Cuentan que en el siglo III a. C., en la ciudad siciliana de Siracusa, el sabio Arquímedes estaba ensimismado en sus estudios de mecánica cuando pronunció una de las frases más célebres de la historia de la ingeniería:
Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo
No fue una bravata. Estaba rigurosamente asentada en los principios de la palanca que el griego, al parecer, formuló por primera vez. Una máquina simple que él mismo describió con precisión matemática. Según el historiador Plutarco, Arquímedes convenció al rey Hierón II de la potencia de su hallazgo y, para demostrárselo, construyó un sistema de poleas y palancas con el que logró mover por sí solo un trirreme cargado, lo que de otro modo hubiera requerido decenas de hombres.
Esa hazaña no solo confirmó su genio, sino que en cierto modo inauguró simbólicamente la era de la ingeniería aplicada: el intelecto como palanca que aspira mover el mundo. Para esta ambición técnica de la humanidad, podía bastar una palanca lo bastante larga y resistente, y un punto de apoyo firme, para convertir una fuerza pequeña en una colosal. Este principio, comprendido hace más de dos mil años, revolucionó la ingeniería antigua y sigue presente en cada mecanismo que multiplica la fuerza humana.
El sueño de Arquímedes de mover el mundo se volvió, con el tiempo, una parábola sobre el potencial impacto humano en el planeta. La palanca fue solo el principio: con ella y otras máquinas simples, los antiguos egipcios alzaron obeliscos colosales transportados y erigidos con la ayuda de rampas, palancas y fuerza colectiva1; también los griegos, orgullosos de Arquímedes, diseñaron catapultas, sistemas neumáticos y bombas de cadena capaces de elevar enormes masas de agua y movilizar portentosos escenarios teatrales2; y los romanos levantaron con su gran ingeniería acueductos gigantescos, circos imponentes y termas colosales con sofisticados sistemas de calefacción subterránea y distribución hidráulica3. Estas proezas arquitectónicas, logísticas y técnicas sin precedentes mostraban que la inteligencia técnica era una prolongación de aquella palanca mental y material con la que mover el mundo.
Pero al expandir las fronteras del mundo conocido, sus confines se mostraron para muchos más allá de lo previsto. Ptolomeo y sobre todo Colón erraron sus cálculos, y el tamaño de la Tierra resultó ser mucho mayor de lo que esperaban, dando la razón al bueno de Eratóstenes y su magnífica estimación. Tanto como para albergar todo un nuevo continente y el mayor océano de la Tierra. Moverla iba a resultar mucho más arduo.
Sin embargo, asimilar su mayor tamaño fue incentivando la imaginación colectiva. Los mitos ancestrales sobre el averno también crecieron en su vientre. Atravesando los siglos, sus entrañas inspiraron a la literatura que a su vez nutría nuestra disparada capacidad técnica con la palanca de la Revolución Industrial. En aquella literatura, Julio Verne soñaba con que la ingeniería y la tecnología nos permitieran abandonar este mundo, como para llegar hasta la luna, o indagar en su interior hasta alcanzar su centro. En este último viaje novelado, el profesor Lidenbrock y su sobrino Axel accedían al mundo subterráneo por un cráter islandés y descubrían un ecosistema oculto en su núcleo, con mares internos, hongos gigantes y restos fósiles. Pero ese descenso imaginario que anticipaba el espíritu de la geología moderna también revelaba la pretensión técnica de penetrarlo: La perforación de la sima de Kola, iniciada por la Unión Soviética en 1970, alcanzó una profundidad récord de 12.262 metros en 1989. A esa hondura, el calor y la presión hicieron imposible seguir excavando. Hubo que buscar otras palancas.
Hemos grabado la superficie del planeta dejando descomunales surcos y cicatrices a nuestro paso. La Gran Muralla China desde hace siglos se extiende a lo largo de más de 21.000 kilómetros y atraviesa montañas, desiertos y llanuras. Y a pesar de que ya no funciona como defensa contra invasiones nómadas, sigue siendo símbolo de esa intervención humana que reconfigura el paisaje a escala continental. Como sucedió con los principales canales que cuartearon continentes, como el canal de Suez, cuyos 193 km conectan el mar Mediterráneo con el mar Rojo; o el canal de Panamá que, tras décadas de esfuerzo y a un altísimo coste humano, logró unir el Atlántico con el Pacífico a través de 82 kilómetros de esclusas y pasos artificiales, permitiendo el tránsito interoceánico en apenas unas horas, tal y como habían soñado siglos atrás4.
Estas y otras obras de la ingeniería perforaron y cicatrizaron el mundo, conectando además territorios que la geografía había separado y reescribiendo así la superficie del planeta. Las grandes construcciones humanas prosiguieron a escalas inimaginables, a veces con consecuencias catastróficas para el mapa ecológico global. Pero el mundo todavía siguió rotando, dibujando su trayectoria alrededor del Sol, un tanto indiferente a la acción humana. Arquímedes seguía sin mover el mundo. Hasta ahora.
Detener la Tierra
En el libro de Josué (10:12–14), se relata cómo, en plena batalla contra los amorreos, Josué pidió a Yahveh que detuviera el sol y la luna para prolongar el día y asegurar la victoria. El texto afirma que el sol se detuvo y la luna se paró, y que no hubo día como aquel, ni antes ni después, en que Yahveh atendiera así la voz de un hombre. Este episodio fue utilizado durante siglos como argumento contra el modelo heliocéntrico propuesto por Copérnico y defendido por Galileo, pues implicaba que el sol se movía en torno a la Tierra. No sólo resultaba más intuitivo observar que el sol surcaba el cielo y el suelo no se movía bajo nuestros pies, sino que, además, si la Biblia contaba que Dios podía detener el sol, razonaban algunos teólogos, era porque el sol efectivamente se movía. Para el pensamiento geocéntrico tradicional, el milagro de Josué confirmaba literalmente la cosmología ptolemaica, y contradecirlo suponía no solo un error científico, sino un desafío a la autoridad bíblica. Sin embargo, los siglos dieron la razón a ambos, pues no solo la Tierra, sino que el Sol también se mueve alrededor del centro de la galaxia:
Los hombres han fantaseado con alterar la rotación de la Tierra o su desplazamiento alrededor del Sol infinidad de veces. En el conocido desenlace de la película Superman I (1978), el superhéroe con capa vuela en sentido contrario a la rotación terrestre para retroceder en el tiempo y rescatar así a su fallecida amada, Lois Lane. La escena es científicamente absurda, aunque cinematográficamente tuviera éxito, pero su simbolismo es profundo: detener la Tierra es una hazaña digna de dioses o superhéroes. O eso creíamos.
Para entender lo que hemos logrado hacer, conviene recordar que, en física, existe una ley fundamental de la mecánica que consiste en la conservación del momento angular. Esta magnitud describe la cantidad de movimiento de rotación de un objeto respecto a un eje. Su valor equivale al producto de la distribución de su masa con respecto al eje de rotación y su velocidad angular. Y esta ley dicta que esta cantidad se mantiene constante siempre que no actúe un momento externo. Como se trata de un producto, cuanto mayor es la masa de un cuerpo, más lejos está del eje de rotación, o mayor es su velocidad de giro, mayor es su momento angular.
El principio de conservación explica por qué una patinadora que está girando sobre sí misma acelera cuando recoge los brazos y las piernas: como la cantidad de momento angular siempre se conserva (asumiendo que no existe rozamiento sobre la superficie de patinaje), al disminuir el radio de rotación de su masa, su velocidad aumenta para conservar el producto total. Lo mismo ocurre con el conocido experimento de la rueda: si a una persona sentada y quieta sobre una silla giratoria se le entrega una rueda de bicicleta girando y con sus brazos altera la dirección de ese eje, por ejemplo girándolo 180 grados, el cuerpo entero sobre la silla gira en dirección opuesta para conservar el momento angular total del sistema. Es un principio elemental, pero universal.
Pues bien, la palanca humana ha alcanzado tal punto que, por fin, podemos decir que ha movido el mundo, sin pretenderlo, transmitiéndose a través de este principio de la conservación del momento angular: China ha construido en los últimos años una presa de tal envergadura que no solo regula uno de los ríos más caudalosos y largos de la Tierra, sólo por detrás del Amazonas y del Nilo, sino que ha alterado su equilibrio. Según diversos medios y cálculos de la NASA, el llenado de la presa de las Tres Gargantas ha modificado la distribución de la masa terrestre. El embalse de la presa tiene una capacidad superior a los 39.300 millones de metros cúbicos. Su llenado ha implicado un traslado masivo de agua desde zonas bajas del terreno hasta una cuenca artificial a gran altitud. Esta redistribución de la masa ha generado un desplazamiento del eje de rotación de la Tierra estimado en 2 centímetros y ha alargado sutil pero sensiblemente la velocidad de rotación y, por tanto, la duración del día, en 0,06 microsegundos, según cálculos de la NASA. Aunque insignificantes a escala cotidiana, estos datos son medibles y verificables mediante técnicas geodésicas de alta precisión. Por fin Arquímedes lo ha hecho posible.
El impacto es comparable al que provocan grandes terremotos. Por ejemplo, el seísmo de Sumatra de 2004 o el de Japón de 2011 desplazaron el eje terrestre y acortaron ligeramente la duración del día. Lo extraordinario del caso de la presa china es que no se trata de una catástrofe natural, sino de la consecuencia indeseada de una decisión de ingeniería planificada. El ser humano ha logrado provocar una alteración similar a la de un fenómeno tectónico a través de su capacidad técnica. Pero no es la primera vez que sucede.
Más allá del minúsculo e imperceptible dato físico, el efecto simbólico es abrumador. La posibilidad de que una infraestructura humana tenga consecuencias medibles sobre la rotación del planeta provoca una mezcla de asombro y vértigo. Se confirma, una vez más, que hemos alcanzado un umbral geofísico: no somos ya habitantes del planeta, sino una de sus principales fuerzas transformadoras.
Efecto hombre
En Chernobyl, tras el desastre de 1986, se declaró una zona de exclusión de 30 kilómetros del epicentro del accidente. Se temía que el páramo radiactivo afectase incluso letalmente a toda forma de vida. Pero lo que ocurrió fue otra cosa: la vida regresó. Sin humanos, los ecosistemas florecieron. Lobos, linces, caballos salvajes. Algunos estudios han mostrado que la biodiversidad en la zona cero a lo largo de los casi treinta años desde el accidente nuclear ha crecido. La radiación no era inofensiva, pero la presencia humana había resultado ser aún más tóxica, y su ausencia un alivio para la biosfera.
Ícaro sigue alzando su vuelo, con la osadía que le trajo Prometeo. Desde ese punto de apoyo, parece que toda palanca es posible, y que el mundo puede moverse a nuestro antojo. Pero la advertencia del mito sigue viva. La hybris sigue delimitando nuestro progreso tecnológico, que ha puesto en nuestras manos la capacidad para alterar la rotación terrestre, la acidificación de los océanos, la composición de la atmósfera, la temperatura ambiental y la ecología entera. La propia ralentización de la Tierra ya viene sucediendo por el derretimiento de los polos. Rememorando estos días la efeméride de los ochenta años de Hiroshima, la brutal capacidad humana de destrucción que ha seguido creciendo debiera hacernos pensar.
Aunque probablemente lo más arriesgado no sea seguir alzando el vuelo, pues a estas alturas, seguir elevándonos es quizá, la única opción que nos queda. El mayor riesgo se halla, sin embargo, en ignorar esas plumas que se desprenden de nuestras alas. En esas persuasivas voces que se tienen por críticas y a contracorriente y que sólo revelan deseos de ser escuchados, propagando una temerosa irresponsabilidad acerca de nuestra capacidad de acción sobre la naturaleza. Tratar de negar, por ejemplo, la agencia humana en el cambio climático es lícito; pero no aceptar la evidencia y el consenso científicos es más que ignorancia presuntuosa. Es irresponsabilidad. Somos el punto de apoyo de esa palanca tecnológica que sigue creciendo y que puede hacer descarrilar en buena medida el mundo o aprovecharlo y embellecerlo desde el respeto y el cuidado. En nuestra mano está hacia dónde queremos mover el mundo.
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Uno de los más emblemáticos es el de Hatshepsut, de casi 30 metros de altura y más de 300 toneladas.
Estos mecanismos automáticos se hallaban en templos como el de Dionisio en Halicarnaso o en teatros como el Teatro de Epidauro, con una capacidad de más de 13.000 espectadores.
Todavía estamos esperando ese monográfico de
sobre el imponente acueducto de su querida Segovia; del acueducto de Pont du Gard ya os hablé; el gran Aqua Claudia transportaba agua a lo largo de más de 69 kilómetros hasta el corazón de Roma y sostenía sus arcadas a más de 30 metros del suelo. Por su parte, las enormes termas de Caracalla podían albergar hasta 1.600 bañistas. O el gran Coliseo, para el que levantaron una estructura de más de 50 metros de altura y 188 metros de largo, daba cabida a más de 50.000 espectadores.Cuentan que el sueño de unir los dos océanos no es una ocurrencia contemporánea. Ya en el siglo XVI, en tiempos de Felipe II, se propuso abrir un canal en el istmo de Panamá. Los ingenieros del imperio lo consideraban factible, pero enormemente costoso y arriesgado. Sin embargo, más allá de las dificultades técnicas, parece que un argumento teológico terminó cerrando el debate: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”, se lee en el Evangelio de Mateo. Algunos cronistas eclesiásticos lo interpretaron como una advertencia divina contra la idea de desgarrar la tierra para unir las aguas. No está claro si Felipe II creyó verdaderamente que el proyecto contraviniera la voluntad divina o si, como la zorra de la fábula de Esopo, prefirió declarar inalcanzable lo que no podía permitirse. En cualquier caso, el canal quedó como un proyecto postergado durante más de tres siglos.
Hay puntos de apoyo que ayudan a levantarse los sábados en este estropeado mundo. ¡Gracias por estos magníficos textos!
Siempre he pensado que el hombre se acabará destruyendo a sí mismo. Que el recurso de la inteligencia no está siendo bien aprovechada para un mundo mejor. Somos nuestro peor enemigo, en realidad.
Leyendo lo de Chernobyl, creo que no hace falta ir tan lejos. Hace 5 años el mundo se paró con el Covid-19. El mundo pudo resurgir alegre sin las manos locas del hombre. Yo lo vi en el mar, lo vi en los bosques, lo vi en el aire. Un mundo de nuevo virgen. Duró lo que tardamos en volver a perder el miedo.