Uno puede acudir a la fiesta y al ruido. Contemplar las monumentales estructuras, disfrutar de las formas y colores. Y verlas arder con su reflejo tintineante en las pupilas. Pero tras de esa costumbre, de esa fiesta para muchos folclórica, hay historia, hay profundidad, significado. Las famosas fallas valencianas son un objeto cultural de valor para la reflexión, por su función, su simbolismo y su carácter ritual para la construcción de sentido y como instrumento de crítica social, aunque quizá domesticado. En estos días me atrevo a adentrarme un poco en ellas. Anem a això.
Una breve genealogía
Todavía no se ha logrado determinar el origen histórico de la falla valenciana, cuya presencia está constatada al menos desde finales del siglo XVIII. El romanticismo del siglo XIX sembró la versión popular de que los carpinteros, para celebrar el fin de las veladas de invierno trabajando bajo un candil, sacaban a la puerta del taller sus parots, aquellas estructuras que los habían sostenido durante las jornadas invernales para disponer de luz, y los quemaban junto a los desperdicios y virutas sobrantes, derivando de ahí la conocida práctica popular.
Sin embargo, a falta de respaldo documental, otras voces apelan a un origen más rico e incluso anterior: la difusión del cristianismo en la península en tiempos de la dominación romana habría acabado ejerciendo una apropiación cultural de rituales paganos en torno al fuego1. De esta forma, en particular en la zona del Levante, la Iglesia habría hecho suyas aquellas hogueras paganas del solsticio de verano relacionándolas con la festividad de San Juan; y las del equinoccio de primavera, se habrían reorientado hacia la festividad de San José, por otra parte patrono de estos mismos carpinteros. Las versiones no son excluyentes.
Siguiendo este hilo, a su vez, esta práctica cultural que habría sido apropiada bien podría haber procedido a su vez de la milenaria tradición del Todaustragen, aquel ritual con multitud de expresiones por toda Europa en el que se producía la quema simbólica del invierno y la muerte. La época primaveral resulta especialmente prolífica en liturgias culturales en las que el fuego supone un elemento central y que celebra el regreso de la vida a la naturaleza y el progresivo alargamiento de los días y de las horas de luz solar. Con el paso del tiempo, este ritual de triunfo sobre el mortífero invierno se habría ido transformando en la quema de un personaje vilipendiado y de escarnio público, como por ejemplo sucede en España con la vieja costumbre sobre los peleles mahomas en las fiestas de moros y cristianos. Las Fallas, en este sentido, reciben también esa tradición en la que el pelele satírico se tira a una hoguera.
Sea como fuere, la difusión de la falla como práctica cultural a lo largo de los últimos siglos fue cobrando su propio significado y desarrollando su función social, impregnando tantas vidas a lo largo de tanto tiempo hasta las lecturas y ecos que sigue reteniendo en estos días. Y como en cualquier reflexión sobre una realidad poliédrica, son varias las caras sobre las que es posible meditar. El triunfo de la vida sobre el mortífero invierno y el escarnio público y satírico sobre el pelele son dos enfoques sumamente sugerentes. Por eso, en esta ocasión serán dos los enfoques bajo los que agolparé algunas meditaciones: la falla como ritual en la reconstrucción compartida de sentido y la falla como herramienta de crítica social domesticada. Vamos a ello.
Un ritual en la reconstrucción compartida de sentido
Las fallas se consolidan a finales del siglo XIX en un proceso en el que la migración del campo a la ciudad se intensifica debido al progresivo avance de la industrialización tardía en España. El desarraigo de esta migración debió de suscitar sin duda algunas inquietudes entre las gentes que abandonaban sus lugares de nacimiento donde sus antepasados habían vivido durante generaciones y emigraban para integrarse en nuevos núcleos urbanos, impersonales, desconocidos y cada vez mayores.
Este movimiento popular pudo encontrar en la práctica de las fallas un motivo para recuperar el sentido de comunidad perdido en la nueva urbe: así, los barrios pronto se identificaron con sus respectivas fallas en las ciudades más grandes, y ante la imposibilidad de trasladar el sentimiento de pertenencia a la ciudad entera, fueron estos barrios y sus prácticas comunes, en este caso las fallas, las que ofrecieron ese vínculo social de pertenencia. El barrio como el nuevo pueblo.
Por otro lado, en esta transformación, no parece descabellado detectar cierta continuidad entre las figuras referentes de las fiestas populares del entorno rural, como las vírgenes, santos o patrones, y las nuevas figuras que emergen en prácticas como la de las fallas. Aunque de contenido netamente secular, como comentaremos más adelante, las fallas juegan un rol semejante al que las fiestas patronales jugaban en la fijación temporal del ciclo estacional. Esta nueva “rutina” sirve para reconfortar al más desnortado, “arrancado” de su milenaria actividad agrícola y ganadera en el entorno rural, y volver a insertarlo en cierta renovación cíclica de esa estacionalidad. El ritual al rescate del sentido. La migración que le ha obligado a reinventarse en oficios urbanos que sus antepasados apenas conocieron se palía con este nuevo eje de coordenadas. La celebración en primavera del florecimiento de los campos, tan relevante en el entorno rural, se transforma aquí en la fiesta fallera del nuevo urbanita.
Pero evidentemente, no lo hace en soledad: la recreación de este sentimiento de comunidad se realiza a partir de la construcción de un nuevo propósito compartido (la construcción de la falla a lo largo del año y su quema en primavera, junto con el conjunto de actividades satélites que la acompañan), pues por lo general son estas prácticas compartidas las que dinamizan la búsqueda de sentido. Las comisiones falleras constituyen esta agrupación social de referencia en la que se incardina su actividad y se vinculan los vecinos.
Las interpretaciones sobre la propuesta o marco de sentido que proporciona la falla pueden ser variopintas. Bajo mi punto de vista, y dada la genealogía que antes hemos visto, en esa construcción de sentido, la falla constituye per se una metáfora vital: su progresiva construcción a lo largo del año está abocada a la consumición, tal y como vivimos la vida hasta la muerte. Y, al mismo tiempo, su renovación anual muestra cómo la vida se renueva y persiste en el ciclo vital.
Es decir, por un lado resulta particularmente simbólico cómo el esfuerzo y la inversión que suponen las fallas tienen, por un lado, una asumida orientación hacia la consumición y el acabamiento, tal y como sucede con la vida personal2. Y por otro lado, así como las poblaciones experimentan el relevo generacional de las vidas que van agotándose y se ven relevadas por nuevas generaciones, así la falla regresa cíclicamente, como recuerdo de los antepasados y legado que entregar a los descendientes. En este sentido, la falla tiene esa clara orientación hacia la perduración, tal y como sucede por ejemplo con los costosos vestidos que las falleras, incluso en estratos humildes, van atesorando y dejando en herencia a sus descendientes.
Como actividad significativa vinculada a un marco o propuesta de sentido, la falla recaba los mejores esfuerzos de los participantes a lo largo de todo el año. Para su celebración se establecen recaudaciones durante toda la temporada; se confeccionan con esmero elaborados vestidos y peinados; se preparan instrumentos y obras que acondicionarán musicalmente (con todo lo que la música supone en la cultura valenciana) estos festejos; también se pone enorme esfuerzo en la pintura y escultura de las figuras, plasmando en la rica expresión artística una cantidad ingente de horas dedicadas por grupos muy diversos y voluntarios; y a todos ellos se suma una imprescindible actividad protagonista en esta suma de esfuerzos como es la de la pirotecnia, costosa en medios y en preparación.
Toda esta recolección de esfuerzos y recursos que acaban en lo efímero de unos pocos días y en las fugaces hogueras retienen la enseñanza de los estoicos, como Epicteto, Séneca o Marco Aurelio, que insistían en que nada nos pertenece realmente y que debemos estar preparados para perderlo todo. Pero también todos estos esfuerzos se ven emparentados por el hilo estético que los une. El Homo aestheticus del que hablara Goethe asoma aquí, mostrando esa conexión entre estética e instinto, que hace del arte válvula de expresión y sentido. De forma que, en este caso, como rebelándose ante el sinsentido vital y el absurdo de la hoguera final, como planteara Schopenhauer, el arte se manifiesta soberbia al servicio de un efímero proyecto, de un proyecto cuyo final es cierto. Como la vida misma. Resuena así el Sein-zum-Tode, ser para la muerte, de Heidegger. La falla constituye por tanto un proyecto que representa esa voluntad rebelde de todo frente a la posible nada. Ese deseo tantálico de alcanzar lo que está vedado, a través de la estética, de la escultura, de la música, de la ropa, y del afán colectivo. Parafraseando a Unamuno, la falla espeta que, si es la hoguera, la nada, lo que nos espera, merece la pena hacer de la vida una obra de arte, de la estructura, especialmente por su belleza trascendente, una obra de arte que clama por ese fin tan injusto.
En este sentido, cabe destacar el simbolismo específico que, dentro del significado general de las fallas, ejerce por ejemplo la pirotecnia. Más allá de su contribución como trabajo y económicamente costoso esfuerzo al proyecto general destinado a su efímera consumición en los días de fallas, la importancia de la pirotecnia en la cultura valenciana juega un papel explícito en esta rebelión frente al acabamiento. Por un lado, la belleza de los castillos de fuegos suma un elemento fundamental a la estética general que se consume. Como prenden las figuras en las hogueras así se desvanecen en el aire los preciosos fuegos artificiales. Pero, por otro lado, la pirotecnia puramente sonora también representa esencialmente el bramido ensordecedor que responde ante el absurdo del silencio del mundo, como decía Camus. Si preguntamos al mundo qué sentido tiene, a la bofetada de silencio que nos devuelve no la encajamos pasivamente: le respondemos con un grito, un golpe, una explosión de sonido. Desde la Crida, la llamada que convoca, hasta la traca final. Que la muerte nos pille haciendo ruido.
Finalmente, el propio fuego, tan rico en significados, tiene también un simbolismo mágico que es aprovechado para acompañar y redondear el sentido de la falla: más allá de la conflagración final mencionada, la integración social, la metáfora vital, el propósito compartido,… el fuego en seguida conecta con la imagen de la hoguera de la noche de San José en torno a la que los vecinos se reúnen. Es el hogar social ante la intemperie del frío exterior. Es el fuego como símbolo de lo que, ante el sinsentido, da calor, alumbra, nos convoca para relatarnos las historias que nos dan sentido. Pero historias que, además de apuntalar significados, denuncian y critican, cuestionan para mejorar. Y el fuego será el mejor purificador.
Una herramienta de crítica social domesticada
La sátira valenciana es un fenómeno algo estereotipado establecido a lo largo de los siglos y que ha identificado entre los españoles a los valencianos como los más acres en el humor, tal y como sostenía el padre Juan de Mariana ya en el siglo XVI. De esta forma, no es despreciable la histórica alusión a una auténtica escuela satírica genuinamente valenciana, que habría nacido en torno al eclesiástico y ajedrecista Bernat Fenollar (s. XV).
Enmarcada en el contexto anteriormente mencionado, la falla se inserta también en esta tradición. Su celebración en la festividad de San José, típicamente en el período cuaresmal previo a la Semana Santa, le otorgó además el aire carnavalesco que la caracteriza. De forma que en el seno de esa tradición, la masa social encontró en las fallas una forma excelente para expresar su crítica o descontento como arte satírico. Es la mejor expresión del Stot, de ese espantapájaros que se quema para criticar al oponente político, al poder establecido. En esta línea, es bien conocido el contenido político-social de las figuras representadas en las fallas, con permanente presencia de políticos, instituciones, personajes famosos,… en escenas que los ponen en evidencia, burla o directa crítica por sus comportamientos. También estos días son de fallas críticas tras la ruina, que hacen ruido, que alimentan la resiliencia.
La falla que prende en la noche de San José ciertamente sucumbe pero purifica con su consumición, como ya pretendieran los antiguos. Su llama es también purga que, como decíamos antes, no sólo da calor – aporta sentido –, sino que también ilumina y purifica evidenciando la negatividad, la injusticia, la hipocresía, la inmoralidad, el robo, el escarnio, el mal. La quema del pelele se vuelve aquí consuelo ficticio para quienes sufren ese mal. Es, en cierto modo, esa forma colectiva por la que el pueblo, con su arte, salva al pueblo.
En el contexto de la migración del campo a la ciudad con la industrialización y su vertiente más dramática, bolsas de población trataban de buscarse la vida en la ciudad en condiciones muy precarias, cuando no de pobreza directa. La ciudad como oportunidad para nuevos oficios se revelaba como destino obligado para la nueva clase obrera, pobladora de sus suburbios. En ese contexto, la falla habría comenzado a desempeñar su función como instrumento de crítica social y de rebeldía frente a ese mundo moderno del progreso industrial, y del poder establecido que lo ampara. La crítica intrínseca de la falla bien puede haber nacido como respuesta frente a este conjunto de procesos sociales que en definitiva desposeyó a aquellas gentes de su tradición rural perdida, manteniéndolas en muchas ocasiones en una situación degradada o fatal. Por eso la crítica social en seguida construye comunidad y solidaridad.
Pero como práctica social, consolidada con el paso de los siglos, este instrumento de crítica política y social fue evolucionando. Pasó por un primer período en el que la burguesía trató de prohibirla hasta que, sofisticando sus métodos, acabó domesticándola y reconduciéndola a fin de constituirla en una institución nueva, en ocasiones incluso al servicio del poder. En la época republicana su acidez se canalizó especialmente contra la monarquía y la Restauración, aunque se reavivó un tanto la forma original de la falla popular, capaz incluso de avivar las llamas del enfrentamiento en vísperas de la guerra civil.
Tras la llegada del franquismo, el proceso de domesticación siguió su curso y las fallas se institucionalizaron definitivamente con la creación de los premios por categorías (especial, infantil,…), con la dotación de organismos como la Junta Central Fallera y con la ruptura definitiva con su origen secular al vincularlas formalmente a la religión oficial del régimen, instituyendo dentro de las celebraciones la famosa Ofrenda a la Virgen.
Para muchos, ni siquiera la época democrática le ha devuelto a la falla la libertad de expresión original, limitándose a ejercer una crítica blanca, razonablemente asequible para el poder y que evita los excesos que puedan costarle un premio. Esta autolimitación en su politización le otorga precisamente un barniz conservador, una oportunidad perdida para pronunciarse por las calles durante su exposición. El paso de las décadas y el valor simbólico de su carácter cíclico como metáfora vital, tal y como hemos visto, fue decantándose bajo una forma de herencia y tradición que ha facilitado su asimilación por parte del propio sistema criticado. Hasta el punto de que esta fórmula de crítica social tolerada por el sistema sigue acogiendo algunas expresiones reaccionarias (homófobas, machistas,…) que sirven como válvula de escape para quienes, reticentes por ejemplo a la ideología woke, encuentran en este espacio un alivio acartonado, sin que trasciendan sus más justas aspiraciones.
No puede negarse, sin embargo, que a su origen que facilita la cohesión y la cooperación social en los barrios pronto se superpuso una dinámica de clara competición social, coherente con nuestra naturaleza. Un ejemplo lo tendríamos en la figura de la Fallera Mayor, que surgió en tiempos de la República con el objeto de dar visibilidad a las mujeres, y cuyo cargo era elegido democráticamente. Pero en la práctica, incluso hoy detentan ese honor con mucha frecuencia aquellas personas con más capacidad de movilizar contactos, emparentando el título con cierto estatus social y, por otra parte, perpetuando una imagen un tanto sexista y patriarcal sobre la mujer objeto. Y esta competición por el estatus social de la Fallera Mayor se enmarca en un ecosistema general en el que importantes sumas de dinero, favores, compromisos y esfuerzos invertidos contribuyen a perpetuar y proyectar la estratificación social que se observa en esas comisiones falleras, en la jerarquía del reconocimiento de los premios y de la Junta correspondiente, en la competición que en ocasiones ha devenido excesiva entre barrios, y en las formas típicas que el poder vertical ejerce en entornos de competición, habiendo permeando hasta la extenuación aquel instrumento original de crítica social. Sólo en los últimos tiempos se observan movimientos alternativos que pretenden huir de ese mundo tradicional retornando a aquellas Falles Populars i Combatives, aunque en tantas ocasiones sea bajo la ficción de una pureza originaria, un estado de naturaleza bondadoso, en el que suelen incurrir con ingenuidad las visiones más progresistas.
En definitiva, y como cabía esperar, cualquier práctica social suficientemente sedimentada en las poblaciones ofrece siempre una rica variedad de facetas sobre las que reflexionar. Y una vez más la búsqueda de sentido y las herramientas de crítica o legitimación del poder no sólo crecen arraigadas la una a la otra, sino que siguen sirviendo como ejes de referencia imprescindibles para reflexionar sobre el comportamiento humano. Tras ello, pasearse entre ellas y observarlas hasta verlas arder es una experiencia mucho más enriquecedora.
Gracias por leerme.
El fuego está en el epicentro de nuestra cultura, pues junto a la industria lítica, la tecnología ígnea nos permitió constituirnos como especie (https://newsletter.ingenierodeletras.com/p/el-despertar-de-la-tecnologia).
Existen numerosos ejemplos culturales que reiteran esta enseñanza. Cambiando drásticamente de coordenadas, los mandalas de arena del budismo tibetano sirven a este propósito: los monjes crean un dibujo intrincado y bello con finas arenas de colores para a continuación hacerlo desaparecer barriendo o arrojando la arena al viento, y así educar el alma en la impermanencia y el desapego, en la fugacidad y el desprecio por la vanidad de los esfuerzos humanos.
Como ritual, quizás las fallas están más alineadas con la concepción oriental del tiempo, cíclica, que con la visión occidental, típicamente más lineal. En este sentido, parecen estar fuera de contexto. Creo que eso las hace todavía más especiales.
(Reconozco que, cuando dices fallas valencianas, pienso en hogueras alicantinas :) ).
Me gusta más la idea de las fallas que las fallas en sí. Todo el ruido, el humo y el bullicio alrededor de ellas me impiden querer presenciarlas, pero todo lo que representan es sugerente, al igual que tu texto Javier.