La maza
Interpretando a Silvio Rodríguez para creer en las personas
Cuentan que el cartero de Neruda decía que la poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita. Es imposible aprehender, hacer propios, unos versos sin que atraviesen los propios ojos. Somos inevitablemente subjetivos porque somos sujetos, como recordaba Unamuno. Pero si todo autor puede ser víctima de un análisis literario plural, los textos del poeta son especialmente susceptibles de interpretación. Y más los de quien, como el cantautor, amplifican su eco emocional con melodías pegadizas y singulares. En esta ocasión y desde mi subjetividad me atrevo, con esa licencia, a asomarme a la famosa canción de Silvio Rodríguez, La maza. Especialmente va esta publicación dedicada a mis lectores hispanoamericanos1, entre los que tanto ascendiente suele tener el cantautor. Porque, como tantas veces, a su obra puede lanzarse una lectura filosófica inspiradora.
El que puede ser el máximo exponente de la Nueva Trova Cubana – que ya tiene poco de nueva – nunca ha ocultado su predilección por los fundamentos ideológicos que dieron origen a la Revolución cubana, a pesar de mantener una posición razonablemente moderada. Sin adentrarme en más vericuetos al respecto, creo que este contexto es relevante para destilar una interpretación como la que aquí ofrezco y que, probablemente contrastará con la intención de su autor, amén de otras interpretaciones que haya podido hacer su amplio público en los más de cuarenta años que han pasado desde que la compusiera, exactamente el año en que nací.
Al parecer, en cierta entrevista, Silvio explicó que La maza viene a relatar lo que él considera la auténtica razón de ser del artista, y que sólo tiene sentido desde su compromiso, que ha de quedar libre de los artificios y de las superficialidades que con tanta frecuencia acompañan a muchas manifestaciones escénicas. En este sentido, la cantera sería el lugar del que salen los “cantos”, y sin la cual la maza que los extrae pierde todo su sentido.
Pero pueden hacerse lecturas más profundas del texto, como bien nos recuerdan ciertas corrientes hermenéuticas. Lecturas que se encuentran sepultadas incluso más allá de la explícita intención de su autor. Aquí va la mía.
Un poco de filosofía para contextualizar
Es difícil negar que la antropología filosófica es piedra angular de casi todas las filosofías políticas. La imagen del hombre determina una época, como apuntaba Ortega y Gasset, y sirve de nudo gordiano en la construcción de las ideologías. Especialmente desde que la Modernidad trajo al sujeto al centro de la escena, acaso bebiendo del relato antropocéntrico y humanista del Renacimiento. Pues bien, si se me admite cierta simplificación, en torno al sujeto se fragua la contraposición entre dos grandes corrientes: la del pesimismo antropológico de las filosofías políticas más conservadoras como la de Hobbes y Maquiavelo; y la del optimismo antropológico de las más utópicas como las de Moro o Rousseau.
Al pesimismo antropológico lo preside la tesis del homo homini lupus de Hobbes, que considera al hombre como naturalmente malo, concupiscible, egoísta, tendente a la beligerancia y al dominio2. El optimismo antropológico tiene por referente al bon sauvage de Rousseau, el hombre naturalmente bueno, generoso, propenso a la compasión, y sólo corrompido por las estructuras sociales tales como la propiedad privada, la superstición o el prejuicio ideológico3. Algunos pocos tratan de mantener un equilibrio antropológico, para no caer en la simplificación de ambas corrientes, que siempre encuentran contraejemplos en la realidad. El hombre, para estos últimos equilibristas, sería fundamentalmente libre, tan propenso al bien como al mal. Al final, entre Hobbes y Rousseau seguimos hoy tratando de ubicar la ambivalencia del ser humano que coopera y compite. Y no es de extrañar que el eje político de la derecha y la izquierda se sigan alineando con estas tradiciones.
De esta forma, es difícil no incardinar a Silvio en la tradición del optimismo marxista que inspiró la revolución cubana, heredero de Rousseau, aunque su humanismo esperanzado no pueda ser ingenuo a estas alturas de la historia. Ni siquiera un marxista como Bloch confiaba en el desinterés de la clase proletaria – que ha fracasado reiteradamente – y que inspiró a Marx para hacer descansar en ella su esperanza escatológica en el fruto de la vía revolucionaria. El propio ateísmo de Bloch no le impidió jugar a la trascendencia, como dice el mismo Silvio que hace el poeta, procurando creer en la bondad auténtica de la inmensa mayoría de las personas para aproximarse a la utopía alojada siempre en el prometedor futuro. El poeta, probablemente, no sea quien mejor pueda dibujar los mecanismos de incentivos ni las prácticas culturales que pueden estimular semejante ingeniería social. Pero sí puede servir de inspiración para cautivar la intención de quienes inevitablemente diseñan las políticas de la cosa pública.
A pesar de la intención explícita, creo entrever esa misma esperanza entre los versos de esta canción. Es decir, más allá de todas las contradicciones que ha enfrentado todo proyecto socialista, incluso en su querida y maltrecha revolución cubana, la postura vital que creo que Silvio trasluce en esta canción es la de quien tiene la urgencia de creer en el ser humano para hacer factible, aunque sea progresivamente, la virtud y la justicia. Probablemente, en esta época posthumana, la de la muerte del hombre como sujeto abstracto tal y como planteara Foucault, ya no se pueden emplear categorías simples para clasificarlo, como clases homogéneas, etnias puras o ideologías monolíticas. Quizá ya sólo cabe hablar de individuos, de sus trayectorias particulares, y del entramado que forma cada uno con su circunstancia. Pero es posible apelar a la complejidad de la naturaleza humana que compartimos como especie y a los universales culturales que repetimos por todo el globo al mismo tiempo que reclamar un respeto por el milagro irrepetible de cada individuo para tratar de buscar caminos mejores de convivencia.
La ciencia del comportamiento humano tendrá que seguir alumbrándonos fragmentariamente sobre nuestra naturaleza, pero seguiremos presos de la inevitable simplificación ideológica. Porque en el día a día, para intentar saber a qué atenernos con las personas que se cruzan con nosotros, no parece que baste con afinar nuestra intuición psicológica, nuestro prejuicio o nuestra primera impresión; no basta conllegar leídos sobre los múltiples análisis estadísticos acerca de la tendencia de los individuos a la corrupción, a la delincuencia, a la mentira, al egoísmo, a la hipocresía,… ni tampoco a los del altruismo espontáneo, la colaboración ciudadana, el activismo social, las acciones filantrópicas más allá del reconocimiento o el estatus, la solidaridad anónima de las redes de caridad, el sistema sanitario de trasplantes, la responsabilidad fiscal,…
Para entender y responder ante el comportamiento humano, ciertamente, no podemos dejar de lado los análisis sobre las condiciones materiales del entorno expresado bajo innumerables variables en forma de presión social, condicionamiento psicológico, coerción del Estado, exclusión social, desestructuración familiar, tradicionalismo religioso, marginación, crisis de valores sociales, pobreza, analfabetismo,… Sin embargo, de nuevo, en el día a día, de toda esta abigarrada confección de estudios, en la mayoría de los casos, difícilmente podremos obtener algo más que ruido. Y es necesario responder cuando nos hallamos cara a cara. Cuando el prójimo sale al encuentro. En clase, en la oficina, en la calle.
Por eso, quizá la única antropología filosófica que hoy nos cabe constituya más bien una apuesta moral, recordando la de Pascal, una apuesta constructiva que inspire nuestra opción política, en lugar de un sesudo análisis concluyente o una especulación metafísica alejada de los hombres de carne y hueso. Así creo que puede entenderse este texto desde la clave de que, si es acaso posible, la construcción de la virtud y la justicia pasa por creer en las personas. Aunque nos traicionen. No para negar la realidad, ni los datos. Pues no se trata tanto de afirmar que las personas son naturalmente y en su mayoría buenas, negando las evidencias, y justificando nuestra mera creencia. Sino que se trata de creerlo así para que lo sean, para estimular que lo acaben siendo. Más allá de ingenuidades buenistas, de relatos edulcorados que ignoran la cruda realidad, se trata de confiar en el fondo en las personas porque cualquier alternativa convierte al mundo en un infierno. Se trata de un postulado a priori que busca su autocumplimiento.
Y esta creencia, además, se ve reforzada por nuestra querencia a que nuestra vida pueda encontrar un sentido. Porque, por lo que parece, en la inmensa mayoría de los casos, sólo a través de las personas somos capaces de construir o descubrir formas de sentido a este mundo, cuyo horror y cuyo silencio nos abofetea hasta el absurdo, como apuntara Camus. Quizá porque, a veces, lo que simplemente nos permite seguir nadando no es la convicción de que todo tiene un sentido, sino la memoria de que, en algún momento, alguien nos sacó del agua. Más allá del conocimiento posible que la ciencia pueda aportarnos, la urgencia de vivir y hacernos una vida, ese quehacer que llama cada segundo a nuestra puerta, sigue forzándonos a encarar un misterio sempiterno, inexorable y frente al que las respuestas de esta ciencia nos siguen resultando insuficientes. Las personas son el tablón al que aferrarnos en el naufragio.
Ahora, desde esa óptica, vamos a los versos de la canción. Con la melodía de fondo.
Desmigando la canción
La canción tiene un tempo lento, una armonía sencilla y repetitiva que contextualiza el tono de introspección reflexiva. Además, la percusión juega al contratiempo, que bien puede servir para ambientar el tono deliberativo y perplejo. Finalmente, el acompañamiento mínimo de la guitarra sitúa la voz en primer plano. Parece como si la melodía favoreciera una locución casi hablada, sin grandes alardes, reforzando la sensación de gravedad, sobriedad y reflexión.
Y ahí va la letra, que comienza anunciando el desconsuelo, la desazón que provocaría la ausencia de ciertas creencias que se desglosan a lo largo de las estrofas y cuya consecuencia se relata en el estribillo. Creencias que apuntan al corazón de esa apuesta central por el credo en las personas.
Comienza así:
Si no creyera en la locura
de la garganta del sinsonte,
si no creyera que en el monte
se esconde el trino y la pavura…
El sinsonte es una pequeña ave americana, muy conocida por su extraordinaria capacidad de imitación. Puede reproducir cantos de otras aves, sonidos del entorno e incluso ruidos artificiales, encadenándolos en secuencias largas y complejas, y aparece con frecuencia en la literatura y la música como símbolo de voz, memoria y resistencia. Los versos así plantean que “si no creyera en la locura” que suscita la belleza misteriosa del canto del “sinsonte”, capaz de sorprender por su plasticidad como lo hacen las personas, terriblemente impredecibles a nivel individual a pesar de todas nuestras predicciones estadísticas sobre su comportamiento en grandes masas…
Si no creyera, además, en la potencialidad de los arcanos de la naturaleza que se anuncia en el “trino” y en el “monte”, y que estremecen a la vez que atraen, y nos invitan a creer en lo posible, también de la naturaleza humana… Si no creyera además que en esa naturaleza humana se halla también el esencial factor del miedo, de la “pavura”, para dar razón capital no ya del comportamiento más violento, sino de la profunda contingencia, dependencia, precariedad, angustia y soledad que alguna vez experimentamos en la vida, y de la necesidad de los otros que tenemos…
Si no creyera en la balanza,
en la razón del equilibrio,
si no creyera en el delirio
si no creyera en la esperanza…
Si no creyera en lo que agencio,
si no creyera en mi camino,
si no creyera en mi sonido,
si no creyera en mi silencio…
“Si no creyera en la balanza, en la razón del equilibrio…”, esto es, en la pasión por la justicia, por la mesura, por la moderación amable, por la equidad… si no creyera que la mayoría de las personas abraza esa moderación más allá de las estridencias polarizadas por los algoritmos, de las pancartas propagandísticas y de los eslóganes políticos,… Si no creyera en las posibilidades de ese “delirio” que es mantener, contra todo hecho, la “esperanza”, esa que se sobrepone a toda traición y decepción, y persevera en la confianza en las personas…
Si no creyera en mi propia capacidad de agencia, en lo que “agencio”, porque sólo somos libres cuando creemos serlo; si no creyera en que está en mi mano encarnar en mi proyecto de vida – en mi “camino”, en cada uno de mis propios “sonidos” y en cada uno de mis “silencios” – esa opción por creer en los demás…
Si no creyera en lo más duro,
si no creyera en el deseo,
si no creyera en lo que creo,
si no creyera en algo puro…
Si no mantuviera la fe en aquello que resulta más difícil de creer, en “lo más duro”; si no creyera en la capacidad de la voluntad creativa, en el futuro posible que se dibuja desde el “deseo”; si no creyera en que, a pesar de las contradicciones y fracasos de la historia de las personas, resiste desde algún tipo de trascendencia “algo puro” en ellas que nos invita a ser mejores…
Si no creyera en cada herida,
si no creyera en la que ronde,
si no creyera en lo que esconde
hacerse hermano de la vida…
Si no admitiera que “cada herida” que la vida nos asesta nos disculpa aunque no nos exculpe de nuestros errores, y que son esas heridas las que nos llaman a entregarnos dando sentido a nuestra vida… Si no admitiera ni siquiera que aquella definitiva herida que siempre nos “ronda”, que es la muerte, que siempre atenta contra todo sentido y a la que estamos necesariamente avocados (Sein-zum-Tode al decir de Heidegger) relativiza todo fracaso y todo acierto humano y debe inspirarnos la compasión con cada hombre y cada mujer que se cruza en nuestro camino…
Si no creyera en el misterio insondable que es cada persona, hermanada con nosotros en las heridas y en esta soledad de enfrentarse a este mundo inexplicable, maravilloso y tantas veces absurdo y doloroso… Si no creyera en el fecundo secreto de abrazar la condición humana y sus miserias y construir desde ahí fraternidad, es decir, si no creyera “en lo que esconde hacerse hermano de la vida”…
Si no creyera en quien me escucha,
si no creyera en lo que duele,
si no creyera en lo que quede,
si no creyera en lo que lucha.
Si no creyera, en definitiva, en la posible comunión con mi interlocutor, por más difícil y frágil que sea la comunicación humana, a través de esa palabra compartida como única vía que nos saca de ese soliloquio nuestro que suele engordarse hasta estallar en violencia… Si no creyera en última instancia en la buena fe de “quien me escucha”, sea quien sea… Si no creyera en el poder que “lo que duele” puede tener, no sólo para espolearnos a la agresión mutua sino para hermanarnos transversalmente, porque como apuntaba Schopenhauer es esa compasión la que nos aleja del odio y nos acerca4… Si no creyera en que a pesar de la contingencia y el acabamiento de todo proyecto humano siempre heredamos “lo que quede” como semilla de futuro… Si no creyera en la rebeldía ante el sinsentido, la injusticia y el mal que se hace “lucha”…
Entonces, dice el estribillo:
Qué cosa fuera,
qué cosa fuera la maza sin cantera.
Un amasijo hecho de cuerdas y tendones,
un revoltijo de carne con madera,
un instrumento sin mejores resplandores
que lucecitas montadas para escena.
Qué cosa fuera, corazón, qué cosa fuera,
qué cosa fuera la maza sin cantera.
Un testaferro del traidor de los aplausos,
un servidor de pasado en copa nueva.
Qué cosa fuera, corazón, qué cosa fuera
qué cosa fuera la maza sin cantera.
Un eternizador de dioses del ocaso,
júbilo hervido con trapo y lentejuela.
Qué cosa fuera, corazón, qué cosa fuera
qué cosa fuera la maza sin cantera.
Qué cosa fuera, corazón, qué cosa fuera
qué cosa fuera la maza sin cantera.
Entonces, amor mío, “corazón”, qué sería esta “maza sin cantera”, qué sería de este ser vivo que se empeña en extraer sentido de la realidad, como el trovador obtiene cantos puliendo sus letras y sus melodías. Sin esa cantera que son las personas, el público del cantautor, nuestro prójimo por extensión, el mundo como realidad transformable, qué sería de esta maza. Sería un mero subproducto evolutivo, un error de la naturaleza, un animal enfermo y absurdo. Determinado irremisiblemente por su circunstancia y constreñido sin capacidad para, con su praxis, extraer el futuro esperanzado a partir del potencial de la realidad.
Sería así un simple “amasijo hecho de cuerdas y tendones, un revoltijo de carne con madera”: En el caso literal del cantautor, sería un mero lío de manos – “tendones” y “carne” – y su guitarra – “cuerdas” y “madera”. Pero, más allá, sería un mero agregado de cadenas orgánicas perfiladas por el azar de la selección natural en el rincón de un universo indiferente y absurdo, y que ha consentido hacer de su historia una simple carnicería, como la definía incluso el optimista Hegel.
En ese caso, si no creyera, sería una persona que viviría en la periferia de mi ser, como “un instrumento sin mejores resplandores que lucecitas montadas para escena”, es decir: no sólo una simple guitarra aporreada en un escenario ocasional, sino un mero peón en la partida de las grandes fuerzas, que sucumbe al postureo de las luces que le deslumbran sin producir mejores resplandores. Sería un simple “testaferro”, un trasunto, una mera apariencia que simularía independencia frente a los “aplausos”, y que sin embargo, los traicionaría entre bastidores, persiguiéndolos como el hambre y sobreviviendo por ellos. Adicto al reconocimiento – en aplausos o en likes – desde un corazón vacío.
A falta de toda fe, sería un “servidor de pasado en copa nueva”, un simple animal que tropieza mil veces en la misma piedra, dogmático y ciego, perpetuador de prejuicios, incapaz de atisbar progreso alguno, alternativa posible, disidencia latente, alteridad fecunda… Si no creyera en el potencial de las personas, sería un mero agente que sirve el pasado en odres del presente5. Sería un “eternizador de dioses del ocaso”, ídolos ya vencidos y caducos, legitimadores de todo statu quo. Y que en estos días se vuelven atractivos, porque el pasado reaccionario es erótico, nos atrae con el relato de un paraíso perdido al nos gustaría regresar. Si no creyera, sería entonces un simple escándalo a borbotones de miserias y apariencias – mis “trapos” – y de vanas pretensiones – mi “lentejuela”. Desde los simulacros de Baudrillard hasta las formas del postureo estético y moral de las redes.
Qué sería, al fin, esta maza con la que tratamos de extraer sentido de la realidad, sin esa cantera que son las personas, que nos comparten sus cantos, sus relatos, sus historias, sus experiencias, sus vidas, como forma de inspiración, de compañía, de referencia, de ejemplo. En ellas reside la ejemplaridad de Gomá, ese mecanismo que describe que en el fondo actuamos moralmente más por imitación que por mandato, y que nos invita a vivir de tal modo que nuestra conducta pueda ser razonablemente imitada. Y qué mejor ejemplo que dar a nuestros hijos para habitar un mundo mejor que hacer explícita esta apuesta por las personas.
Devuelvo los versos al público. Tras desmenuzarlos al oído tantas veces, ya no puedo evitar que me acompañe esta lectura subterránea a la que la filosofía siempre asiste cada vez que vuelvo a escuchar la canción. Al pasarla por un filtro personal, como hacemos todos con la música que saboreamos y apreciamos, la dotamos de significados ajenos, y nos brinda a cambio emociones distintas y vibrantes. Y a las canciones de Silvio, casi siempre, se le pueden extraer miles. Ahora la apuesta es vuestra, os escucho.
Gracias por leerme.
Méjico, Argentina, Colombia entre los que más y, por supuesto, algunos desde Cuba.
Esta tesis conecta con la necesidad de domar el egoísmo natural humano para poder habitar en sociedad, legitimando gobiernos absolutistas, que ceden el poder al Leviatán del Estado, tal y como lo caracterizaba Hobbes, para evitar la guerra permanente entre los hombres. Con el triunfo de las democracias liberales, esta tesis sigue, sin embargo, trufando enormemente las posiciones más conservadoras, reaccionarias, tribales, que priman la seguridad, la tradición y la conservación del statu quo, recelosas del extraño, de la multiculturalidad y miedosas ante las propuestas más abiertas a la par que disolutivas. Pero también de las liberales, que entienden que la mejor forma de equilibrar el egoísmo natural humano es permitiéndole operar en un contexto de libre mercado que se autorregule.
Opuesta a Hobbes, esta posición legitimó inicialmente al liberalismo y a los movimientos progresistas más confiados en la bondad colectiva de la naturaleza humana. Una línea evidente se tiende desde Rousseau pasando por Marx hasta alcanzar formas de ingenuidad totalitaria.
Schopenhauer dejaba escrito en su último libro Parerga y paralipómena, volumen 2:
“Quiero proponer la siguiente regla: con cada ser humano con el que entres en contacto, no hagas una valoración objetiva de él según su valor y su dignidad; es decir, no tomes en consideración la bajeza de su voluntad ni la limitación de su entendimiento ni lo equivocado de sus ideas, porque lo primero podría fácilmente despertar odio y lo segundo desprecio hacia él. Mira únicamente su sufrimiento, su necesidad, su angustia, su dolor; entonces siempre sentirás parentesco con él, te pondrás en su lugar y, en vez de odio o desprecio, experimentarás esa compasión que es la única que merece el nombre de ágape y a la que nos exhortan los Evangelios. Para impedir que surjan el odio y el desprecio contra él, en verdad no es la búsqueda de la “dignidad” del hombre, sino, muy al contrario, únicamente la compasión lo que constituye la actitud adecuada.”
Aquí Silvio parece jugar al contraste con la parábola evangélica del vino nuevo en odres nuevos, que aparece en los evangelios sinópticos, por ejemplo en el Evangelio de Mateo (9,17): “No se echa vino nuevo en odres viejos, porque los odres se rompen, el vino se derrama y los odres se pierden; a vino nuevo, odres nuevos.” La fase era reivindicada en la tradición cristiana ante la novedad de la Buena Noticia que Jesús traía y que requería una disposición nueva para aceptarla. La frase de Silvio parece demonizar una síntesis de servir lo viejo en odres nuevos, el fracaso asegurado de presentar como nuevo lo que en el pasado no funcionó – achacable hoy a las viejas glorias del nacionalismo y acaso a los propios ideales revolucionarios. Pero en el fondo parece sintetizar esa tensión dialéctica que nos obliga a discriminar con prudencia las tradiciones que merecen ser conservadas y las innovaciones a las que debemos ceder el paso.




Y de repente un artículo sobre una canción. Sobre esta canción tan humanista. Javier, aún siendo tú enorme, y estando lejos, no menos amigo. (Icono boomer pero sentido 🤗) Gracias