Nuestro lenguaje cotidiano está atravesado de metáforas: figuras que no solo adornan lo que decimos, sino que moldean cómo lo pensamos. No son simplemente ornamentos del discurso, sino la base misma de nuestra cognición. Nuestras estructuras conceptuales están profundamente metaforizadas. Conceptos abstractos como el tiempo, el amor, la verdad o la justicia se entienden casi siempre a través de mapas metafóricos construidos sobre experiencias físicas: el tiempo como espacio, el amor como viaje, la discusión como guerra1.
Conviene revisitar esta perspectiva, por conocida que sea, porque sigue operando en nosotros inadvertidamente. No se trata solo del recurso estilístico, de cómo decimos las cosas, sino de cómo las concebimos. Si pensamos que el tiempo es dinero, lo "gastamos", lo "ahorramos" o lo "perdemos". Las metáforas no son solo maneras de hablar: son maneras de pensar y, por tanto, de vivir. No es inocuo pensar en los debates como guerras: se atacan argumentos, se defienden posiciones, se gana o pierde. Si la vida es como un viaje, implica que existen metas, obstáculos, compañeros y destinos. Las metáforas estructuran desde el discurso educativo hasta el terapéutico.
Y estas estructuras no son neutras: favorecen ciertas acciones, refuerzan ciertos valores y hacen invisibles otras posibilidades, influyendo profundamente en nuestras decisiones y percepciones. De ahí la necesidad de volver conscientes las metáforas en las que habitamos. Evidentemente en el mundo de la política, sin duda, pero también más inadvertidamente en el de la ciencia y la tecnología que hoy tanto las emplean. Porque pueden resultar enormemente fecundas e inspiradoras, pero suelen guardar lados oscuros y paralizantes.
La riqueza de las metáforas
Las metáforas son herramientas cognitivas fecundas. Permiten conectar disciplinas distintas, generar paralelismos entre lo abstracto y lo concreto, lo lejano y lo inmediato. Son el humus fértil donde florecen las grandes intuiciones de la ciencia, la filosofía, la política o el arte. Al establecerlas, estimulamos analogías, réplicas de estructuras que nos permiten explorar ahí donde todavía no se había buscado, husmear en rincones inadvertidos.
Hay creencias, por ejemplo, que iluminaron el cosmos, como sucedió con los círculos perfectos de los griegos o los sólidos platónicos que inspiraron a Kepler. La perfección matemática siempre fue asociada a la regularidad incorruptible del movimiento de los astros. Y cuando la ciencia quiso penetrar en los arcanos microscópicos más profundos, en los campos invisibles y las fuerzas a distancia, las metáforas resultaron ser puentes imprescindibles. Por eso la imagen de un sistema solar copernicano fue esencial para introducirse en las tripas del diminuto átomo.
En los albores de la teoría atómica moderna, Dalton había presentado los átomos como esferas indivisibles, una imagen heredada de la antigüedad griega; pero al desentrañar que los "a-tomos" sí tenían "partes", fue necesario emplear nuevas metáforas para hacer inteligible su estructura interna. Transitoriamente, el modelo de Thomson sugirió con una metáfora culinaria, el conocido "pudding de pasas", que el átomo consistía en una masa positiva - como un bizcocho - dentro de la cual estaban incrustadas las cargas negativas - como pasas. Pero sin duda, fue la metáfora visual del pequeño sistema solar que introdujo Rutherford la que permitió profundizar y orientar los experimentos científicos para comprobar si el átomo estaba compuesto de un denso núcleo con electrones girando a su alrededor, como planetas en torno al Sol. Esta imagen no solo era intuitiva sino que evocaba orden matemático, simetría y previsibilidad y daba continuidad a la naturaleza. Al observar que los electrones no seguían órbitas clásicas, introduciendo niveles de energía propios de la mecánica cuántica, el modelo de Bohr echó mano de otra metáfora, la de la "nube de electrones", que describe probabilidades de localización más que trayectorias definidas.
Cada una de estas metáforas condicionaba las formas en que los científicos imaginaban experimentos, predecían comportamientos y comunicaban hallazgos. El pensamiento científico no avanza solo por datos empíricos y deducciones matemáticas, sino por imágenes que canalizan la imaginación teórica. Y las disciplinas se inspiran mutuamente a través de sus metáforas. “Enlaces”, “campos”, “puentes”, “agujeros”, “cuerdas”, “oscuridad”… al servicio de la divulgación, sin duda, pero también del estímulo conceptual.
Por ejemplo, en plena emergencia de la teoría de la información, durante las décadas de 1940 y 1950, se produjo una confluencia fascinante entre disciplinas que parecerían desconectadas: la informática naciente, la biología molecular y la lingüística. En 1948, Claude Shannon formalizó la teoría matemática de la información, que modelaba la comunicación como transmisión de símbolos codificados por un emisor y decodificados por un receptor. Casi simultáneamente, Alan Turing y John von Neumann exploraban los principios lógicos de la computación, incluyendo la noción de máquina universal, programas y memoria. Esta misma lógica de codificación, almacenamiento y transmisión fue adoptada por Watson y Crick en 1953 para interpretar la doble hélice del ADN, concibiéndola como un "código genético" que almacenaba instrucciones para la vida, legibles en forma de secuencias de bases. El hallazgo de la estructura del ADN no solo fue biológico: fue profundamente conceptual, resultado de una metáfora importada del universo de la comunicación artificial. La célula fue pensada como un sistema que procesa, transmite y copia información. Así, el pensamiento técnico-informacional colonizó la biología, y la metáfora del código no solo permitió nuevos experimentos, sino que definió durante décadas la dirección de la investigación genética.
Pero no sólo las ciencias más duras y fundamentales pueden encontrar puentes metafóricos. Las más complejas suelen descansar constantemente en ellos. La economía, por ejemplo, se explica con curvas, equilibrios y flujos como si fueran líquidos o paisajes. Hablamos del "goteo"2 de beneficios, de "crecimiento" económico, de mercados que se “calientan o enfrían", de "fugas" de capitales, de "inundaciones" monetarias. La inflación se trata como un "monstruo" que hay que contener, mientras que la deuda pública es una "mochila" que pesa sobre las generaciones futuras. El propio lenguaje del mercado bursátil está lleno de metáforas3. Estas imágenes no solo los hacen inteligibles, sino que los dotan de emoción, agencia e incluso moralidad, proyectando una visión animista de la economía que moldea nuestras políticas, nuestros miedos y nuestras esperanzas. Decir que "el mercado castiga" o que "los inversores huyen" dota a entes inmateriales de voluntad y agencia. Las metáforas así, tienen un impacto performativo: no solo describen la realidad, sino que contribuyen a conformarla.
Bien elegidas, las metáforas pueden inspirar generaciones enteras. El “libro de la naturaleza” leído por Galileo o la “selección natural” de Darwin son imágenes que han arraigado en la cultura colectiva y han servido para expandir nuestro marco de comprensión. Pero toda metáfora tiene un lado oscuro que oculta, una connotación, deseada o no, que arrastra tras de sí.
El lado oculto de todo iceberg
Es bien sabido que no todo lo que da calor alumbra. Algunas metáforas, lejos de expandir nuestra comprensión, la encorsetan. Este es el lado oscuro de su poder: lo que revelan, lo hacen a costa de lo que esconden. Y lo más peligroso es que muchas veces no lo advertimos. La metáfora actúa como un iceberg: lo visible es solo la punta; debajo, se ocultan sus efectos tácitos que tienen una poderosa influencia - en ocasiones mayor que la visible y explícita - sobre lo que comprendemos.
Esto ocurre especialmente en el discurso político. Pensemos en el debate sobre la independencia de un territorio. Quienes defienden la secesión de antemano o son contrarios a ella buscan entre las metáforas aquellas analogías que lleven intrínsecamente dictaminada su conclusión premeditada. Por ejemplo, quienes están a favor de la independencia suelen recurrir a la imagen de una mujer maltratada que desea liberarse. Esta metáfora establece un marco emocional poderoso: presenta la relación entre el territorio y el Estado del que quiere separarse como una relación de abuso, donde uno de los actores sufre violencia y opresión. Con ello, se activa de forma inmediata la empatía del oyente, al tiempo que se legitima la ruptura como un acto de liberación y supervivencia, que no sólo es justa y necesaria, sino que además es urgente. Pero, sobre todo, introduce un supuesto que es precisamente el que está bajo cuestión: que existe ya un sujeto, como la mujer maltratada, que debería ser soberano de su destino. Jugada maestra.
Quienes, sin embargo, rechazan los movimientos independentistas, suelen acudir a otras metáforas como la del vecino egoísta que quiere separarse y desentenderse de la comunidad vecinal que vive en el mismo edificio que él habita. Esta metáfora parte de supuestos tácitos que refuerzan la postura unionista: primero, presupone que existe una comunidad legítima, cohesionada y beneficiosa para todos sus miembros, de la que se espera solidaridad y cooperación. Segundo, sugiere que desvincularse de ella es un acto inmoral, movido por el egoísmo, el privilegio o la falta de compromiso. Pero sobre todo, en tercer lugar, lleva implícita la idea de que es absurdo que un vecino solo pueda disponer de capacidades e infraestructuras propias para segregarse, como sucedería en un mismo edificio compartido e indivisible. Ambas metáforas orientan nuestra percepción: la primera activa la empatía, la urgencia de justicia, y presupone la independencia; la segunda, la condena moral del abandono y la inviabilidad del proyecto. En lugar de argumentos, recibimos connotaciones disfrazadas de sentido común.
Este ejemplo sirve de aperitivo para ilustrar que toda metáfora lleva en su estructura partes ocultas que se deslizan cuando aceptamos que entren por nuestra puerta, como un caballo de Troya. Cuando la ideología se inyecta en la economía lo suele hacer por medio de metáforas. Por ejemplo, se habla del abuso de la “tarjeta de crédito nacional” para justificar recortes del gasto público, distorsionando la realidad macroeconómica, pues los Estados no se financian como los hogares, y tienen herramientas —como la deuda o la política monetaria— que no están disponibles para los individuos. Lo mismo puede decirse de las metáforas alternativas empleadas por quienes creen que no existe a priori límite para la deuda pública, y que el Estado puede indefectiblemente ser el "motor de la economía". Un ciudadano que piensa en la movilidad social como una "carrera" acepta que haya un único ganador; si la imagina como un "ascensor", teme quedarse fuera. Las metáforas constantemente inoculan ideas con carga ideológica.
Las metáforas pueden reforzar así estructuras de interés político sin pasar por el tamiz del debate crítico. Una metáfora que circula como un meme sustituye la discusión técnica por una reducción simplista. Y es menester reconocer que combatirla resulta muy costoso. La ley de Brandolini bien nos recuerda que existe una asimetría entre la proclamación de cualquier estupidez y su crítica: la dificultad de desacreditar información falsa, cómica o engañosa - como una metáfora simplificadora - es mucho más costosa que generarla, como mínimo un orden de magnitud mayor:
La cantidad de energía necesaria para refutar tonterías es un orden de magnitud mayor que la necesaria para producirlas
Por eso, las metáforas que se encapsulan y circulan como memes son tan poderosas, porque vienen blindadas como una nave espacial penetrando en la atmósfera terrestre, capaz de soportar el calor y el rozamiento que tratan de penetrar en su interior. Pero es necesario hacerlo. Aunque sea de forma costosa, conviene utilizar el abrelatas y destripar los gatos que nos dan por liebres.
Sin embargo, no todas las metáforas aletargan nuestro pensamiento crítico. Algunas lo azuzan. Por ejemplo, en estos años resulta revulsiva e inquietante esa metáfora que establece un paralelismo entre la información y la comida basura.
tiene un magnífico artículo al respecto. La tesis central es que evolucionamos para desear el azúcar porque era una fuente de energía escasa. Pero cuando aprendimos a producirla a escala industrial, ese amor por lo dulce se volvió una desventaja, generando tasas de obesidad mórbida por todo el planeta. De forma análoga, ha sucedido con los datos. En una era de sobreabundancia informativa, nuestra curiosidad —que antes nos enfocaba— ahora nos dispersa. Y ha dado lugar a una epidemia de obesidad informativa, de infobesidad, que está atascando nuestras mentes con infobasura nociva. Así como el exceso de calorías enferma el cuerpo, el exceso de datos sin valor —rumores, reels, clickbait, noticias sensacionalistas— engorda la mente con residuos indigestos.La metáfora no solo describe: alerta. Sugiere que nuestras dietas mentales están intoxicadas, que el consumo constante de datos triviales bloquea nuestra atención, memoria y juicio. Y lo peor: como el azúcar, la información basura da placer. Engancha. La información activa el sistema de recompensa dopaminérgico del cerebro de la misma manera que la comida. Durante cientos de milenios, esto no fue un problema, porque en las llanuras de la sabana la información era tan escasa y valiosa como el azúcar. Pero todo ha cambiado con la revolución de las TIC.
Y es precisamente en este ámbito de la tecnología donde las metáforas se han vuelto especialmente acuciantes. La omnipresencia tecnológica penetra importando y exportando metáforas hasta un nivel de saciedad que no sólo es que estimulen nuestro pensamiento o lo condicionen, sino que pueden llegar a pensar por nosotros. Vivimos en ellas y, de nuevo, urge detectarlas y desentrañarlas en todo lo posible, persiguiendo siempre los intereses a los que sirven.
Tecnometáforas
En la era digital, las metáforas han multiplicado su radio de acción. La tecnología ya no solo se nombra mediante metáforas: ahora las exporta y las importa a un ritmo extenuante, y a veces obsceno. Las que genera redefinen la comprensión de nuestras profesiones y nuestras relaciones: hablamos de la necesidad de "desconectar" durante el fin de semana para volver a encontrarnos; de "resetear" vínculos y emociones como si fueran programas defectuosos; de la "red social" en la que estamos insertos, con una connotación de followers y likes distinta a la que tenían las redes como artefacto conceptual fuera del ámbito tecnológico. Y no lo hacen de forma inocua. Es preciso cuidarse de estas tecnometáforas, como bien advierte Joan Miguel Vergés.
Si el cuerpo humano es descrito como una "máquina", el cerebro como un "procesador" y la mente como un "software", esto da pábulo a las ensoñaciones transhumanistas. Santiago Sánchez-Migallón ha mostrado en repetidas ocasiones cómo ciertas metáforas dominantes, como la de la mente entendida como máquina computacional, pueden restringir seriamente la investigación científica al imponer un marco conceptual excluyente. La metáfora de la mente como ordenador —con CPU, memoria y algoritmos— reduce el campo de investigación al suponer que comprender el cerebro humano pasa necesariamente por replicar estos componentes en sistemas artificiales. No hay que perder de vista que la comprensión metafórica de la mente humana ha estado siempre teñida por el contexto tecnológico del momento. Así, la mente fue comparada con sistemas hidráulicos en la época de Descartes y con centrales telefónicas en el siglo XIX. Hoy, cuando las computadoras dominan la tecnología, nuestra mente “debe ser” un ordenador.
Esta metáfora deja de lado enfoques más encarnados, emocionales o relacionales. La metáfora computacional conlleva suposiciones implícitas: que la mente es modular, discretizable, simbólica, secuencial. Esto excluye énfasis en otros aspectos clave como la base biológica, la neuroquímica, la interacción corporal o la incardinación en el entorno. Al asumir que la cognición es reducible a software ejecutado sobre hardware biológico, se margina la complejidad del fenómeno consciente. Así, el uso acrítico de esta metáfora no solo orienta los proyectos de inteligencia artificial en una única dirección, sino que inhibe la exploración de alternativas más integradoras y menos mecanicistas, e influye en los tratamientos médicos, en la pedagogía, en el diseño institucional. Si la memoria es un disco duro, entonces podemos "borrarla". Si el cuerpo es una máquina, sus averías requieren "reparación".
El mundo tecnológico también incorpora constantemente metáforas de otros ámbitos, especialmente para favorecer su comprensión y su adopción social. Hablamos de "memoria" RAM. De "paquetes" de datos. Hablamos de "huella digital" como si nuestra actividad en la red dejara un rastro físico indeleble; nos referimos a las redes sociales como "plazas públicas", aunque estén gobernadas por intereses privados; describimos ciertas decisiones automatizadas como "algoritmos opacos", dando a entender que son cajas negras necesariamente inaccesibles al escrutinio humano; usamos expresiones como "bombardeo de información" para describir la sobrecarga cognitiva que producen los medios digitales con tintes belicistas; y empleamos la imagen de las "cámaras de eco" o los "filtros burbuja" para aludir a la personalización extrema de contenidos que termina aislándonos intelectualmente. En el mundo de la IA se enfrentan corrientes interpretativas abusando de las metáforas hasta vaciarlas, aduciendo que en realidad los LLM son meros “loros estocásticos”, que son capaces de “razonamiento” o que no se diferencian tanto del cerebro humano, porque ambos son simplemente “máquinas de predicción” o “minimizadores de sorpresa”, como los describe el neurocientífico Erik Hoel.
ha escrito con finura, como siempre, sobre ello.Uno de los más discutidos pero al mismo tiempo más adoptados tácitamente es, probablemente, el concepto de "inteligencia artificial". Con él, se apela a la metáfora de la "inteligencia" humana, generando expectativas que muchas veces distorsionan la comprensión técnica de los algoritmos de aprendizaje automático. En su contexto, se habla de "asistentes virtuales" como si fueran ayudantes personales reales, ocultando su absoluta carencia de emociones y humanidad. Otras metáforas como la de "ecosistema digital" sugieren equilibrio natural y armonía, ocultando la concentración de poder y las asimetrías entre usuarios y plataformas. La noción de “virus” informático toma prestado un concepto biológico y médico para describir comportamientos anómalos y dañinos del software, pero oculta el hecho de que el virus biológico es natural, mientras que el informático es creado; uno es azar, el otro es diseño. La metáfora puede igualarlos, pero esa equivalencia no siempre es inocente.
La idea de "revolución" tecnológica pretende describir cada nueva innovación, lo que conlleva una carga emocional de entusiasmo y urgencia que puede desviar la atención de los impactos negativos o las desigualdades que generan, y desde luego amplificar las expectativas. O simplemente amplificar ficticiamente lo que en realidad no es tan disruptivo. Por su parte, el eufemismo de la “computación espacial”, para referirse a tecnologías de realidad aumentada o virtual, evoca una expansión del entorno físico, una prolongación del espacio habitable. Sin embargo, oculta el carácter artificial y mediado de esa experiencia, y deja en penumbra los riesgos de vigilancia, manipulación o disociación perceptiva que puede conllevar. Como expusieron Sapir y Whorf, el lenguaje no es solo un medio para expresar pensamientos, sino que condiciona y configura la manera en que comprendemos el mundo que habitamos.
Otro caso llamativo es el de la metáfora de la "nube". Su connotación etérea, ascendente, omnipresente, sugiere limpieza, ligereza y libertad. Subir contenidos y ficheros a la nube lleva intrínseca una connotación positiva, como la del movimiento ascendente y ascético de nuestra tradición judeocristiana. Se desliza con ella la idea de que vivir on premise es algo del pasado, algo que supone descargar sobre nuestros hombros algo que pesa, que ocupa nuestros dispositivos. Lo bueno ahora es vivir online, aliviándonos al cargar los contenidos en la nube. Pero esa imagen esconde el carácter físico e inevitablemente contaminante de todas las infraestructuras de datos, el consumo energético de los servidores y los intereses económicos detrás de la virtualización de servicios, también de las supuestas nubes que no dejan de requerirlos. Subir algo a la nube es una operación simbólica que parece sencilla, casi espiritual, pero que en realidad esconde una cesión de soberanía informativa a estructuras corporativas que no siempre son transparentes ni equitativas.
Así, la metáfora tecnológica ya no es solo una forma de explicar la tecnología. Es, cada vez más, una forma de pensar, vivir y sentir. Por eso su análisis no puede limitarse a la semántica: exige una crítica cultural, política y ética. Una crítica que siempre requiere de un equilibrio complicado.
Como Ulises, entre Escila y Caribdis
En un mundo sobresaturado de símbolos, datos y relatos, urge cultivar una nueva alfabetización metafórica. No para censurar las metáforas, sino para habitarlas con conciencia. Como herramientas de conocimiento, las metáforas son indispensables. Como instrumentos de poder, deben ser vigiladas.
Necesitamos aprender a detectar qué metáforas operan en cada discurso, qué ocultan, qué proyectan, a quién benefician. Una metáfora no es solo un modo de decir: es un modo de construir realidad. Pensar la justicia como balanza no es lo mismo que pensarla como red. Concebir la educación como gasto o incluso como inversión no es igual que concebirla como derecho. Decir que “los jóvenes consumen cultura” no es inocente: es pensar la cultura como mercancía.
Navegar en el uso de las metáforas es siempre una maniobra compleja e incómoda que es preciso calibrar a cada instante. En la tradición clásica, la historia de Ulises frente a Escila y Caribdis ofrece en este sentido una metáfora poderosa. En su regreso a Ítaca tras largos años de viaje y penalidades, Ulises debía atravesar el estrecho de Mesina, entre Sicilia y la península itálica. Allí le aguardaba una de sus pruebas más delicadas: debía escoger entre acercarse a Escila, un monstruo de múltiples cabezas que devoraba a los marinos que pasaban por su lado, o exponerse a Caribdis, un gigantesco remolino que tres veces al día absorbía y vomitaba el mar entero, dispuesto a engullir su nave.
Entregarnos indiscriminadamente a la metáfora, como a Escila, tiene el peligro de reducirlo todo a una sola imagen dominante, inadvertida, que devora la pluralidad de significados y alternativas, que absorbe toda la realidad y no deja espacio al matiz. Pero prescindir de toda metáfora, como en el agujero de Caribdis, es por el contrario caer en la oscuridad de la literalidad, árida y paralizante, la sequedad conceptual que empobrece nuestra imaginación y nos inmoviliza. Ulises encarna la prudencia crítica: saber cuándo emplear una metáfora y cuándo evitarla, consciente de que navegar entre estos peligros exige una mezcla de audacia, cálculo y humildad ante lo desconocido. Y que el daño es siempre inevitable. Pues como él optara por el mal menor de acercarse a Escila y perder algunos hombres para poder continuar la ruta, nosotros estamos condenados a seguir empleando metáforas que nos inspiran y nutren, aunque en el camino nos cuelen significados destructivos.
Traigo así a Ulises como figura de prudencia y coraje, que nos enseña a navegar entre ambos peligros, usando la metáfora como instrumento provisional, como vela desplegada al viento del pensamiento, pero con la mano firme en el timón de la razón crítica que la domeñe, que la corrija, que se desprenda de ella con lucidez en cuanto resulte un lastre. Hacer uso pleno de la metáfora, sin naufragar en ella. Dejar que nos inspire, pero no que nos adormezca. Aceptar que toda imagen es tan evocadora como parcial.
Porque si las metáforas piensan por nosotros, solo la crítica puede despertarnos. Y si las metáforas alimentan nuestra imaginación, solo la lucidez puede evitar que nos indigesten. No se trata de erradicar las metáforas, sino de interrogarlas. Y de decidir, con plena conciencia, cuáles merecen quedarse, hasta dónde y por cuánto tiempo.
Gracias por leerme.
Este es el tema de un libro ampliamente referenciado como es el de George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana.
“Trickle-down” en su expresión habitual en inglés, que suele también traducirse como “efecto derrame”.
Así por ejemplo se habla de los "toros" (bulls) de los mercados alcistas (porque embisten en esa dirección), y los de los "osos" (bears) que empujan hacia abajo (porque atacan con la garra hacia abajo).
Hola! Qué advertencia tan valiosa.
La metáfora es compresión. Como tal, requirió de trabajo al ser codificada. De igual forma, para no “naufragar en ella”, para no ser poseída por ella, quien la recibe o escucha debe esforzarse por decodificarla.
Hola Javier
Leyéndote hoy, no he podido evitar enlazar tu artículo con uno de los que te preceden los sábados por la mañana. @polmb dice hoy, en Filosofía del algoritmo, "podría ser que muchas otras formas de vida inteligente ya nos estén hablando y seamos nosotros los que estamos haciendo el gran silencio". ¿No será que tenemos una limitación de base, que nuestro equipamiento genético y cultural nos impide ir más allá?
Tal vez el universo está abierto ahí mismo, delante de nosotros, y nuestras mentes simbólicas nunca sean capaces de comprenderlo, porque nuestro lenguaje no puede abarcarlo. Quizás evolucionamos para cooperar a través de las ideas compartidas mediante (la mayor parte de las ocasiones) la intuición, más que la comprensión, pero la complejidad del mundo se nos escapa.
Qué terrible sería un mundo sin metáforas, donde cada concepto, cada fenómeno y cada acontecimiento tuviesen un nombre preciso y objetivo. Pero al mismo tiempo qué inquietante intuir que somos incapaces de rasgar la neblina que nos rodea con el cuchillo del conocimiento, porque nuestro lenguaje (nuestra mente) nos lo impide. Y seguir caminando, felizmente satisfechos con nuestra simplificación del mundo a través de las metáforas, acomodando la realidad a los esquemas que sí podemos comprender.
¿Y si la tecnología, la IA o su sucesora, son los entes llamados a desvelar el misterio? ¿Y si somos solo un paso más en el autoconocimiento del universo que ya ha quedado obsoleto y se prepara para pasar el testigo a una nueva etapa?
Ya he perdido la cuenta de las metáforas que he usado para contestarte. Como siempre, magistral.
que https://filosofiadelalgoritmo.substack.com/p/fda-93-vidas-que-no-viviremos-preguntas dice hoy que https://filosofiadelalgoritmo.substack.com/p/fda-93-vidas-que-no-viviremos-preguntasla https://filosofiadelalgoritmo.substack.com/p/fda-93-vidas-que-no-viviremos-preguntas