Observa un hielo que se derrite lentamente. Del sólido impertérrito y seco, a la progresiva fusión. Al comienzo procede de forma muy lenta, casi imperceptible. De pronto, comienza a manifestarse un temblor. Y, súbitamente, el proceso se acelera. El bloque de hielo que parecía resistir al calor oculto se quiebra, y un crujido lo fractura. Y la grieta que lo resquebraja crece, hasta que comienzan a desprenderse trozos que flotan en ese nuevo océano que va asomando bajo sus pies, como naves botadas a la deriva. Los pedazos se desplazan, flotan y se tocan ocasionalmente entre sí. Siguen su camino descendente de desestructuración, aclimatándose a la nueva realidad, domesticándose hasta fundirse en un líquido, puro, cristalino, que va desmenuzándolos hasta que la última esquirla sólida desaparece engullida por el fluido.
Entonces, como si la quietud fuera imposible, comienzan a aflorar las primeras burbujas, minúsculas, distraídas, que se replican como células, y van agrandando sus perímetros hasta irrumpir en la superficie con un gorgoteo tímido que, poco a poco, ganando fuerza y dejando de ser simple evaporación. Los primeros alientos se abren paso, y una pequeña cortina de vapor emerge de la superficie. Va ascendiendo, curvándose sobre sí misma, como si las diminutas gotas aun líquidas le pesaran. Pero con el avance de la ebullición aumentan las burbujas y los filamentos de vapor, que se enredan como los nervios de un gran tronco de humo, que va succionando las raíces líquidas y se va expandiendo en un caótico movimiento desde aquel hielo pretérito hasta un cúmulo nuboso, atomizado y cada vez más invisible.
En unos pocos minutos esta experiencia tan cotidiana, esta visión,
se proyecta como una poderosa metáfora.
Y la entera historia humana pasa ante nuestros ojos.
Derritiéndose, licuándose, y bullendo hacia la evaporación.
De la última glaciación arrancó su predominio nuestra especie. Logró sobrevivir a la dureza del hielo, entre otras, precisamente gracias a domesticar la dureza de la piedra. Aquella industria lítica, la de las piedras viejas, permitió ir rompiendo huesos, desgarrando pieles, lacerando carne y frutos, haciendo que las tribus se expandieran, en miembros y en territorios. Romper la solidez de aquellos pedernales y aquellos bifaces fundamentó con su pulido esa primera tecnología. Y a partir de ahí, comenzó ese proceso de progresiva aceleración y miniaturización, gestando innovaciones cada vez menos toscas, cada vez más depuradas, sutiles y fluidas. Del pedernal al bisturí. Del sílex al plasma.
Los períodos cálidos fueron articulando el florecimiento humano. Como después sucediera en otros óptimos climáticos, el calor del Holoceno nos alumbró. Especialmente cuando, por obra de Prometeo, acabamos de domesticar además ese fuego que es luz pero ante todo es calor, capaz de romper las moléculas del alimento, a dinamizar y a expandir con su riqueza nutritiva nuestro cerebro, a fluidificar la conversación en torno a la hoguera. El calor fue aumentando, desde aquellas hogueras paleolíticas pasando por las forjas antiguas y medievales hasta los altos hornos industriales. Desde la extracción de energía de la madera y la biomasa en superficie hasta la quema del carbón de las profundidades, la extracción masiva de combustibles fósiles y la disolución, incluso, del mismo núcleo del átomo. Vaclav Smil explica con maestría cómo las distintas fuentes de energía disponibles fueron moldeando nuestras organizaciones sociales. Y el proceso es claro en el aumento del calor que producimos y consumimos.
La población creció al calor de estas teas y aprendió a licuar lo que es más duro, a derretir metales y a darles forma según su deseo de expansión. Las primeras formas de metalurgia permitieron acelerar la caza, el trabajo y la lucha. Pero también el intercambio y el comercio, fluidificando transacciones mediante esa tecnología de la información que fue la acuñación. El calor de la forja sirvió para acelerar el transporte, armando ejes, ruedas, estribos y carromatos. Sirvió también para extender dominios, construyendo naves con herramientas versátiles de metales amoldados que permitieron serrarlas, martillearlas y calafateadas para lanzarnos con ellas al mar inexplorado. Ello nos llevó a expandir los bloques de las primeras civilizaciones por el medio acuoso para inundar nuevas regiones ansiando cubrir la esfera entera. Así colonizamos el Pacífico. Así hicimos de mares como el Mediterráneo, un mar nuestro.
La búsqueda anhelaba el comercio, pero muy pronto la fricción unió a la lista el saqueo y la conquista extractiva, persiguiendo especialmente metales codiciados que fundir. Desde las minas de oro en las Médulas de Hispania, hasta las minas de Alburnus Maior en la Dacia; desde el plomo y el estaño de Cornualles, hasta el hierro de Noricum en Centroeuropa, imprescindible para la forja de las mejores armas. Seguimos fundiendo metales y fronteras, edificando ciudades que comenzaban a bullir de gente, cada vez más densas y activas. Cada vez más demandantes de un territorio que las alimentase y que pudieran dominar. Cada vez más aspirantes a forjar imperios. Desencadenando el fragor creciente de las batallas y las guerras.
En aquellas ciudades amuralladas, las relaciones comerciales y cívicas comenzaron a fluidificar las estrechas y milenarias reglas de parentesco tribales imprescindibles para la supervivencia en la intemperie, pero que atenazaban la innovación y el crecimiento. Particularmente en ciertas regiones europeas, comenzamos a cooperar más intensamente con quienes no comparten nuestros genes, a salir del núcleo familiar y a desmantelar las redes de nepotismo y de lazos de sangre. Obligados a reinventarnos socialmente por decreto, formamos nuevas estructuras y organizaciones más dinámicas, más volátiles, pero más capaces. Organizaciones que tendían, como bien apuntaran Schulz y Henrich, a ser más favorables a la cooperación económica y a los sistemas de intercambio justo de ideas y razones en ciencia, tecnología y política. Organizaciones que lograron dislocarse y liberarse hasta cierto grado de tolerancia, sin llegar nunca a romperse del todo, de su fundamento biológico. Y cuyos movimientos y reverberaciones aumentaron, habilitando campañas y empresas de alto alcance y de larga distancia, que no se limitaban a surcar el mar doméstico, ese mare nostrum, sino que se expandieron por océanos ingentes a la velocidad del viento.
Y seguimos explorando, ansiando las especias más preciosas, pero también persiguiendo por los océanos y los territorios inexplorados nuevas minas de metales que fundir, especialmente de plata y oro, desde Potosí y Zacatecas a Bambuque, Wangara, Yunnan, Iwami Ginzan, Sumatra o Borneo. El calor del fuego siguió agitándonos y, cada vez más, encendiendo y acelerando la historia. Lo hizo con la pólvora china, que pasó de expandirse por toda Eurasia a golpe de asedio, saqueo y transporte a proyectarse a través de largas rutas por todo el mundo, detonando en arcabuces y cañones atronadores. Lo hizo en el fundido del metal para forjar tipos móviles con los que la imprenta hizo que se acelerara la circulación de ideas y conocimientos, rompiendo con siglos de elitismo escriba. Lo hizo en el vapor de agua que se dilataba en los gabinetes de los iatroquímicos conectados en la República de las Letras, hasta acabar impulsando émbolos en locomotoras que se lanzaron a la conquista de nuevos territorios. Lo hizo en las chimeneas que exhalaban el pulso oscuro de las ciudades industriales, que comenzaban a hervir de nueva población, recalentadas bajo el hollín y las nubes ennegrecidas que las encapotaban. Lo hizo en la explosividad de la dinamita, capaz de romper y explotar aún más los recursos intestinos de la Tierra. Su vientre fue depositando en nuestras manos nuevos tesoros, que rápidamente corrimos a depurar, pulir, trocear, licuar y gasificar, dinamizando el movimiento de materias primas a la par que el de las migraciones masivas por todo el mundo. El fuego fue dejando de ser hogar, cocina, y se fue convirtiendo en esa caldera multiplicada que propulsaba el nuevo mundo industrial naciente.
Las tribus y las comunidades al vértigo de estos movimientos comenzaron también a licuarse, a dispersarse, a emigrar del campo a la ciudad, a romper con servidumbres y tradiciones - no sin graves costes a corto plazo - y a agrandar sin duda sus poblaciones. Aparecieron nuevas tribus, urbanas, transversales, pero siguieron al mismo tiempo fundiéndose indiferenciadas en entidades mayores, nacionales y transnacionales, más homogéneas. Así sucedió en los grandes movimientos sociales de adscripción ideológica, que ya no respondían a la solidez milenaria de las múltiples etnias, la cercanía familiar de las tribus o incluso los miles de credos transmundanos y veterotestamentarios.
Esas organizaciones en su forma estatal fueron a su vez cada vez más dinámicas, cada vez más activas, y friccionaron entre ellas con creciente intensidad, de forma que ya no saltaban simples chispas sino auténticas colisiones acaloradas. Los movimientos sociales que las alimentaban encendían las levas masivas, las artillerías explosivas y los bombardeos, que comenzaron a elevar hacia los cielos la violenta energía social. La interacción se multiplicaba y estallaba, como en grandes burbujas, en conflictos mundiales que esparcieron sangre por todo el planeta. Una gran columna de humo se elevó sobre Hiroshima y Nagasaki. Y siguió haciéndolo de forma controlada y amenazante en los desiertos de la América profunda, en la estepa rusa, en la soledad de los atolones del Pacífico. Todo en un clima de tensión, en una carrera armamentística como la de la Guerra Fría, que vivió instantes como en una olla a presión.
Sin embargo, las colisiones y los estallidos de los distintos bloques pulverizaron en gran medida su legitimidad, debilitaron su fuerza monolítica, y han ido evaporándose, sucumbieron como ídolos, en un crepúsculo que los convirtió en humo, en jirones de metarrelatos cada vez más deslavazados, más pequeños, más a la carta, articulados por un individualismo creciente. Configuraron en la resaca de postguerra y el fin de siglo XX ese politeísmo moral del que hablaba Weber, y que el consumismo capitalista que resultó triunfante tras la caída del muro favorece. La ruptura del espacio colectivo dio paso a la privacidad de la selección individual del consumidor.
Algún amago de regresar a la tribu nos convoca en redes, nos atrinchera con algoritmos, apelando a esa apetencia milenaria grabada todavía en nuestros genes. Pero la fuerza inexorable de esta progresiva efervescencia nos empuja hacia la soledad, nos distancia, nos separa, aprovechando nuestra comodidad ficticia, nuestra pereza narcotizada, las dietas dopamínicas de los falsos burgueses. La tecnología de conexión paradójicamente nos desconecta, nos separa en pequeñas moléculas flotantes, cuevas en las que refugiarnos. Y el individualismo va rompiendo lazos, vínculos, familias, matrimonios, asociaciones, clubes, barrios, comunidades, naciones,… A duras penas las grandes macroestructuras políticas sobreviven con masas cada vez más desapegadas y confusas, enfrentadas, confundidas, en un movimiento desnortado y caótico. Con una comprensible añoranza por el retorno a aquellas tribus étnicas y nacionales que daban calor aunque ya iluminen poco.
La disolución postmoderna se reveló como una resaca que prometía protegernos aparentemente de las veleidades de los grandes bloques, que antes habían chocado brutalmente como icebergs en un océano oscuro. Y efectivamente, ha logrado que alcancemos la mejor época de la historia bajo cien ópticas distintas, reduciendo la pobreza y aumentando la esperanza de vida de forma prometedora frente a casi todo pensamiento apocalíptico. Sin embargo, al mismo tiempo, aquel relativismo que todo lo vuelve aceptable comenzó a tensar la consistencia de nuestras propias sociedades líquidas, al decir de Baumann, cuya cohesión interna comenzó a fragmentarse, a desdibujarse, a atomizarse. La condición postmoderna de la que hablara Lyotard emergió tras los estertores neomarxistas y las proclamas neoconservadoras del mayo del 68. Y parece que llegó ese fine della modernità del que hablara Vattimo, con su tesis del pensamiento débil - pensiero debole. Debilidad líquida. Próxima a la ebullición.
Fukuyama proclamaba el fin de la historia satisfecho con la insuperabilidad política de las democracias liberales; pero en buena medida la historia parecía adentrarse en un nuevo espacio suspendido, gaseoso, porque se nos acababan los relatos compartidos y la microsegmentación de los medios sigue produciendo el desmantelamiento progresivo de cualquier nosotros cohesivo y creciente. La fragmentación cultural muestra un crisol de nuevas tribus alimentadas por contenidos inconexos, un juego de artificios personalizados, en los que intercambiamos apariencias, fantasmagóricas propuestas de sentido y de valor, que se desvanecen como espectros humeantes y huecos, siendo reemplazadas muy pronto por nuevas modas, nuevas propuestas, nuevas tendencias, como aquellas simulaciones y simulacros que pronosticara Baudrillard. Verdades y posverdades se entremezclan como trigo y cizaña. Ya nadie parece saber lo que es cierto y lo que no, ni siquiera mirándose a la cara.
La ebullición ha comenzado por tanto una nueva transición de fase hacia cierta incertidumbre. Promete progreso revolucionario e inmortalidad sutil en el espacio de lo digital, al mismo tiempo que consiente precariedad en el hoy fijando la expectativa en un mañana esplendoroso que nunca llega. Una ebullición que, entre tanto, inocula sinsentido social y personal. La secularización arrastrada durante siglos no ha encontrado alternativas que sacien esa sed religiosa que nos ha definido durante milenios y que hunde sus raíces en la oscuridad de los tiempos. Y prolifera en este enjambre digital, del que hablara Byung Chul Han, una inquietud, una ansiedad, un malestar. El malestar de la cultura de nuestros días no parece venir, como pensara Freud, producido por la represión civilizatoria de nuestros instintos, sino por el progresivo desmantelamiento de los espacios de sentido compartidos, por el desencantamiento del mundo por parte de la racionalidad tecnocientífica de la que hablara también Weber. Un malestar que el propio sistema ha explotado narcotizándolo con scrolls infinitos que incentivan el consumo, o aumentándolo con el autodiagnóstico y su medicalización por defecto. Con comprimidos bien cocinados en alambiques y reactores candentes de los grandes laboratorios farmacéuticos.
Esta ebullición va dejándose sentir en la pérdida de fe social que titubea en el mercado de credos, buscando donde asirse, enrolándose radicalmente en causas pasajeras para estimular su sentimiento de pertenencia mientras los movimientos ciudadanos se deshacen como azucarillos, como las reivindicaciones altermundistas que estallan huecas como burbujas. Es una ebullición en la que el ateísmo, como en la paradoja de Mefistófeles, lo ha vuelto contra él mismo, pues la pérdida de fe acaba ninguneando también al propio diablo que ha descreído a la gente. Y la gente nada en ese plasma indiferenciado de un agnosticismo fuertemente religioso cuando conviene.
Esta ebullición, a su vez, va cercenando la confianza en la participación democrática, que se sintió victoriosa tras las grandes guerras calientes y la fría del siglo XX, pero que ha ido perdiendo reconocimiento y legitimidad. Y aunque vote masivamente parece debilitarse, al calor de ese desconcierto que va agitando el ataque a la res pública, azuzando el cuestionamiento de toda participación solidaria vía impuestos mínimos imprescindibles, que hace no tanto eran parte del consenso. Una ebullición que persigue a golpe de clic el reconocimiento a través del postureo moral, que suplanta el compromiso militante por el voluntariado a tiempo parcial. Que evapora, al fin, las certezas sociales, políticas e incluso científicas, que van languideciendo entre pseudociencias difusas, como los vínculos sociales, aumentando la desconfianza institucional como lo hace la temperatura de un gas en una cápsula que hierve.
Mientras, seguimos subiendo el termostato de las calderas en las fábricas chinas de hormigón que producen en apenas un trienio todo el que EEUU fabricó en el siglo XX; y seguimos construyendo pequeños reactores nucleares a medida para alimentar y refrigerar los datacenters que bullen de calor que devora el agua como traga exabytes de datos para entrenar y ejecutar los inmensos modelos de IA. Mientras las regiones más pobres del planeta se desperezan, prosperan y anhelan alcanzar el mismo nivel de desarrollo que occidente ha conocido, se optimizan nuevas energías que, a pesar de todo, no detienen el crecimiento en el consumo energético. Los barriles negros siguen aumentando, porque no parecen atragantarse igual en todas las latitudes, y siguen catapultando las calorías per cápita con que hollamos el planeta. El propio contenedor de esta aventura humana se va sobrecalentando, con temperaturas nunca antes registradas e incendios que abrasan nuestros veranos. Estos se extienden, amortiguados por aires acondicionados que realimentan el calor, mientras canibalizan estaciones, robando el mes de abril a la primavera, y dejándonos nuevos neologismos en el observatorio como el de veroño. Todo con la efervescencia humana en su apogeo histórico.
Esperemos que en este camino la humanidad no se acabe evaporando del todo y se pierda diluida en el cosmos, como el mal recuerdo de un planeta que se libera de un virus. Acaso como toda especie inteligente - de esas que no conocemos - porque acaban consigo mismas antes de ser localizables. Esperemos, en su lugar, que, fijándose y acaso proyectándose en el cosmos, esta humanidad efervescente encuentre lugares y espacios en los que precipitarse y expandirse repensando el equilibrio sobre cómo fluir y al mismo tiempo sostener el estado social de la materia humana.
Gracias por leerme.
Me gusta ver cómo se van enlazando tus artículos a base de puntadas de link. Un tejido borgiano de conocimiento, análisis y literatura, porque escribes que da gusto.
Amplia perspectiva del devenir humano con la alegoría del hielo fundente... ¿hasta la evaporación? Espacio abierto a la incertidumbre y la conciencia