Desde los atroces ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023, que torturaron y mataron indiscriminadamente a más de mil israelíes, la respuesta israelí en la guerra en Gaza ha intensificado una de las tensiones más profundas y no resueltas del imaginario político occidental: cómo sostener el apoyo a Israel, como víctima histórica del Holocausto y baluarte defensivo de la democracia liberal frente a las autocracias islámicas, mientras se observa su devastador papel como potencia ocupante y letal. El conflicto no es solo territorial ni diplomático: es simbólico, epistemológico y moral. Gaza se ha convertido en el punto de ruptura de una narrativa que durante décadas ha legitimado la excepcionalidad israelí y el silencio occidental frente a los abusos, en nombre de una memoria traumática.
Las cifras y actos de este último episodio dentro del largo conflicto estremecen: decenas de miles de muertos, casi una veintena de millares de niños, la destrucción sistemática de infraestructuras civiles, hospitales, escuelas, campamentos... La mitad de la población de Gaza ha llegado a encontrarse en un estado de hambre catastrófica. La ONU ha denunciado que Israel ha impedido sistemáticamente la entrada de ayuda humanitaria esencial, lo que ha llevado a escenas de desesperación y masacres de civiles que se lanzaban sobre convoyes de alimentos. Centenares han sido asesinados mientras buscaban comida y la cifra sigue subiendo.
Al mismo tiempo, el ejército israelí ha justificado ataques a hospitales, alegando que Hamás los utilizaba como centros de comando. Sin embargo, las pruebas presentadas hasta ahora han sido insuficientes para justificar la magnitud de la destrucción y el coste humano. Los ataques por parte de Israel a ambulancias, personal sanitario y pacientes abandonados sin posibilidad de evacuación han sido constantes. Las acusaciones por crímenes de guerra y actos de genocidio van ampliándose.
Distintos medios han recogido testimonios estremecedores de niños abatidos deliberadamente por francontiradores israelíes. Algunos soldados han compartido estas acciones en redes sociales como si fueran parte de un juego macabro. Menores ejecutados a quemarropa o utilizados como escudos humanos. Los daños a los niños están siendo atroces. Aunque la información es la primera víctima de todo conflicto, y la propaganda cruzada es un arma de guerra, los excesos parecen evidentes. El horror es devastador.

Todo esto sugiere que la guerra no sólo se libra contra una organización armada, sino contra la propia infraestructura civil, sanitaria y simbólica de un pueblo. Una vendetta por los atentados y secuestros. Una deliberada operación de erradicación sin medida. El asedio prolongado ha transformado a Gaza en un espacio donde el derecho internacional ha sido suspendido de facto, y donde la infancia, la enfermedad y el hambre se han convertido en armas de guerra.
Desde nuestro rincón anestesiado y parcialmente informado, mas allá de las vidas humanas, lo que está en juego es la capacidad occidental para mirar de frente, sin evasivas ni dobles raseros, el uso desproporcionado de la violencia por parte de un Estado que es protegido, financiado y legitimado por sus principales potencias. Y a eso debe acudir la acción política, sin duda, pero también la reflexión filosófica. Pues Gaza es también un test sobre el valor real que se le concede a los Derechos Humanos, la legalidad internacional y la dignidad humana cuando las víctimas no pertenecen al imaginario moral hegemónico. Pero hay una herida bloqueante.
El trauma fundacional y su excepcionalidad moral
El Holocausto configuró el alma ética de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, y la filosofía tuvo que salir a su encuentro. No solo por la escala del crimen, sino por la participación activa o la complicidad de gran parte del continente en el proceso que llevó a los campos de exterminio a millones de judíos. Desde entonces, la defensa de la vida judía y la existencia del Estado de Israel han sido pilares inamovibles de la identidad democrática de países como Alemania, donde se ha desarrollado una cultura política marcada por la expiación y la protección simbólica de Israel como parte esencial de su ethos público. Pero este compromiso trae consecuencias.
Sobre los peligros de la sobreprotección de las víctimas y de los discursos que torticeramente abusan del relato del pasado nos advirtió ya el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov. En su obra "Los abusos de la memoria", alertaba de que la memoria del sufrimiento puede convertirse en una forma de poder simbólico, y que el estatuto de víctima, lejos de generar necesariamente una ética de compasión, puede derivar en una lógica excluyente, dogmática e incluso violenta. El que ha sufrido nunca está exento de crítica ni es automáticamente depositario de la verdad moral. La memoria, cuando se absolutiza, puede convertirse en un instrumento de legitimación de nuevas injusticias.
En el caso israelí, esta inversión resulta especialmente visible: el trauma histórico del Holocausto, legítimo e inconmensurable, ha sido convertido en algunos discursos en un escudo inapelable, una coartada moral permanente que blinda a Israel frente a cualquier cuestionamiento. En este marco basado en agravios, criticar a una víctima histórica se considera una forma de violencia simbólica, y por tanto inaceptable. Pero esta sacralización del dolor corre el riesgo de abolir el juicio ético, la responsabilidad política y el análisis estructural. Convertir la herida en argumento último conduce a una parálisis del pensamiento y al vaciamiento del universalismo. Esta misma lógica victimista ha sido asumida también por sectores del pensamiento liberal occidental y por la misma sensibilidad woke, que tienden a sacralizar la experiencia de los colectivos victimizados como fuente de autoridad epistémica. La causa palestina goza de la simpatía de importantes grupos en este sector, que minimizan o disculpan las atrocidades de Hamás o los atentados contra los Derechos Humanos en las autocracias árabes.
Sin embargo, la asimetría en Gaza manifiesta esta paradoja de la víctima perpetua con crudeza: una potencia militar, tecnológicamente puntera, financieramente respaldada, y moralmente protegida impone un régimen de ocupación, asfixia económica y violencia sistemática al pueblo palestino. El sufrimiento del pasado se instrumentaliza para negar el sufrimiento del presente. Quienes se atreven a señalarlo en el intocable caso israelí son acusados de antisemitismo o de relativismo moral. La memoria, en lugar de abrir un horizonte de justicia, se ha convertido en una muralla que impide ver la realidad.
Creo que una razón de peso es que la huella de la culpa sigue ahí. Nietzsche ya había indagado en la genealogía de la conciencia moral occidental, hallando la culpa en su epicentro. La transformación que cierto cristianismo operó sobre el dolor para convertirlo en virtud y la deuda en identidad, instauró un sujeto moderno, ya secularizado, cuya conciencia está en ocasiones fuertemente marcada por una culpabilidad perpetua. Esa estructura psíquica, que convierte la memoria en carga moral y la historia en deuda impagable, reencontró en Alemania - y en occidente - una manifestación enormemente intensa tras el Holocausto. En esa clave, la deuda con las víctimas de ayer se salda invisibilizando a las víctimas de hoy. Así, el trauma no se supera. Se institucionaliza.
El país germano - y en buena medida la esfera occidental, particularmente la norteamericana - no solo asumió haber participado de una culpa histórica, sino que reorganizó su política, su pedagogía nacional y su filosofía en torno a ella. La propaganda sionista bien se sirvió de ello. La protección a ultranza del Estado de Israel no es únicamente una cuestión de diplomacia o seguridad: es también una expresión de esa culpa que se convierte en brújula ética. Incluso los más ilustres intelectuales alemanes, como el filósofo Jürgen Habermas, referente de la teoría crítica y figura tutelar del pensamiento normativo europeo, parecen atrapados en esa lógica. Su negativa a considerar siquiera la posibilidad de que Israel esté cometiendo un genocidio en Gaza, apelando a los límites del juicio moral y a la necesidad de proteger a la comunidad judía frente al resurgimiento del antisemitismo, no se entiende sin ese trasfondo: la herida de Auschwitz inhibe el juicio, neutraliza la crítica, congela el pensamiento.
El Holocausto no solo constituyó un crimen contra la humanidad, sino también el centro gravitacional del nuevo orden moral del siglo XX. Pero Gaza ha puesto a prueba ese principio. Las masacres documentadas, la catástrofe humanitaria sin precedentes y la violencia desproporcionada han hecho que el estatuto de víctima que sostiene a Israel entre en colisión con las imágenes de destrucción sistemática, el sufrimiento de niños heridos, desplazados y huérfanos, el colapso de hospitales, el asedio a una población civil atrapada sin salida. Sí, desde luego, hay rehenes, hay heridas, hay represalias que parecen legítimas o al menos comprensibles. Pero el extremo que esta reacción ha alcanzado casi dos años después es aberrante y deshumanizador. Es necesario poner palabras y emprender acciones que rompan con esta devastadora dinámica que parece blindada.
Entre extremismos
En medio del ruido ensordecedor de la guerra, la voz de Sari Nusseibeh se alza con una extraña mezcla de serenidad y lucidez dolorosa. Filósofo palestino, educado en Oxford y Harvard, con una larga trayectoria como rector universitario y figura crítica del propio nacionalismo palestino, Nusseibeh representa una de las pocas figuras capaces de hablar desde dentro del conflicto sin ceder a sus polaridades. Su vida ha estado marcada por la tensión entre el compromiso con su pueblo y la defensa de una salida negociada, racional, incluso cuando esa postura le valió acusaciones de traición.
En una entrevista reciente, Nusseibeh lamentaba la transformación de la sociedad israelí hacia una mentalidad mesiánica y extremista, pero al mismo tiempo advertía sobre el auge de Hamás como resultado del abandono de las vías diplomáticas y la deslegitimación internacional de la causa palestina. A pesar del dolor, se aferraba a una convicción: que el perdón y la paz siguen siendo posibles, incluso en Gaza. Si la gente vuelve a recibir una visión positiva del futuro, las cosas lentamente pueden cambiar, afirmaba.
Parece ingenuo abogar por la esperanza, por que la paz se imponga al afán de victoria. Pero es que la lógica de la victoria es profundamente incompatible con el reconocimiento del otro. La legitimidad de la victoria secuestra el concepto de paz, y alberga bajo él la rendición incondicional, la humillación o el borrado del enemigo. La paz verdadera, en cambio, exige asumir que el otro seguirá existiendo, y que con él deberemos convivir. En el contexto palestino-israelí, esto implica una renuncia mutua a la fantasía: ni Israel desaparecerá - aunque algunos aboguen por su eliminación completa como estado ilegítimo -, ni el pueblo palestino y su causa se evaporarán por acumulación de bombas - aunque el último terrorista de Hamás sea aniquilado.
El problema es que los Estados-nación, incluidas las democracias liberales, están atrapados en una retórica belicista en la que la victoria ha reemplazado a la justicia como horizonte. El lenguaje de la "guerra contra el terrorismo" ha sustituido al del conflicto político, clausurando la posibilidad de una paz negociada. Y lo ha hecho también en el campo de la opinión pública, donde todo matiz es sospechoso y toda llamada a la paz es desoída y tomada por ingenua y pueril.
Recuperar la paz como valor requiere desactivar la fascinación por la victoria, y eso solo puede hacerse a través de una profunda transformación cultural. Como recuerda Sari Nusseibeh, incluso en Gaza, la gente perdonará si se le ofrece una esperanza real. Pero mientras se imponga la lógica del castigo y del sometimiento, de la victoria hasta el final, no habrá espacio para la reconciliación. La paz no es un premio que se otorga al vencedor, sino una decisión valiente que se toma cuando se acepta que la victoria es, en el fondo, una forma más de perpetuar la guerra.
Y no son sólo pensadores de la esfera islámica los que la reclaman, sino también israelíes como Omri Bohem, que ha denunciado también el uso político de la memoria del Holocausto para imponer una cultura de la cancelación que él mismo ha sufrido, y alerta de que la destrucción de Palestina, lejos de garantizar la supervivencia de Israel, amenaza con su deslegitimación y ruina moral, legal y política definitivas. En su lugar, reivindica una posición humanista y universalista, libre de las trampas ideológicas identitarias, y abierta al matiz sin sufrir la cancelación.
Estas propuestas no son ingenuas, sino profundamente históricas. Nusseibeh recuerda que tras la primera Intifada hubo una masa crítica dispuesta a un acuerdo; que la radicalización fue una consecuencia del fracaso político y no una elección esencial. Su mirada apuesta por una salida del ciclo vicioso de violencia, y por una recuperación de la cordura. Estas posiciones moderadas, sin embargo, han quedado relegadas a los márgenes del discurso dominante. Hoy, ni la opinión internacional ni las dirigencias locales parecen dispuestas a escuchar a quienes han intentado mantener la dignidad sin renunciar a la paz. Pero para sostener esa dignidad, es preciso desentrañar la barbarie inherente a los discursos más racionales que la filosofía también teje.
Filosofar tras la masacre
"Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie", escribió Theodor Adorno. La frase no era una prohibición literal, sino una advertencia sobre los límites del arte y la cultura tras una experiencia que desbordó los marcos tradicionales de la representación. El filósofo gallego Pedro Feal retomaba esta pregunta al comienzo de la invasión devastadora de Gaza para interrogarse sobre el lugar de la filosofía. ¿Tiene sentido seguir celebrando el pensamiento crítico, el ideal ilustrado, el logos racional, cuando la realidad exhibe una destrucción tan impunemente administrada?
Feal no aboga por el silencio, sino por una toma de conciencia del vacío que se ha abierto entre el discurso filosófico y la historia efectiva. La razón ilustrada no ha sustituido a la violencia, ni ha impedido su sofisticación técnica. De hecho, para algunos como Horkheimer, el propio Adorno o Bauman1 —, se encuentra en su seno. La Ilustración, lejos de constituir una barrera frente al horror, puede ser también su condición de posibilidad cuando convierte la razón en instrumento de dominación. La racionalización técnica, el cálculo burocrático y la gestión administrativa del otro no se oponen a la modernidad, sino que brotan de ella. La violencia, entonces, no es el reverso del proyecto ilustrado, sino una de sus sombras internas. Hacer de Israel el baluarte de esa modernidad - con todas las contradicciones inherentes a su ortodoxia religiosa más extrema y anti-ilustrada - sólo opaca el hecho de que en su frontera siga sometiendo y dominando.
En Gaza, esta sospecha adquiere una forma inquietante: el pensamiento ilustrado que proclamaba la dignidad universal, que protege la diversidad postmoderna en Israel interesada en ganarse las simpatías del colectivo LGTBI2, ha servido también para justificar, normalizar o invisibilizar nuevas formas de barbarie. La filosofía que debía emancipar ha quedado atrapada en la neutralidad institucional. La razón crítica ha sido sustituida por un racionalismo funcional. Y quienes la representan —incluso figuras como Habermas— ya no confrontan el poder, sino que lo traducen a un lenguaje normativo aceptable. De este modo, la razón se vuelve cómplice no solo por su silencio, sino por su sofisticación. En ese contexto, volver a filosofar a martillazos, como reclamaba Nietzshce, es un gesto precario, pero necesario. Un gesto de resistencia.
El "pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad" que citaba Gramsci se convierte en un horizonte posible: no como autoengaño, sino como única forma de seguir pensando. Pensar, en medio de la devastación, no es un lujo: es una afirmación moral. No claudicar ante el sinsentido. Ni siquiera ante la bancarrota moral de la que no queremos ser testigos.
Síntoma y bancarrota moral de occidente
Desde una perspectiva filosófico-política, autores como el filósofo brasileño Vladimir Safatle proponen una interpretación estructural que radicaliza esta crítica. Gaza no es solo un lugar, sino un síntoma: una concentración visible de las contradicciones del orden global. Lo que allí ocurre no es una excepción, sino la expresión más nítida de un sistema basado en la exclusión, la deshumanización y la gestión de vidas desechables. Gaza, dice Safatle, nos obliga a pensar desde un lugar que hace visible la totalidad funcional del sistema.
Safatle identifica cuatro mecanismos que confluyen en Gaza: repetición (la violencia crónica, cíclica), desensibilización (la anestesia moral), deshistorización (la amputación del contexto) y vacío legal (la impotencia o complicidad de los marcos normativos internacionales). Gaza sería así un "laboratorio global" donde se ensayan nuevas formas de gobierno en crisis, donde se normaliza la excepción y se transforma el horror en rutina.
Una de las escenas más impactantes a este respecto fue probablemente la de la masacre de la calle Al Rachid, donde más de 100 personas fueron asesinadas mientras buscaban comida. Safatle denuncia que hubo dos masacres: la física y la simbólica. La segunda se produjo cuando las imágenes transmitidas mostraban a las víctimas como "puntos en movimiento", reducidos a manchas en la pantalla de un dron. Esta deshumanización tecnificada revela una dimensión insuperable de nuestros discursos de justicia: su punto ciego. O incluso más.
Así lo ha llegado a denunciar el filósofo iraní Hamid Dabashi quien, en un artículo incendiario, declara en Gaza la bancarrota ética de la filosofía europea. Acusa directamente a Habermas de sostener un "sionismo violento" y tribal, que reserva el estatuto de humanidad plena a su "audiencia europea". Gaza, según Dabashi, ha desnudado la ficción universalista del pensamiento occidental, revelando una ontología excluyente heredada del colonialismo y del racismo ilustrado.
Dabashi recurre a una analogía especulativa: ¿Qué pasaría si Irán o Siria bombardearan Tel Aviv con la complicidad de Rusia y China? La hipótesis sirve para mostrar la asimetría ética del orden global, y cómo las víctimas solo merecen duelo cuando se ajustan al perfil moral dominante. En Gaza, dice, se aplica la misma lógica colonial que en Namibia o Argelia: se extermina a quienes no forman parte del imaginario humanista occidental.
Su propuesta es clara: abandonar la etnofilosofía europea y abrirse a otras tradiciones de pensamiento. Así debería ser necesario incorporar la visión de autores que ayuden a vertebrar esa filosofía verdaderamente universal, que no partan de la metáfora del "otro", sino de la pluralidad ontológica del mundo. Y cita las reflexiones de autores del mundo latinoamericano, africano o asiático que dan voz al Sur global como sujeto histórico3.
Es necesario proponer marcos alternativos, genealogías divergentes, y cosmologías que desestabilicen la arquitectura de la filosofía dominante que ha permitido lo que sucede en Gaza. Pensar desde Gaza significa también pensar desde las periferias que históricamente han sido convertidas en zonas de sacrificio para mantener la coherencia del centro. Es urgente dar espacio, frente al universalismo abstracto y encubridor, a un pluriversalismo insurgente: una constelación de saberes en relación, que no jerarquice sino que escuche. Gaza, según Dabashi, ha marcado un punto de inflexión: el desengaño definitivo con la civilización occidental como horizonte moral.
Sin embargo, de nuevo resuenan los ecos de la inevitable distorsión del victimismo presentista. Así podría interpelarse en general a todas las reflexiones poscoloniales y a las críticas a la cultura occidental que tanto han alimentado a la ideología woke. Autores como Edward Said, con libros como el de Cultura e imperialismo, se adelantaron décadas en el contexto postcolonial en reivindicar la necesidad de hacer esta lectura "a contrapunto", esgrimiendo un afilado estilete contra los estereotipos y las formas inadvertidas de dominio inoculadas tácitamente en las obras clásicas de la cultura. Pero siempre resurge el problema de la instancia crítica, de quien establece el canon, y para ello, fragmentaria y tentativamente sigue siendo necesario regresar a los fundamentos originales de la Ilustración que buscan una igualdad real, una libertad real, una fraternidad real.
Ciertamente, siguiendo a Gadamer, es imposible no reconocer que la autoridad, el prejuicio y la pertenencia son elementos estructurantes del conocimiento, lo cual convierte en ilusoria toda pretensión de objetividad neutra. Somos tribales incluso cuando hablamos de universalismo. Es cierto, como pretende Said, que necesitamos de una crítica que pueda cuestionar desde dentro los marcos ideológicos que han legitimado el imperialismo y en este caso la posición de Israel. Porque ni siquiera las disciplinas que se pretendieron desinteresadas escapan al influjo ideológico: la literatura, la estética y hasta la metafísica participan en su legitimación. Pero no sólo del lado imperial. No sólo sobre la legitimación de Israel.
Porque esta crítica no está exenta de tensiones. Es imprescindible distanciarse del revisionismo nativista o del resentimiento populista que idealiza la resistencia palestina, y al mismo tiempo no desactivar el potencial emancipador de una memoria crítica. A diferencia de los teóricos eurocéntricos, incluso los bienintencionados como Camus, Orwell o el mismo Habermas, Said denuncia que es necesario afrontar el imperialismo como el verdadero horizonte político de la cultura moderna, quizá como ahora se evita la cuestión de Israel en occidente. Por eso cabe insistir en que ni la cultura puede quedar exenta de responsabilidad, ni el intelectual puede excusarse en la neutralidad teórica.
Pero la sospecha, el descentramiento y la voluntad de integrar voces silenciadas que deben marcar nuestra reflexión no pueden pretender clausurar la verdad, limitar la libertad de expresión, amplificar el ruido de los ataques cruzados entre acusaciones de antisemitas e islamófobos, sino abrirla al conflicto y a la autoconciencia. La tensión dialéctica es inseparable del empeño ético: denunciar cómo estas inercias imperialistas, estos sentimientos de culpa, y este estatuto de víctima se han infiltrado incluso en los más nobles ideales de la modernidad occidental que respalda la posición de Israel, sin caer por ello en maniqueísmos ni reducir la historia a una lucha de víctimas y verdugos.
Espejo, posverdad y praxis
La guerra en Gaza no es solo una tragedia humanitaria. Es una criba moral. Un espejo que revela el lugar desde donde miramos, desde donde pensamos, desde donde callamos. Occidente, atrapado entre su culpa histórica y su complicidad presente, enfrenta una prueba de coherencia que está perdiendo. La disonancia entre sus principios proclamados y sus silencios cómplices ha vaciado de contenido el lenguaje de los Derechos Humanos y de la justicia internacional.
La filosofía, si quiere seguir teniendo voz, debe abandonar la comodidad del universalismo abstracto y habitar las ruinas de Gaza con honestidad. No se trata de una renuncia a la razón, sino de su radicalización: una razón situada, encarnada, capaz de mirar al sufrimiento interpelante. Gaza - y tantas otras atrocidades olvidadas en el mundo - son el espejo que exige una respuesta. Pensar, hoy, es no apartar la mirada. Es reconstruir la dignidad del pensamiento desde el luto, la vergüenza y la responsabilidad.
Y asumir con intransigencia que vivimos tiempos especialmente activos en facturar posverdades, que vive en tensión con la apuesta por ese pluriversalismo. Que como advierte Žižek, la verdad no es sólo una cuestión de hechos, sino de cuándo y cómo se dicen. Y este criterio se vuelve clave al analizar la narrativa dominante sobre Gaza, donde Israel ha difundido versiones iniciales sobre su presunto enemigo—como cuerpos quemados o niños decapitados— que luego ha corregido discretamente, cuando el daño simbólico ya estaba hecho. La estructura del discurso público permite que la verdad solo se diga cuando ya no tiene efecto. Así, incluso quienes reconocen la necesidad de un Estado palestino o el liderazgo de figuras como Marwan Barghouti, lo hacen a hurtadillas, después de la jubilación, sin que sus palabras cambien nada.
En este ejercicio de posverdad, el poder se apropia del lenguaje. Žižek denuncia a Netanyahu utilizando la misma expresión “del río al mar” que antes se condenaba como genocida cuando la usaban los palestinos contra los israelíes. Más grave aún es la invocación bíblica a la exterminación de Amalec4 como justificación implícita del asedio sobre Gaza. Esta lógica genocida —que mezcla nacionalismo, religión y pseudociencia— desvela una forma perversa de posverdad, donde las justificaciones teológicas o arqueológicas legitiman la aniquilación de un pueblo. La guerra de Gaza no es solo una guerra territorial: es una guerra por el derecho a decir la verdad y a que esa verdad tenga consecuencias reales.
Suele decirse que la lechuza de Hegel, de altos vuelos especulativos, sobrevolaba cuando ya no había nada que hacer, justificando el curso de la historia mediante la apelación a la astucia de la razón. No es casualidad que de la crítica que Marx le hizo brotara la famosa undécima tesis sobre Feuerbach a propósito de que los filósofos deben dejar de interpretar la realidad y transformarla5. Así pues, más allá de una reflexión como esta, probablemente sea la praxis - la de nuestra protesta, la de nuestro consumo, la de nuestra manifestación, la de nuestro voto - la que prevalezca y pueda manifestar mejor que ninguna otra alternativa cualquier viso de humanidad hacia Gaza.
Cuando los hijos de nuestros hijos crezcan no nos preguntarán por qué sentimientos tuvimos o a qué reflexiones nos llevaron las atrocidades en Gaza, sino que nos preguntarán sobre lo que hicimos cuando penetraron nuestra retina las imágenes y las noticias que de aquella terrible región nos llegan.
Gracias por leerme.
En Modernidad y Holocausto, Zygmunt Bauman sostiene que el genocidio nazi no fue una regresión a la barbarie, sino una posibilidad engendrada por la propia modernidad. Lejos de ser un accidente, el Holocausto se apoyó en pilares del mundo moderno —la racionalidad instrumental, la burocracia, la ingeniería social y la deshumanización técnica— que permitieron a individuos comunes participar en una maquinaria letal sin cuestionamientos éticos. Bauman advierte que el progreso técnico y administrativo, cuando se separa de la moral, puede facilitar atrocidades con una eficiencia inquietante. El Holocausto, más que una anomalía, revela la ambivalencia de la modernidad y exige repensar críticamente sus supuestos civilizatorios.
Israel ha promovido activamente los derechos del colectivo LGTBI, especialmente en ciudades como Tel Aviv, donde se celebran marchas del orgullo y existe un marco legal favorable, lo que contrasta con la represión existente en los territorios palestinos. Sin embargo, numerosos activistas han denunciado que esta apertura sirve como estrategia de “pinkwashing”: una forma de proyectar una imagen liberal y progresista para desviar la atención internacional de las violaciones de derechos humanos cometidas contra la población palestina, instrumentalizando así la causa LGTBI con fines de legitimación geopolítica.
Por ejemplo, un autor como V. Y. Mudimbe del Congo ha desentrañado los mecanismos por los que la filosofía occidental clasificó y sometió al pensamiento africano bajo la lógica de la inferioridad epistémica; mientras que E. Dussel en Argentina, desde la filosofía de la liberación, ha reivindicado el Sur global como sujeto histórico y ha desmantelado la pretensión de neutralidad del pensamiento europeo moderno. En esa línea, W. Mignolo también desde Argentina ha denunciado la "colonialidad del saber" y ha propuesto un giro decolonial que permita pensar desde las heridas históricas del colonialismo. K. Karatani, en diálogo con la modernidad japonesa, ha aportado una crítica estructural al capitalismo global desde coordenadas no eurocéntricas.
Los amalecitas atacaron por la retaguardia al pueblo de Israel tras su éxodo de Egipto y lo hostigaron constantemente hasta llegar al punto de que en la Biblia se formalizara que su exterminio era ley divina. Algunos sectores extremistas israelíes han utilizado esta referencia como justificación simbólica o literal para la guerra total contra Gaza. Los palestinos son así presentados como enemigos heredados de una enemistad ancestral.
Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kömmt drauf an, sie zu verändern: Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.
Tu texto es, sencillamente, una pieza necesaria. No solo por el rigor con el que desmonta la narrativa oficial sobre Gaza, sino por la honestidad con la que interpela los fundamentos éticos de quienes todavía creen que defender los derechos humanos puede hacerse con doble vara de medir.
Has logrado lo más difícil: hablar del horror sin caer en el panfleto, señalar la violencia sin deshumanizar a nadie, y recordar que la filosofía —cuando es auténtica— no puede quedar al margen de la barbarie. Tus referencias son certeras, pero más aún lo es el tono: firme, claro, sin concesiones al cinismo ni a la neutralidad cómplice.
Lo que planteas no es solo una crítica política, es una exigencia moral. Y quienes te leemos con atención no podemos seguir mirando a otro lado. Porque, como bien dices, pensar desde Gaza hoy no es un acto intelectual: es un deber.
Gracias por escribir esto, Javier. Recordando mi artículo del otro día, qué reconfortante es saber que aún queda alguien sin microplásticos antiadherentes en las neuronas.
Nada que añadir; cualquier matiz me resulta superfluo. Recuerda hoy Antonio Muñoz Molina, citando a Borges que "el hombre es la única especie que puede elegir el infierno". No solo eso: también ignorarlo.