te concedo su uso directo y translúcido, inclusive de matón de patio de colegio o de bravuconerías de un tipo forrado, pero estas se han ejercido de forma opaca y maquillada en el pasado. Si hay un Estado que haya usado la fuerza usualmente y mirado para sí que merezca el nombre de "matón de colegio" han sido los Estados Unidos.
Eso sí: la legitimización pública por parte de muchos dirigentes de la fuerza, su verbalización de sus intereses por encima de todo "derecho internacional" y su barrer para casa ya sin maquillaje ni adorno son evidentes (pensemos en el neo-otomanismo de Erdogan, con su hijo en manifestaciones con mapas que incluyen zonas de Oriente Medio dentro de una gran Turquia o las declaraciones de la doctrina Monroe de Trump). Las apelaciones a la guerra, la demonización de adversarios mediante simplificaciones que nublan el juicio de la población y la justificación ideológica están al orden del día. En parte debido a la decadencia de los EUA como "hegemón", la transferencia geográfica de riqueza y poder, al surgimiento de Estados revisionistas y a un mayor equilibrio de poder que hace más inestable las cosas y augura, a ojos de distintos países, una oportunidad de modificar el estado de cosas y sacar beneficios (obvio, no todos podrán). Algunos de estos países agitarán el avispero y usarán la coerción sin maquillaje ni duda, si creen que eso les conviene.
Magnífico artículo Javier. Gracias